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—Enemigos de dentro y de fuera —le contó Halt—. Gente como los saqueadores del mar de Skandia o Morgarath y sus wargals.

Will se estremeció al tiempo que recordaba algunos de los relatos más escabrosos sobre Morgarath, señor de las Montañas de la Lluvia y la Noche. Halt asintió sombrío al ver la reacción de Will.

—Sí —dijo—, Morgarath y sus wargals son sin duda gente de la que preocuparse. Por eso el Cuerpo de Montaraces los mantienen vigilados. Queremos saber si se están organizando, si se están preparando para la guerra.

—De todos modos —dijo Will, más para quedarse tranquilo que por cualquier otra razón—, la última vez que atacaron, los ejércitos de los barones les hicieron papilla.

—Es cierto —reconoció Halt—. Pero sólo porque les habían avisado del ataque… —hizo una pausa y miró a Will significativamente.

—¿Fue un montaraz? —preguntó el muchacho.

—Correcto. Fue un montaraz quien trajo la noticia de que los wargals de Morgarath se encontraban en camino… Después guió a la caballería a través de un vado secreto para que pudieran rodear al enemigo.

—Fue una gran victoria —dijo Will.

—Sin duda lo fue. Y todo gracias a la vigilancia y la habilidad del montaraz, y su conocimiento de los senderos secretos y las trochas.

—Mi padre murió en esa batalla —añadió Will en voz más baja, y Halt le dedicó una curiosa mirada.

—¿Es eso cierto? —dijo.

—Fue un héroe. Un caballero poderoso —continuó Will.

El montaraz hizo una pausa, casi como si estuviera decidiendo si decir algo o no decirlo. Luego, simplemente respondió:

—No estaba al corriente de eso.

Will fue consciente de un sentimiento de decepción. Por un momento, tuvo la sensación de que Halt sabía algo sobre su padre, que podía contarle la historia de su heroica muerte. Se encogió de hombros.

—Por eso tenía tantas ganas de ir a la Escuela de Combate —dijo por fin—, para seguir sus pasos.

—Tú tienes otras cualidades —le dijo Halt, y Will recordó cómo el barón le había dicho exactamente lo mismo la noche anterior.

—Halt… —dijo. El montaraz asintió para animarle a continuar—. Me estaba preguntando… el barón dijo que me elegiste, ¿no?

Halt asintió de nuevo, sin decir nada.

—Y ambos decís que yo tengo otras cualidades: cualidades que me hacen apropiado para ser un aprendiz de montaraz…

—Es cierto —dijo Halt.

—Bueno… ¿cuáles son?

El montaraz se recostó hacia atrás y juntó las manos tras su cabeza.

—Eres ágil, eso es bueno en un montaraz —comenzó—. Y, como hemos dicho, sabes moverte en silencio. Eso es muy importante. Eres de pies rápidos e inquisitivo…

—¿Inquisitivo? ¿En qué sentido? —preguntó Will. Halt le miró con dureza.

—Siempre haciendo preguntas. Queriendo saber siempre las respuestas —le explicó—. Por eso hice que el barón te pusiera a prueba con ese trozo de papel.

—Pero ¿cuándo te fijaste en mí por primera vez? Quiero decir, ¿cuándo fue la primera vez que pensaste en seleccionarme? —quiso saber Will.

—Ah —dijo Halt—, supongo que fue cuando te vi robar esos dulces de la cocina del maestro Chubb.

La boca de Will se abrió del asombro.

—¿Me viste? ¡Pero si eso fue hace siglos! —un pensamiento le vino súbito a la mente—. ¿Dónde estabas?

—En la cocina —dijo Halt—, cuando entraste estabas demasiado ocupado como para verme.

Will sacudió la cabeza con gesto de asombro. Se había asegurado de que no había nadie en la cocina. Entonces recordó de nuevo cómo Halt, enfundado en su capa, era capaz de volverse prácticamente invisible. Se percató de que para ser un montaraz necesitaba algo más que aprender a cocinar y limpiar.

—Me impresionó tu habilidad —dijo Halt—. Pero hay algo que me impresionó mucho más.

—¿Qué fue? —preguntó Will.

—Más tarde, cuando el maestro Chubb te interrogó, vi que dudaste. Ibas a negar haber robado los dulces. Entonces te vi admitirlo. ¿Recuerdas? Te dio un golpe en la cabeza con su cuchara de madera.

Will sonrió abiertamente y se rascó pensativo la zona donde fue golpeado. Aún podía oír el ¡crack! de la cuchara al alcanzarle.

—Me pregunto si debería haber mentido —admitió.

Halt movió la cabeza con mucha lentitud.

—Oh no, Will. Si hubieras mentido, nunca te habrías convertido en mi aprendiz.

Se puso en pie y se estiró al tiempo que se volvía para entrar y dirigirse hacia el estofado, que hervía a fuego lento sobre el hornillo.

—Vamos a comer ya —dijo.

Capítulo 9

Horace dejó su petate en el suelo del dormitorio y cayó en la cama con un gruñido de alivio. Le dolía cada músculo de su cuerpo. No tenía ni idea de que fuera capaz de sentirse tan dolorido, tan agotado. No tenía ni idea de que hubiera tantos músculos en el cuerpo humano que pudiera sentir de ese modo. Se preguntó, no por primera vez, si saldría airoso de los tres años de entrenamiento en la Escuela de Combate. Llevaba menos de una semana como cadete y ya era una ruina física.

Cuando solicitó la Escuela de Combate, Horace tenía una vaga idea de brillantes caballeros ataviados con armaduras, guerreando mientras el pueblo llano asistía y miraba con sobrecogida admiración. Una buena cantidad de miembros de ese pueblo llano, en su imagen mental, eran chicas atractivas; Jenny, su compañera en la Sala, sobresalía entre todas. Para él, la Escuela de Combate era un lugar de glamour y aventura y los cadetes eran gente a quienes los demás respetaban y envidiaban.

La realidad era otra. Hasta el momento, los cadetes de la Escuela de Combate eran personas que se levantaban antes del amanecer y dedicaban la hora previa al desayuno a un severo recorrido de entrenamiento físico: correr, levantar pesos, formar en filas de diez o más para alzar y sostener pesados troncos sobre sus cabezas. Agotados por todo esto, se les devolvía a sus estancias para que tuvieran la oportunidad de darse una ducha —con agua fría— antes de asegurarse de que el dormitorio y el pabellón de aseo se encontraban absolutamente inmaculados. Tras esto venía la inspección de cuartos, que era meticulosa. Sir Karel, el viejo y astuto caballero que llevaba a cabo la inspección, se las sabía todas cuando se trataba de tomar atajos en la limpieza del dormitorio, al hacer la cama y recoger tus cosas. La más ligera infracción por parte de alguno de los veinte muchachos implicaba que les esparcieran sus petates por el suelo, voltearan sus camas y les vaciaran los cubos de basura en el suelo; tendrían que hacerlo de nuevo, desde cero, en el rato en que deberían estar desayunando.

Como consecuencia, los nuevos cadetes sólo intentaban engañar a sir Karel una vez. El desayuno no tenía nada de especial. De hecho, en opinión de Horace, era de lo más básico. Pero si te lo perdías, quedaba una larga y dura mañana hasta la hora del almuerzo, que, en consonancia con la vida espartana en la Escuela de Combate, sólo duraba veinte minutos.

Tras el desayuno, dos horas de clases de Historia Militar, Teoría de Tácticas y demás, y después solían llevar a los cadetes a hacer el recorrido de obstáculos: una serie de obstáculos diseñados para poner a prueba la velocidad, la agilidad, el equilibrio y la fuerza. Contaban con un tiempo máximo establecido para el recorrido. Había que terminar en menos de cinco minutos, y todo cadete que no lo lograba era enviado inmediatamente de vuelta al principio para intentarlo otra vez. Resultaba extraño que alguien completara el recorrido sin caerse al menos una vez, pues estaba plagado de charcas de barro, obstáculos con agua y fosas llenas de una desconocida aunque desagradable materia sobre cuyo origen Horace ni siquiera quería pensar.

El almuerzo seguía al recorrido de obstáculos, pero, si uno se caía durante la carrera, tenía que asearse antes de entrar en el comedor —otra de las famosas duchas frías— y con frecuencia aquello se llevaba la mitad del tiempo destinado al descanso de la comida. En consecuencia, las abrumadoras impresiones de Horace sobre la primera semana en la Escuela de Combate eran una combinación de músculos doloridos y hambre persistente.