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Enfadado, comenzó a levantarse, pero el pie de Jerome se mantenía en su nuca y le empujaba la cara contra los duros tablones. Horace abandonó el intento.

—Qué triste —dijo Alda, y los otros dos se rieron—. Ahora, limpia este desastre o te obligaremos a hacer el recorrido otra vez.

Horace permaneció tendido, exhausto, mientras los tres chicos mayores salían fanfarroneando de la estancia, volcando las taquillas al irse, esparciendo las pertenencias de sus compañeros de cuarto por el suelo. Cerró los ojos cuando el sudor salado se le volvió a meter en ellos.

—Odio este sitio —dijo con la voz amortiguada por los tablones irregulares del suelo.

Capítulo 10

—Ya es hora de que conozcas las armas que vas a utilizar —dijo Halt. Habían desayunado un buen rato antes del amanecer y Will siguió a Halt al interior del bosque. Llevaban caminando media hora más o menos y el montaraz le iba mostrando a Will cómo deslizarse de una zona de sombra a otra, con el mayor silencio posible. Will era un buen estudiante en el arte de moverse sin ser visto, como Halt ya había subrayado, pero tenía mucho que aprender antes de alcanzar el nivel de los montaraces. De todos modos, Halt estaba complacido con sus progresos. El muchacho tenía ganas de aprender, en especial cuando la materia implicaba tareas de campo como ésta. La cuestión era ligeramente distinta cuando se trataba de deberes menos emocionantes como la lectura de mapas o el dibujo de diagramas. Will tenía tendencia a saltarse detalles que él creía sin importancia hasta que Halt le indicó, con cierta mordacidad:

—Verás que estas habilidades cobrarían importancia si estuvieras planificando una ruta para una compañía de caballería pesada y olvidaras mencionar que hay un río en el camino.

Se detuvieron en un claro y Halt dejó en el suelo un pequeño fardo que había estado oculto bajo su capa.

Will contempló el fardo, dubitativo. Cuando pensó en armas, se imaginó espadas, hachas de combate y mazas de guerra, las armas que llevaban los caballeros. Era obvio que ese pequeño fardo no contenía ninguna de ellas.

—¿Qué clase de armas? ¿Tenemos espadas? —preguntó Will con los ojos pegados al fardo.

—Las principales armas de un montaraz son el sigilo y el silencio, y su habilidad para evitar que le vean —dijo Halt—. Pero si no lo consigue, quizás tenga que luchar.

—Entonces sí que usamos una espada, ¿no? —dijo esperanzado.

Halt se arrodilló y desenvolvió el fardo.

—No. Entonces usamos un arco —dijo al tiempo que lo dejaba a los pies de Will.

La primera reacción de Will fue de decepción. Un arco era algo que la gente utilizaba para cazar, pensó. Todo el mundo tiene un arco. Es más una herramienta que un arma. De niño ya le tocó hacerse más de uno, flexionando una rama elástica de árbol para darle forma. Luego, como Halt no dijo nada, observó el arco más de cerca. Éste, se percató, no era una rama forzada.

No se parecía a ningún arco que Will hubiera visto antes. La mayor parte de éste seguía una larga curva, como un arco largo normal, pero después las puntas se volvían a curvar en el sentido contrario. Will, como la mayoría de las gentes del reino, estaba acostumbrado a los arcos habituales, que consistían en una pieza larga de madera flexionada en una curvatura continua. Éste era mucho más corto.

—Se llama arco recurvado —dijo Halt, advirtiendo su confusión—. No eres lo suficientemente fuerte aún para manejar un arco largo, así que la doble curvatura le dará a tus flechas más velocidad y fuerza, con una menor carga de tensión. Aprendí de los temujai a hacer uno.

—¿Quiénes son los temujai? —preguntó Will mientras levantaba la vista del extraño arco.

—Feroces guerreros del este —dijo Halt—. Y, probablemente, los mejores arqueros del mundo.

—¿Luchaste contra ellos?

—Contra ellos… y con ellos por un tiempo —dijo Halt—. Deja de hacer tantas preguntas.

Will contempló de nuevo el arco en sus manos. Ahora que se estaba acostumbrando a su inusual forma, podía ver que se trataba de un arma maravillosamente bien elaborada. Habían pegado láminas de madera de diversas formas, con las vetas en diferentes direcciones. Tenían grosores dispares y era eso lo que conseguía la doble curvatura del arco, según las distintas fuerzas presionaban unas contra otras, flexionando las palas del arco hasta un punto cuidadosamente planificado. Puede ser, pensó, que aquello en realidad fuera un arma, al fin y al cabo.

—¿Puedo tirar? —preguntó.

Halt asintió.

—Si tú crees que es una buena idea, adelante —dijo.

Con rapidez, Will escogió una flecha del carcaj que había estado junto al arco, en el fardo, y la situó en la cuerda. Tiró hacia atrás de la flecha con el pulgar y el índice, apuntó al tronco de un árbol a unos veinte metros y disparó.

¡Pías!

La potente cuerda del arco le golpeó en la piel desnuda del interior del brazo, con el picor de un látigo. Will gritó de dolor y dejó caer el arco como si estuviera al rojo vivo.

Ya le estaba saliendo en el brazo un grueso verdugón de color rojo. No tenía ni idea de adonde había ido la flecha. Ni tampoco le importaba.

—¡Qué daño! —dijo mientras miraba al montaraz de modo acusador.

Halt se encogió de hombros.

—Siempre tienes prisa, jovencito —dijo—. Esto te puede enseñar a esperar un poco la próxima vez.

Se agachó ante el fardo y extrajo un largo brazalete de cuero endurecido. Lo deslizó en el brazo de Will para que pudiera protegerlo de la cuerda del arco. Arrepentido, se fijó en que Halt llevaba un brazalete similar. Más arrepentido aún, se dio cuenta de que se había fijado antes, pero en ningún caso se preguntó por la razón para llevarlo.

—Vuelve a probar ahora —dijo Halt.

Will escogió otra flecha y la colocó en la cuerda. Cuando fue a tensarla de nuevo, Halt le retuvo.

—No con el pulgar y el índice —le mostró—. Deja que la flecha se apoye en la cuerda entre los dedos índice y corazón… Así.

Le enseñó a Will cómo el culatín —la muesca en el extremo trasero de la flecha— se enganchaba a la cuerda y mantenía la flecha en su sitio. Después le demostró cómo la cuerda debía apoyarse en la primera falange de los dedos índice, corazón y anular, con el índice por encima del punto de colocación de la flecha y el resto por debajo. Finalmente, le enseñó a permitir que la cuerda se deslizara para soltar la flecha.

—Eso está mejor —dijo, y según Will llevaba la flecha hacia atrás, continuó—: Intenta usar los músculos de la espalda, no sólo tus brazos. Haz como si estuvieras tratando de unir los omóplatos…

Will lo intentó y el arco pareció tensarse con un poco más de facilidad. Se vio capaz de sujetarlo de manera más estable.

Lanzó de nuevo. Esta vez erró por poco el tronco del árbol al que había estado apuntando.

—Necesitas practicar —dijo Halt—. Déjalo por el momento.

Con cuidado, Will depositó el arco en el suelo. Estaba deseando ver qué iba a sacar Halt del fardo ahora.

—Éstos son los puñales de un montaraz —dijo Halt.

Le entregó a Will una vaina doble, como la que él llevaba en el lado izquierdo de su propio cinto.

Will tomó la vaina doble y la examinó. Los puñales estaban colocados uno encima del otro. El de encima era el más corto de los dos. Tenía una empuñadura sólida y gruesa elaborada de discos de cuero dispuestos uno sobre otro. Había una guarda horizontal de latón entre la hoja y el puño y tenía un pomo también de latón a juego.

—Sácalo —dijo Halt—. Hazlo con cuidado.

Will deslizó el puñal corto fuera de la vaina. Tenía una forma poco habitual. Estrecho en el puño, considerablemente afilado, se hacía más grueso y ancho hasta los tres cuartos de su longitud, para formar una hoja amplia con el peso concentrado hacia la punta; luego, una marcada terminación en sentido inverso creaba una punta afilada. Miró a Halt con curiosidad.