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Halt se inclinó sobre la valla.

—¿Por qué no miras a ver? —sugirió—. Eres de pies rápidos. Déjalo suelto y mira si logras capturarlo de nuevo.

Will notó el desafío en la voz del montaraz. Dejó caer la brida. El caballo, como si se diera cuenta de que consistía en algún tipo de prueba, dio unos ligeros saltitos hacia el centro del pequeño recinto. Will pasó agachado bajo los listones de la valla y caminó con suavidad hacia el poni. Le extendió la mano a modo de invitación.

—Vamos, chico —le dijo—. Quédate ahí quieto.

Extendió la mano hasta la brida y el pequeño caballo se giró, alejándose. Respingó hacia un lado, luego hacia el otro, pasó alrededor de Will esquivándolo con cuidado y se fue hacia atrás lejos de su alcance.

Lo intentó de nuevo.

Otra vez, el caballo le esquivó con facilidad. Will empezó a sentirse como un idiota. Avanzó hacia el caballo y éste retrocedió, acercándose más y más a una de las esquinas. Entonces, justo cuando Will creyó que ya lo tenía, dio un ágil salto a un lado y se marchó de nuevo.

Will perdió los nervios y corrió tras él. El caballo, divertido, relinchó y se alejó de su alcance con facilidad. Estaba disfrutando del juego.

Y así continuaron. Will se aproximaba, el caballo le esquivaba, se apartaba y escapaba. No podía atraparlo, ni siquiera en los estrechos límites del pequeño prado.

Se detuvo. Era consciente de que Halt le vigilaba sin perder detalle. Pensó por uno o dos instantes. Debía haber una forma de hacerlo. Nunca atraparía a un caballo tan ligero y de movimientos tan rápidos como éste. Debía haber otra forma…

Su mirada se detuvo en el cubo de manzanas en el exterior de la valla.,Rápidamente, se agachó bajo el listón y se hizo con una manzana. Después, volvió al prado y permaneció inmóvil mientras sujetaba la manzana a la vista.

—Vamos, chico —dijo.

Las orejas de Tirón se dispararon. Le gustaban las manzanas. También pensó que le gustaba el muchacho, jugaba bien a esto. Con unos movimientos de la cabeza en señal de aprobación, trotó hacia delante y tomó la manzana con delicadeza. Will cogió la brida y el caballo ronzó la manzana. Si de algún caballo se pudiera decir que parecía feliz y contento, era de éste.

Will levantó la mirada y vio cómo Halt daba su aprobación con la cabeza.

—Bien pensado —dijo el montaraz.

El Viejo Bob golpeó con el codo en las costillas al hombre de la capa gris.

—¡Chico listo, éste! —rió socarronamente—. ¡Listo y educado! Éste va a hacer un buen equipo con Tirón, ¿que no?

Will acarició el cuello lanudo y las orejas levantadas. Miró entonces al viejo.

—¿Por qué le llamas Tirón! —preguntó.

Al instante, el brazo de Will casi se desencaja de su hombro cuando el caballo sacudió la cabeza hacia atrás. Will se tambaleó, luego recobró el equilibrio. Las enormes risotadas del Viejo Bob resonaron por todo el claro.

—¡A ver si te lo imaginas! —dijo encantado.

Su risa era contagiosa y el propio Will no pudo evitar sonreír. Halt miró arriba, hacia el sol, que desaparecía rápidamente tras los árboles que bordeaban el claro del Viejo Bob y las praderas de más allá.

—Llévalo al cobertizo y Bob te enseñará cómo cepillarlo y cuidar sus arreos —dijo, y después añadió al viejo—: Nos quedaremos contigo esta noche, Bob, si no es un inconveniente.

El viejo cuidador de caballos movió la cabeza, complacido.

—Estaré encantado con la compañía, montaraz. A veces paso tanto tiempo con los caballos que empiezo a pensar que yo mismo soy uno de ellos —inconscientemente, hundió una mano en el tonel de las manzanas y eligió una, ronzándola distraído, igual que había hecho Tirón unos minutos antes. Halt le miraba con una ceja levantada.

—Debemos llegar a tiempo —observó con sequedad—. Mañana, entonces, veremos si Will es capaz de montar a Tirón tan bien como cogerlo —dijo al tiempo que imaginaba que su aprendiz conseguiría dormir muy poco esa noche.

Tenía razón. La diminuta cabaña del Viejo Bob sólo tenía dos habitaciones, así que, tras la cena ligera, Halt se tumbó en el suelo junto a la chimenea y Will se acostó en la cálida y limpia paja del granero, al tiempo que escuchaba los agradables sonidos de los dos caballos al resoplar. La luna ascendió y descendió mientras él, tumbado y bien despierto, se preguntaba y se preocupaba por lo que podría traer el día siguiente. ¿Sería capaz de montar a Tiró? Él nunca había montado a caballo, ¿se caería nada más intentarlo?

¿Se haría daño? Peor aún, ¿se avergonzaría de él mismo? Le gustaba el Viejo Bob y no quería parecer un idiota delante de él. Ni delante de Halt, se percató, con cierta sorpresa. Aún se preguntaba en qué momento la buena opinión de Halt había llegado a significar tanto para él cuando por fin se durmió.

Capítulo 13

—Bueno, tú lo viste. ¿Qué pensaste? —preguntó sir Rodney. Karel se estiró y se sirvió otra jarra de cerveza de la vasija que había en la mesa, entre ambos. Las habitaciones de Rodney eran bastante sencillas, incluso espartanas si se recordaba que era el responsable de la Escuela de Combate. Los maestros de combate de otros feudos aprovechaban su posición para rodearse de todo lujo, pero ése no era el estilo de Rodney. Su cuarto estaba amueblado con sencillez, con una mesa de pino como escritorio y seis sillas de respaldo recto, también de pino, alrededor.

Por supuesto, había una chimenea en la esquina. Rodney podía haber optado por vivir de forma sencilla, pero eso no significaba que le gustaran las incomodidades, y los inviernos en el castillo de Redmont eran fríos. En ese momento se encontraban en el final del verano y las gruesas paredes de piedra de los edificios del castillo mantenían los interiores frescos. Cuando llegara el tiempo frío, esos mismos muros retendrían el calor del fuego. En una de las paredes, una gran ventana en saliente miraba sobre el campo de instrucción de la Escuela de Combate. Enfrente de la ventana, en la pared opuesta, había una entrada, protegida con una cortina gruesa, que conducía al dormitorio de Rodney, una simple cama de soldado y más muebles de madera. Estuvo un poco más adornada cuando su esposa Antoinette aún vivía, pero había muerto unos años atrás y las habitaciones eran ahora de un carácter inequívocamente masculino, sin un solo elemento en ellas que no fuera funcional y con un mínimo absoluto de decoración.

—Lo vi —reconoció Karel—. No estoy seguro de creérmelo, pero lo vi.

—Tú sólo lo viste una vez —dijo Rodney—. Lo estuvo haciendo todo el rato durante la sesión, y estoy seguro de que lo hacía de forma inconsciente.

—¿Tan rápido como el que yo vi? —preguntó Karel.

Rodney asintió con mucho énfasis.

—Si acaso, más rápido. Estuvo añadiendo un golpe de más a las rutinas, pero manteniendo la sincronización con las órdenes —vaciló y finalmente dijo lo que ambos estaban pensando—. El muchacho tiene un talento innato.

Karel inclinó la cabeza pensativo. Sobre la base de lo que había observado, no estaba en disposición de discutir el hecho, y sabía que el maestro de combate había permanecido un rato siguiendo al chico durante la sesión. Pero los innatos eran contadísimos. Eran aquellas personas únicas para quienes la destreza en el manejo de la espada se encontraba en una dimensión diferente por completo. Se convertía para ellos no tanto en destreza como en instinto.

Eran los que se convertían en campeones. Los maestros de la espada. Guerreros experimentados como sir Rodney y sir Karel eran espadas expertos, pero los innatos llevaban la destreza a un plano superior. Era como si, para ellos, la espada en su mano se transformara en una verdadera extensión, no sólo de su cuerpo, sino también de su personalidad. La espada parecía actuar en armonía y comunión instantánea con la mente del espada innato, actuando más rápido incluso que el pensamiento consciente. Poseían una habilidad única en sincronización, equilibrio y ritmo.