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Por ser tales, representaban una gran responsabilidad para quienes se hallaban al cargo de su entrenamiento, ya que esas destrezas y habilidades naturales debían ser nutridas y desarrolladas en un programa de entrenamiento a largo plazo para permitir al caballero, ya de por sí en alto grado competente, desarrollar su verdadero potencial de genio.

—¿Estás seguro? —dijo Karel al fin, y Rodney asintió de nuevo, mientras miraba por la ventana.

En su mente, estaba viendo al muchacho entrenar, veía los parpadeos en los movimientos adicionales a la velocidad del rayo.

—Estoy seguro —dijo sencillamente—. Debemos hacer saber a Wallace que tendrá otro alumno el semestre que viene.

Wallace era el maestro de espada en la Escuela de Combate de Redmont. Él era quien tenía la responsabilidad de añadir el lustre final a las habilidades básicas que enseñaban Karel y los demás. En el caso de un aprendiz sobresaliente —como era, obviamente, Horace—, le impartía clases particulares de técnicas avanzadas. Karel torció el labio inferior, pensativo, mientras meditaba el calendario que había sugerido Rodney.

—¿No hasta entonces? —preguntó. Faltaban tres meses para el siguiente semestre—. ¿Por qué no comenzamos con él ya? Por lo que he visto, ya ha aprendido las cosas básicas.

Pero Rodney negó con la cabeza.

—No hemos evaluado su personalidad aún —dijo—. Parece un chaval bastante agradable, pero nunca se sabe. Si resulta ser un inadaptado de cualquier clase, no quiero darle el tipo de instrucción avanzada que Wallace puede proporcionar.

Una vez lo pensó, Karel estuvo de acuerdo con el maestro. Al fin y al cabo, si resultara que Horace tuviese que ser expulsado de la Escuela de Combate por cualquier otro defecto, sería bastante embarazoso, por no decir peligroso, que se encontrase ya camino de ser un espada muy bien entrenado. Los aprendices expulsados reaccionaban a menudo con resentimiento.

—Y otra cosa —añadió Rodney—. Dejemos esto entre nosotros, y dile a Morton lo mismo. No quiero que el muchacho oiga ni una palabra de esto aún. Podría convertirlo en un gallito y eso resultaría peligroso para él.

—Eso es bastante cierto —reconoció Karel. Se terminó su cerveza de uno o dos tragos rápidos, dejó su jarra en la mesa y se puso en pie—. Bien, me debería ir yendo. Tengo informes que terminar.

—¿Quién no? —dijo el maestro con cierto pesar, y los dos viejos amigos intercambiaron unas compungidas sonrisas—. Nunca me imaginé que llevar una Escuela de Combate implicase tanto papeleo —dijo Rodney, y Karel gruñó en tono de burla.

—A veces pienso que deberíamos olvidarnos del entrenamiento con armas y lanzarle todos estos papeles al enemigo, enterrarlos con ellos.

Le dedicó un saludo informal, apenas tocando con uno de sus dedos en la frente, en conformidad con su graduación. Después se giró y se encaminó a la puerta. Se detuvo cuando Rodney añadió una cuestión más a su conversación.

—Mantén vigilado al muchacho, por supuesto —dijo—. Pero no dejes que se dé cuenta.

—Por supuesto —respondió Karel—. No queremos que empiece a pensar que tiene algo de especial.

En aquel momento, no había ninguna posibilidad de que Horace pudiera pensar que había algo de especial en él, al menos, no en sentido positivo. La sensación que tenía era que había algo en él que atraía los problemas.

Se corrió la voz sobre el extraño suceso del campo de entrenamiento. Sus compañeros de clase, que no entendían lo que había ocurrido, supusieron todos que Horace había molestado de alguna forma al maestro de combate y aguardaban la inevitable represalia. La norma durante el primer semestre era que cuando un miembro de la clase cometía un error, toda la clase pagaba por ello. En consecuencia, el ambiente en su dormitorio había estado tenso, por no decir más. Horace había conseguido por fin salir de la habitación, con la pretensión de dirigirse hacia el río para escapar de la culpa y la condena que podía sentir en los demás. Por desgracia, cuando lo hizo se dio de bruces con Alda, Bryn y Jerome.

Los tres chicos mayores habían oído una versión embrollada del suceso en el patio de prácticas, asumieron que Horace había sido reprendido por su manejo de la espada y decidieron hacerle sufrir por ello.

No obstante, sabían que sus atenciones no contarían necesariamente con la aprobación del personal de la Escuela de Combate. Horace, como recién llegado, no tenía forma de saber que este tipo de acoso sistemático gozaba de la total desaprobación por parte de sir Rodney y los demás instructores. Horace, simplemente, dio por sentado que se suponía que las cosas eran así y, a falta de un conocimiento mayor, lo aceptó, permitiendo que le intimidaran y le insultaran.

Aquél fue el motivo por el cual los tres cadetes de segundo año se llevaron a Horace a la orilla del río, donde de todos modos él se dirigía, lejos de la vista de los instructores. Allí, le hicieron meterse en el río con el agua hasta los muslos y permanecer firme.

—El nene no sabe usar la espada —dijo Alda.

Bryn prosiguió la cantinela.

—El nene ha hecho que el maestro se enfade. El nene no es de la Escuela de Combate. No deberían darles espadas a los nenes para jugar.

—En vez de eso, el nene debería tirar piedras —concluyó Jerome la sarcástica letanía—. Coge una piedra, nene.

Horace vaciló, después miró en derredor. El lecho del río estaba lleno de piedras y se agachó a coger una. Al hacerlo, se mojó la manga y la parte superior de la chaqueta.

—Una pequeña no, nene —dijo Alda dedicándole una sonrisa malvada—. Eres un nene grande, así que necesitas una piedra grande.

—Una piedra muy grande —añadió Bryn mientras le indicaba con las manos que quería que cogiese una roca grande.

Horace miró a su alrededor y vio varios pedazos de roca más grandes en el agua cristalina. Se agachó y recogió uno de ellos. Al hacerlo cometió un error. La que eligió se levantaba con facilidad bajo el agua, pero en cuanto la sacó, soltó un gruñido por su peso.

—Que la veamos, nene —dijo Jerome—. Levántala.

Horace afirmó su posición —la rápida corriente del río hacía difícil mantener el equilibrio y sostener la pesada roca al tiempo— y después la izó hasta la altura del pecho para que sus torturadores pudieran verla.

—Más alto, nene —ordenó Alda—. Por encima de la cabeza.

Con mucho esfuerzo, Horace obedeció. La roca parecía más pesada a cada segundo pero la mantuvo bien alta por encima de la cabeza y los tres muchachos quedaron satisfechos.

—Eso está bien, nene —dijo Jerome, y Horace, con un suspiro de alivio, comenzó a bajar la roca—. ¿Qué haces? —le reclamó Jerome enfadado—. He dicho que eso está bien. Así que ahí es donde quiero que se quede la roca.

Horace empujó y levantó la roca de nuevo sobre su cabeza, con los brazos estirados. Alda, Bryn y Jerome dieron su aprobación.

—Ahora te vas a quedar ahí —le dijo Alda— mientras cuentas hasta quinientos. Después te puedes volver al dormitorio.

—Empieza a contar —le ordenó Bryn sonriendo ante la idea.

—Uno… dos… tres… —Horace contaba y ellos dieron su aprobación.

—Eso está mejor. Ahora, cuenta despacio hasta quinientos y te puedes ir —le dijo Alda.

—No intentes hacer trampas, porque lo sabremos —le amenazó Jerome—. Y volverás aquí a contar hasta mil.

Riéndose entre ellos, los tres estudiantes se fueron hacia sus cuartos. Horace se quedó en medio del río, los brazos temblorosos por el peso de la roca, lágrimas de frustración y humillación llenándole los ojos. Perdió el equilibrio y cayó al agua. Tras eso, su ropa pesada, empapada, le hizo más difícil sostener la piedra sobre la cabeza, pero perseveró en ello. No podía estar seguro de que no se hallaran ocultos en alguna parte, vigilándole, y si lo estaban, le harían pagar por desobedecer sus instrucciones.