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—¡Horace! ¡Aquí estás por fin! —dijo. Comenzó a moverse hacia él, pero la mirada fría de su rostro la detuvo.

—¿Por fin? —dijo él—. ¿Vengo unos minutos tarde y resulta que llego por fin? Y demasiado tarde porque ya os habéis zampado todos los pasteles.

No estaba siendo en absoluto justo con la pobre Jenny. Como la mayoría de los cocineros, una vez preparado un alimento, ella sentía poco interés por comérselo. Su verdadero placer era ver cómo los demás disfrutaban con los resultados de su obra y escuchar sus elogios. En consecuencia, ella no había comido ningún pastel. Se volvió entonces hacia los dos que había cubierto con una servilleta para guardárselos a él.

—No, no —dijo rápidamente—. ¡Todavía quedan! ¡Mira!

Pero la ira acumulada de Horace le impidió hablar o actuar racionalmente.

—Bueno —dijo con una voz cargada de sarcasmo—, quizás debería volver más tarde y daros tiempo para acabaros también ésos.

—¡Horace! —las lágrimas brotaron de los ojos de Jenny.

No tenía ni idea de lo que le pasaba a Horace. Todo lo que ella sabía era que su plan de una reunión agradable con sus viejos compañeros se estaba derrumbando.

George se adelantó entonces, observando a Horace con curiosidad. El chico alto y delgado ladeó la cabeza para estudiar más de cerca al aprendiz de guerrero, como si fue una exposición o una prueba en un juicio.

—No es obligatorio ser tan grosero —dijo en tono razonable.

Pero la razón no era lo que Horace quería oír. Enojado, echó al otro muchacho a un lado de un empujón.

—Apártate de mí —dijo—. Y cuida tu forma de hablarle a un guerrero.

—Tú no eres un guerrero aún —le dijo Will con desdén—. Aún eres sólo un aprendiz como el resto de nosotros.

Jenny hizo un leve gesto con las manos instando a Will a que dejase el tema. Horace, que se encontraba en pleno acto de servirse los pasteles restantes, miró lentamente hacia arriba. Evaluó a Will de arriba abajo durante un segundo o dos.

—¡Oh, jo! —dijo—. ¡Veo que el aprendiz de espía se encuentra hoy entre nosotros! —Miró para ver si los demás se reían con su ingenio. No lo hicieron y aquello sólo sirvió para hacerle más grosero—. Supongo que Halt te está enseñando a ir a hurtadillas, espiando a todo el mundo, ¿no? —Horace dio un paso al frente sin esperar una respuesta y señaló con el dedo la capa moteada de Will sarcásticamente—. ¿Qué es esto? ¿No tenías suficiente tinte para hacerla toda de un color?

—Es una capa de montaraz —dijo Will con calma, conteniendo el enojo que crecía en su interior.

Horace resopló con desdén mientras se metía en la boca la mitad de uno de los pasteles, proyectando migas al hacerlo.

—No seas tan grosero —dijo George.

Horace, con el rostro enrojecido, rodeó al aprendiz de escribano.

—¡Vigila tu lengua, chico! —dijo con brusquedad—. ¡Sabes que le estás hablando a un guerrero!

—Un aprendiz de guerrero —repitió Will con firmeza, haciendo hincapié en la palabra «aprendiz».

Horace se sonrojó aún más y observó a ambos con enfado. Will se puso en tensión al notar que el grandullón estaba a unto de lanzar un ataque. Pero había algo en la mirada de Will y en su posición de guardia que hizo que Horace se lo pensara dos veces. No había visto nunca esa mirada de desafío. En el pasado, si amenazaba a Will, siempre veía temor. Esta confianza recién descubierta le había confundido un poco.

En su lugar, se volvió de nuevo a George y le propinó un fuerte empujón en el pecho.

—¿Te parece esto grosero? —dijo mientras el muchacho alto y delgado se tambaleaba hacia atrás.

George movió los brazos como las aspas de un molino en un intento por evitar la caída. De forma accidental, le dio un golpe de soslayo en un costado a Tirón. El pequeño poni, que pastaba pacíficamente, se encabritó de pronto tirando de las bridas.

—Quieto, Tirón —dijo Will, y Tirón se calmó de inmediato.

Pero entonces Horace se fijó en él por primera vez. Avanzó y miró más de cerca al poni lanudo.

—¿Qué es esto? —preguntó con una incredulidad de mofa—. ¿Se ha traído alguien un perro grande y feo a la fiesta?

Will apretó los puños.

—Es mi caballo —dijo tranquilo.

Podía aguantar los ataques despectivos de Horace hacia él, pero no se iba a quedar ahí viendo cómo insultaba a su caballo.

Horace soltó una carcajada.

—¿Un caballo? —dijo—. ¡Eso no es un caballo! ¡En la Escuela de Combate montamos caballos de verdad! ¡No perros peludos! ¡Creo que además parece necesitar un buen baño! —arrugó la nariz y fingió que olisqueaba a Tirón de cerca.

El poni miró de reojo a Will. Sus ojos parecían decir «¿quién es este zoquete grosero?». Entonces Will, escondiendo la sonrisa perversa que se intentaba dibujar en su rostro, dijo con indiferencia:

—Es un caballo de montaraz. Sólo un montaraz puede montarlo.

Horace se rió de nuevo.

—¡Mi abuela podría montar ese perro peludo!

—Es posible que ella pudiera —dijo Will—, pero apostaría a que tú no.

Antes incluso de que hubiera terminado el desafío, Horace estaba ya desatando las bridas. Tirón miró a Will y el muchacho habría jurado que el caballo le asentía ligeramente.

Horace se subió en un fácil balanceo a la grupa de Tirón. El poni permaneció quieto, inmóvil.

—¡Así de fácil! —alardeó Horace. Entonces clavó los talones en los costados de Tirón—. ¡Vamos, perrito! Vamos a dar una carrera.

Will vio la conocida contracción preparatoria de los músculos de las patas y el cuerpo de Tirón. Acto seguido el poni saltó con las cuatro patas en el aire, se retorció de forma violenta, cayó sobre las patas delanteras y lanzó los cuartos traseros al cielo.

Horace voló como un pájaro durante varios segundos. Golpeó de plano en la tierra sobre su espalda. George y Alyss miraban con placentera incredulidad mientras el bravucón permanecía tendido en el suelo durante un segundo o dos, aturdido y sin aliento. Jenny fue a acercarse para ver si estaba bien. Entonces su boca adoptó un gesto de determinación y se detuvo. Horace lo había pedido a gritos, pensó.

Hubo una posibilidad, sólo una, de que todo el incidente se hubiera acabado ahí. Pero Will no pudo resistir la tentación de decir la última palabra.

—Tal vez sería mejor que le pidieras a tu abuela que te enseñase a montar —dijo muy serio.

George y Alyss consiguieron ocultar sus sonrisas pero, desafortunadamente, fue Jenny quien no logró detener la risita que se le escapó.

En un instante, Horace se puso en pie, el rostro oscuro por la ira. Miró a su alrededor, vio una rama caída del manzano y la agarró, blandiéndola por encima de la cabeza mientras corría hacia Tirón.

—¡Yo os enseñaré a ti y a tu maldito caballo! —gritó furioso, amenazando a Tirón con el palo como un loco.

El poni dio un saltito quitándose de en medio y, antes de que Horace pudiera atacar de nuevo, Will se le tiró encima.

Aterrizó sobre la espalda de Horace y su peso y la fuerza de su salto acabaron con ambos en el suelo. Rodaron envueltos en un forcejeo, tratando de ganar ventaja el uno sobre el otro. Tirón, alarmado al ver a su dueño en peligro, relinchó nervioso y se encabritó.

Una de las sacudidas desordenadas de los brazos de Horace golpeó con sonoridad en la oreja de Will. Consiguió entonces liberar su brazo derecho y le dio un fuerte puñetazo en la nariz a Horace.

La sangre descendía por la cara del muchachote. Will tenía los brazos fuertes y bien musculados después de sus tres meses de entrenamiento con Halt. Pero Horace también asistía a una dura escuela. Dirigió un puñetazo al estómago de Will, que lanzó un grito entrecortado mientras expulsaba el aire de su interior.