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Horace se levantó pero Will, en un movimiento que le había mostrado Halt, dibujó con las piernas un arco amplio, barriéndole los pies a Horace y haciéndole caer de nuevo.

«Siempre ataca primero», le había inculcado Halt a base de repetírselo durante las horas que habían estado practicando el combate sin armas. Entonces, mientras el otro muchacho se golpeaba otra vez contra el suelo, Will se abalanzó sobre él, en un intento de sujetarle los brazos entre sus rodillas.

En ese momento, Will sintió un férreo agarrón de la parte de atrás del cuello y notó que le levantaban en el aire, como a un pez en un anzuelo, retorciéndose y protestando.

—¿Qué está pasando aquí entre vosotros dos, gamberros? —dijo una voz fuerte y enojada en su oído.

Will se giró y se dio cuenta de que le sostenía sir Rodney, el maestro de combate. Y el corpulento guerrero parecía enfadado en extremo. Horace se levantó y se puso firme. Sir Rodney soltó el cuello de Will y el aprendiz de montaraz cayó al suelo como un saco de patatas. Después, se puso también firme.

—¡Dos aprendices —dijo enfadado sir Rodney—, en plena gresca como dos gamberros y estropeando el día de fiesta! ¡Y, para empeorar las cosas, uno de ellos es mi propio aprendiz!

Will y Horace movieron los pies, la cabeza gacha, incapaces de sostener la furiosa mirada del maestro de combate.

—Muy bien, Horace, ¿qué pasa aquí?

Horace movió de nuevo los pies y se puso rojo. No contestó. Sir Rodney miró a Will.

—Muy bien, ¡tú, el chico del montaraz! ¿De qué va te esto?

Will vaciló.

—Sólo una pelea, señor —masculló.

—¡Eso ya lo veo! —gritó el maestro de combate—. ¡No soy un idiota, ¿sabes?! —se detuvo un momento, por si alguno de los dos muchachos tenía algo que añadir. ;

Ambos permanecían en silencio. Sir Rodney suspiró de la exasperación. «¡Chicos! Cuando no te están dando la lata se están peleando, y cuando no se están peleando, están robando o rompiendo algo.»

—Muy bien —dijo finalmente-—. Se terminó la pelead. Estrechaos la mano y se acabó —hizo una pausa y, como ninguno de los muchachos se movió para darse la mano, rugió en su tono del patio de armas—: ¡Hacedlo de una vez!

Impulsados a ello, Will y Horace se estrecharon la marión reticentes. Pero cuando Will miró a Horace a los ojos, vio que la cuestión distaba mucho de haberse acabado.

«Ya terminaremos en otra ocasión», decía la mirada de enfado en los ojos de Horace.

«Cuando tú quieras», respondieron los ojos del aprendiz de montaraz.

Capítulo 17

La primera nevada del invierno se extendía profunda sobre la tierra mientras Will y Halt cabalgaban despacio a casa desde el bosque.

Habían pasado seis semanas desde la confrontación del Día de la Cosecha y la situación con Horace permanecía irresoluta. Los dos muchachos habían tenido muy pocas oportunidades de continuar con su discusión, dado que sus maestros les mantenían ocupados y sus caminos rara vez se cruzaban.

Will había visto en alguna ocasión al aprendiz de guerrero, pero siempre a cierta distancia. Nunca habían hablado o incluso tenido la posibilidad de apercibirse de la presencia del otro. Pero el resentimiento aún estaba ahí, Will lo sabía, y algún día llegaría a su punto más crítico.

De modo extraño, encontró que la perspectiva no le molestaba ni mucho menos como unos meses atrás. No se trataba de que estuviera deseando reanudar la pelea con Horace, sino que ahora era capaz de afrontar la idea con una cierta ecuanimidad. Sentía una profunda satisfacción cuando recordaba aquel buen puñetazo que le había asestado a Horace en la nariz. También se había percatado, con una ligera sensación de sorpresa, que la memoria del incidente se había hecho más agradable por el hecho de que ocurriese en presencia de Jenny y, aquí es donde residía la sorpresa, Alyss. Tan infructífero como el suceso había sido, aún existían muchos aspectos del mismo que ocupaban los pensamientos y la memoria de Will.

Pero no en aquel preciso momento, se percató, cuando el tono enojado de Halt le arrastró de vuelta al presente.

—¿Sería posible que continuáramos con nuestro rastreo, o tienes algo más importante que hacer? —inquirió.

Al instante, Will recorrió los alrededores con la mirada, tratando de ver lo que había indicado Halt. Según cabalgaban a través de la nieve reciente, intentando hacer el menor ruido, Halt había ido señalándole perturbaciones en el níveo manto liso. Se trataba de huellas de animales, y la tarea de Will consistía en identificarlas. Tenía un buen ojo y ganas para ello. Normalmente disfrutaba estas clases de rastreo, pero en aquel momento se le había ido el santo al cielo y no tenía ni idea de adonde se suponía que debía mirar.

—Allí —dijo Halt mientras señalaba hacia la izquierda, en un tono que no dejaba dudas de que no esperaba tener que repetir esas cosas.

Will se incorporó sobre los estribos para ver la nieve revuelta con mayor claridad.

—Conejo —dijo enseguida.

Halt se giró para mirar de refilón.

—¿Conejo? —le preguntó, y Will miró de nuevo, corrigiéndose casi de inmediato.

—Conejos —dijo haciendo hincapié en la ese final.

Halt insistió en la exactitud.

—Eso me parece a mí —masculló—. Al fin y al cabo, si eso de ahí fueran huellas de skandians, te haría falta estar seguro de cuántos son.

—Supongo que sí —dijo Will, sumiso.

—¡Supones que sí! —repitió Halt en tono sarcástico—. Créeme, Will, existe una gran diferencia entre saber que hay un skandian merodeando y saber que hay media docena.

Will asintió a modo de disculpa. Uno de los cambios por los que había atravesado últimamente su relación era el hecho de que Halt casi nunca se refería ya a él como «chico». A esas alturas siempre era «Will». A Will le gustaba aquello. Le hacía sentir que, de algún modo, el montaraz de rostro adusto le había aceptado. De la misma forma, deseaba que Halt sonriese una o dos veces cuando lo decía.

O sólo una.

La voz grave de Halt le sacó de su ensimismamiento.

—Así que… conejos. ¿Eso es todo?

Will miró de nuevo. En la nieve revuelta resultaba difícil de apreciar, pero ahora que Halt se lo había indicado, allí había otro conjunto de huellas.

—¡Un armiño! —dijo triunfal, y Halt asintió de nuevo.

—Un armiño —reconoció—. Pero deberías haber sabido que había algo más, Will. Mira cuan profundas son esas huellas de conejo. Resulta obvio que algo los había asustado. Cuando ves una señal como ésa, es una pista para buscar algo más.

—Ya veo —dijo Will. Pero Halt negó con la cabeza.

—No. Demasiado a menudo no lo ves, porque no mantienes la concentración. Tienes que trabajarlo.

Will no dijo nada. Simplemente aceptó la crítica. Por aquel entonces ya había aprendido que Halt no criticaba sin razón. Y cuando había razones, no le iba a salvar un montón de excusas.

Prosiguieron en silencio. Will inspeccionó atentamente el suelo que les rodeaba, en busca de más huellas, más rastros de animales. Anduvieron otro kilómetro, más o menos, y comenzaron a ver algunos de los puntos de referencia conocidos, que le dijeron que se encontraban cerca de la cabaña, cuando vio algo.

—¡Mira! —dirigió, al tiempo que señalaba una porción de nieve revuelta justo tras el límite del sendero.

Halt se giró para mirar. Las huellas, si es que lo eran, no se parecían en nada a otras que Will hubiera visto. El montaraz dirigió a su caballo hasta acercarse al límite del sendero para observar más de cerca.