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Sintió varias vueltas del cordón por sus hombros para atarlo, luego empezaron los golpes.

Se tambaleó cegado, sin poder defenderse mientras le llovían los golpes de los tres muchachos con los gruesos mimbres que llevaban. Tropezó contra el muro y cayó, incapaz de detener la caída con los brazos inmovilizados a ambos costados. Los golpes continuaron, caían sobre su cabeza desprotegida, los brazos y las piernas, mientras los tres chicos continuaban con su letanía de odio sin sentido.

—Llama ahora al soplón para que te salve, nene.

—Esto es por ponernos a todos en ridículo.

—Aprende a respetar tu Escuela de Combate, nene.

Siguieron y siguieron mientras él se retorcía en el suelo, intentando en vano escapar de los golpes. Era la peor paliza que jamás le habían dado y continuaron hasta que de forma gradual, gracias a Dios, se quedó quieto, semiconsciente. Cada uno le golpeó unas pocas veces más, después Alda le quitó el saco. Horace tomó una gran bocanada temblorosa de aire fresco. Le dolía ferozmente cada parte de su cuerpo. Desde una distancia lejana oyó la voz de Bryn:

—Ahora vamos a darle la misma lección al soplón —los otros se rieron y los oyó alejarse.

Gruñó ligeramente con el deseo de que la inconsciencia le liberase, quería dejarse hundir en sus brazos abiertos y oscuros para que así desapareciese el dolor, al menos por un momento.

Entonces le golpeó toda la trascendencia de las palabras de Bryn. Le iban a aplicar el mismo tratamiento a Will, por la ridícula razón de que su acto al salvar a Horace los había empequeñecido de algún modo a ellos y a la Escuela de Combate. Con un esfuerzo titánico, rechazó el acogedor refugio de la oscuridad y consiguió ponerse en pie, gimiendo de dolor, el pecho oprimido, la cabeza dando vueltas según se apoyó en el muro. Recordó la promesa que le hizo a Wilclass="underline" «Si alguna vez necesitas un amigo, puedes venir a verme».

Era el momento de hacer valer la promesa.

Capítulo 22

Will estaba practicando en el prado abierto detrás de la cabaña de Halt. Había colocado cuatro blancos a diferentes distancias, alternaba los tiros de forma aleatoria entre los cuatro y nunca disparaba dos veces seguidas al mismo. Halt le había preparado el ejercicio antes de marcharse a las oficinas del barón para discutir un despacho real que había llegado.

—Si tiras dos veces al mismo blanco —le había dicho—, empezarás a confiar en el primer tiro para determinar tu dirección y elevación. De esa manera, nunca aprenderás a tirar por instinto. Siempre necesitarás hacer primero un tiro de prueba.

Will sabía que su profesor tenía razón. Pero aquello no hacía que el ejercicio fuera más fácil. Para hacerlo más difícil, Halt había estipulado que no debería dejar pasar más de cinco segundos entre cada tiro.

Con el gesto torcido por la concentración, soltó las últimas cinco flechas de una tanda. Una detrás de otra, en rápida sucesión, cruzaron el prado como rayos, alcanzando los blancos con un ruido sordo. Will, su carcaj vacío por décima vez aquella mañana, se detuvo para supervisar los resultados. Asintió satisfecho. Cada flecha había alcanzado un objetivo, y la mayoría de ellas se concentraba en el anillo interior de la diana. Era una tanda de una calidad excepcionalmente alta, y le demostraba el valor de la práctica constante. No debería saberlo, por supuesto, pero ya había pocos arqueros en el reino, aparte del Cuerpo de Montaraces, capaces de igualarle. Ni siquiera los arqueros del ejército del rey estaban entrenados para conseguir individualmente tal velocidad y precisión. Los habían entrenado para disparar en grupo, soltando una nube de flechas sobre una fuerza de ataque. En consecuencia, su entrenamiento se centraba más en las acciones coordinadas, de forma que todas las flechas se soltaran de forma simultánea.

Acababa justo de dejar el arco, antes de recuperar sus flechas, cuando el sonido de una pisada a su espalda le hizo volverse. Se sorprendió un poco de ver a tres aprendices de la Escuela de Combate mirándole, sus sobrevestas rojas les convertían en alumnos de segundo año. No reconoció a ninguno de ellos, pero asintió en un saludo amable.

—Buenos días —dijo—. ¿Qué os trae por aquí?

No era usual encontrar aprendices de la Escuela de Combate tan lejos del castillo. Se fijó en los gruesos mimbres que llevaban y decidió que debían de haber salido a dar un paseo. El más cercano de ellos, un muchacho rubio, guapo, sonrió y dijo:

—Estamos buscando al aprendiz del montaraz.

Will no pudo evitar devolverle la sonrisa. Al fin y al cabo, la capa de montaraz que vestía le identificaba inequívocamente como un aprendiz de montaraz. Pero quizás el aprendiz de la Escuela de Combate sólo estaba siendo educado.

—Bien, le habéis encontrado —dijo—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—Traemos un mensaje de la Escuela de Combate para ti —respondió el muchacho.

Como todos los alumnos de la Escuela de Combate, era alto y estaba bien musculado, como sus acompañantes. Se acercaron a él y Will retrocedió un paso de forma instintiva. Tuvo la sensación de que se encontraban demasiado cerca. Más cerca de lo necesario para darle un mensaje.

—Es sobre lo que pasó en la caza del jabalí —dijo uno de los otros.

Éste era pelirrojo, tenía la cara repleta de pecas y una nariz que mostraba distintos signos de haberse roto, probablemente en una de las luchas de entrenamiento que siempre estaban practicando los estudiantes de la Escuela de Combate. Will, incómodo, se encogió de hombros. Había algo en el ambiente que no le gustaba. El muchacho rubio aún sonreía, pero ni el pelirrojo ni su tercer compañero, el más alto de los tres, tenían el aspecto de estar pensando que hubiera algo por lo que sonreír.

—Ya sabéis —dijo Will—, la gente dice muchas cosas sin sentido sobre eso. Yo no hice mucho.

—Lo sabemos —dijo bruscamente el pelirrojo, enfadado, y Will de nuevo dio un paso atrás a la vez que todos se acercaban un poco más.

En ese momento, el entrenamiento de Halt estaba haciendo saltar las alarmas en su cabeza. «Nunca dejes que la gente se te acerque demasiado», le había dicho, «si lo intentan, ponte en guardia, sin importar quiénes sean o cuan amistosos creas que son».

—Pero cuando vas por ahí fanfarroneando y contándole a todo el mundo que has salvado a un aprendiz grande y torpe de la Escuela de Combate, nos pones a todos en ridículo —acusó el muchacho alto.

Will le miró con el gesto torcido.

—¡Jamás he dicho eso! —protestó—. Yo…

Y en ese momento, mientras Bryn le distraía, Alda hizo su jugada, en un avance rápido mientras aferraba el saco abierto para lanzarlo sobre la cabeza de Will. Era la misma táctica que habían empleado con Horace con tanto éxito, pero Will estaba ya en guardia y, según el otro muchacho se movió, él sintió el ataque y reaccionó.

De forma inesperada, se lanzó adelante hacia Alda, rodando en una voltereta que le llevó por debajo del saco y después trazó con sus piernas un círculo que barrió las de Alda debajo de él, de modo que mandó al grandullón despatarrado a la hierba. Pero ellos eran tres y le resultaron demasiados enemigos de los que cuidarse. Había evitado a Alda y a Bryn, pero según terminó de rodar y se puso en pie, completando su movimiento, Jerome hizo zumbar su vara y le golpeó en la espalda a la altura de los hombros.

Con un grito de dolor y susto, Will se balanceó hacia delante al tiempo que Bryn movía su vara en círculo y le golpeaba en el costado. Para entonces, Alda ya se había puesto en pie, furioso por la forma en que Will le había evitado, y golpeó a éste en el hombro.

El dolor era insoportable y, con un sollozo de agonía, Will cayó de rodillas.