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Al instante, los tres aprendices de la Escuela de Combate avanzaron y le rodearon, atrapándole entre ellos, las pesadas varas en alto para seguir la paliza.

—¡Ya basta!

La inesperada voz los detuvo. Will, agazapado en el suelo a la espera de que empezase la paliza, con los brazos sobre la cabeza, levantó la vista y vio a Horace, maullado y apaleado, de pie unos metros más allá. Sostenía en su mano derecha una de las espadas de madera de las prácticas de la Escuela de Combate. Tenía un ojo amoratado y un hilo de sangre brotaba de su labio. Pero en sus ojos había una mirada de odio y pura determinación que, por un momento, hizo vacilar a los tres muchachos. Entonces se dieron cuenta de que eran tres y la espada de Horace no era, después de todo, más arma que las varas que ellos llevaban. Se olvidaron de Will por un momento, se abrieron en abanico y fueron a rodear a Horace con sus gruesas varas en ristre para atacar.

—El nene nos ha seguido —dijo Alda.

—El nene quiere otra paliza —añadió Jerome.

—Y el nene la va a recibir —dijo Bryn sonriendo confiado, pero entonces un grito de miedo se desprendió de sus labios al tiempo que una fuerza seca y repentina golpeaba contra la vara, la sacudía de su mano y la mandaba rodando al suelo a varios metros de distancia.

Un grito similar a su derecha le dijo que lo mismo le había pasado a Jerome.

Confuso, Bryn miró en derredor, hacia donde yacían las dos varas, observando con un sentimiento de congoja que una flecha de astil negro atravesaba cada una de ellas.

—Yo creo que de uno en uno es más justo, ¿no os parece? —dijo Halt.

Bryn y Jerome sintieron una oleada de terror cuando levantaron la vista y vieron al montaraz de rostro adusto de pie en las sombras a diez metros de distancia, otra flecha ya engarzada en la cuerda de su enorme arco.

Sólo Alda mostró algún signo de rebeldía.

—Éste es un problema de la Escuela de Combate, montaraz —dijo en un intento por salir bravuconeando de la situación—. Será mejor para ti mantenerte al margen.

Will, incorporándose despacio, contempló la ira oscura que ardía profunda en los ojos de Halt ante las arrogantes palabras. Por un segundo, se sintió mal por Alda, luego sintió el dolor punzante en su espalda y sus hombros y cualquier pensamiento compasivo se borró al momento.

—Así que un problema de la Escuela de Combate, ¿eh, hijito? —dijo Halt con una peligrosa voz grave.

Avanzó, cubriendo la distancia entre Alda y él mientras se deslizaba en unos pocos y engañosos pasos veloces. Antes de que Alda se diera cuenta, Halt se hallaba apenas a un metro de distancia. Quieto, el aprendiz permanecía desafiante. La mirada oscura del rostro de Halt era inquietante, pero, visto de cerca, Alda se percató de que él le sacaba más de una cabeza al montaraz y su confianza creció de nuevo. Todos estos años le había hecho aflorar los nervios el hombre misterioso que ahora estaba frente a él. Nunca se había dado cuenta del personaje enclenque que en realidad era.

Aquél fue el segundo error del día por parte de Alda. Halt era pequeño, pero enclenque era una palabra que no cuadraba con él. Además, Halt había dedicado toda una vida a luchar contra adversarios mucho más peligrosos que un aprendiz de segundo año de la Escuela de Combate.

—A mí me parece que estabais atacando a un aprendiz de montaraz —dijo Halt con calma—. Creo que eso también lo convierte en un problema del Cuerpo de Montaraces, ¿no?

Alda se encogió de hombros, confiando ahora en que él sería más que capaz de manejar cualquier cosa que el montaraz pudiese hacer.

—Lo puedes convertir en tu problema si quieres —dijo adoptando su voz un aire despectivo—. Me da igual de una u otra forma.

Halt asintió varias veces mientras digería aquel discurso. Entonces respondió.

—Bien, entonces creo que lo haré mi problema, pero esto no lo voy a necesitar.

Según lo dijo, devolvió la flecha a su carcaj y lanzó con suavidad el arco a un lado, dándose la vuelta al hacerlo. Inconscientemente, los ojos de Alda siguieron el movimiento y al instante sintió un dolor agudo cuando Halt lanzó una patada hacia atrás con el borde de la bota, alcanzó el pie del aprendiz entre el puente y el tobillo y se lo dobló. A la vez que Alda se inclinaba hacia delante para cogerse el pie lesionado, el montaraz pivotó sobre su talón izquierdo y su codo derecho golpeó ascendente contra la nariz de Alda, irguiéndole de nuevo y logrando que se tambalease hacia atrás, los ojos llenos de dolor. Por un segundo o dos las lágrimas nublaron su visión y percibió un ligero pinchazo bajo la barbilla. Cuando se aclaró la vista, se encontró con que los ojos del montaraz estaban sólo a unos pocos centímetros de los suyos. No había ira en ellos. En cambio, se topó con una mirada de absoluto desprecio y desdén que en cierto modo daba mucho más miedo.

La sensación del pinchazo se acentuó un poco más y, cuando trató de mirar hacia abajo, Alda soltó un jadeo de temor. El cuchillo largo de Halt, afilado y puntiagudo, se encontraba justo bajo su barbilla, presionando ligeramente en la carne blanda de su garganta.

—No vuelvas nunca a hablarme así, chico —dijo el montaraz en una voz tan baja que Alda tuvo que aguzar el oído para escuchar sus palabras—. Y nunca vuelvas a ponerle la mano encima a mi aprendiz. ¿Entendido?

Alda, toda su arrogancia perdida, su corazón latiendo de terror, no pudo decir nada. El cuchillo pinchó un poco más fuerte contra su garganta y sintió un cálido hilo de sangre deslizarse cuello abajo. Los ojos de Halt centellearon de pronto, como el carbón en una hoguera con un soplo repentino.

—¿Entendido? —repitió, y Alda respondió ronco.

—Sí… señor.

Halt retrocedió al tiempo que envainaba de nuevo el cuchillo en un movimiento natural. Alda se dejó caer al suelo, masajeándose el tobillo herido. Estaba seguro de que tenía lesionados los tendones. Ignorándole, Halt se volvió para enfrentarse a los otros dos aprendices de segundo año. Se habían ido aproximando el uno al otro de modo instintivo y le vigilaban temerosos, inseguros de lo que iba a hacer a continuación. Halt señaló a Bryn.

—Tú —dijo, sus palabras cargadas de desprecio—, coge tu vara.

Temeroso, Bryn se desplazó hacia donde su vara yacía en el suelo, la flecha de Halt aún incrustada hacia la mitad de su longitud. Sin quitarle los ojos de encima al montaraz, temiendo algún truco, se puso de rodillas mientras su mano palpaba la hierba hasta que tocó la vara. Entonces se incorporó, inseguro, sujetándola con la mano izquierda.

—Ahora, devuélveme mi flecha —ordenó el montaraz, y el chico alto, de piel morena, se apresuró a retirar la flecha, avanzando lo suficientemente cerca para dársela, tenso en cada músculo mientras aguardaba algún movimiento sorpresivo del montaraz.

Halt, sin embargo, tan sólo tomó la flecha y la devolvió a su carcaj. Bryn retrocedió deprisa fuera de su alcance. Halt soltó una pequeña y despreciativa risa. Luego, se volvió a Horace.

—Entiendo que éstos son los tres que te han causado esas magulladuras, ¿no? —preguntó.

Por un momento, Horace no dijo nada, luego se dio cuenta de que su continuo silencio era ridículo. No había ninguna razón por la que debiera seguir protegiendo a los tres matones. Nunca hubo una razón.

—Sí, señor —dijo con decisión.

Halt asintió a la vez que se frotaba la barbilla.

—Ya me lo imaginaba —dijo—. Bien, he oído rumores de que eres bastante bueno con la espada. ¿Qué te parece una práctica de combate con este héroe que tengo aquí delante de mí?

Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Horace según entendió lo que le estaba sugiriendo el montaraz. Avanzó.

—Creo que me gustaría.

Bryn retrocedió un paso en un intento por alejarse.

—¡Un momento! —gritó—. No esperarás que yo…