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No fue más lejos. Los ojos del montaraz refulgieron otra vez con esa luz peligrosa y dio medio paso adelante al tiempo que bajaba la mano, de nuevo, hasta la empuñadura del cuchillo saxe.

—Tienes una vara. Igual que él. Así que empieza de una vez —le ordenó con una voz grave y peligrosa.

Asumiendo que estaba atrapado, Bryn se giró para enfrentarse a Horace. Ahora que era cuestión de uno contra uno, se sintió mucho menos confiado en cuanto a vérselas con el muchacho más joven. Todo el mundo había oído hablar del manejo natural de la espada, casi asombroso, que tenía Horace.

En la decisión de que el ataque era la mejor defensa, Bryn avanzó y soltó un mandoble descendente a Horace. Éste lo detuvo fácilmente. Paró los siguientes dos golpes de Bryn con igual facilidad. Luego, según bloqueaba el cuarto golpe de Bryn, deslizó su hoja de madera hacia abajo por toda la longitud de la vara del otro muchacho justo antes de que las dos armas se separaran. No había guarda alguna que protegiera la mano de Bryn del movimiento y la espada de prácticas de madera noble le golpeó en los dedos de forma muy dolorosa. Dejó caer el palo pesado con un grito de agonía, mientras daba un salto hacia atrás y estrujaba la mano herida bajo el otro brazo. Horace se quedó quieto, preparado para continuar.

—No he oído que nadie ordenase parar —dijo Halt con gentileza.

—¡Pero… me ha desarmado! —lloriqueó Bryn.

Halt le sonrió.

—Sí que lo ha hecho. Pero estoy seguro de que te permitirá coger tu vara y empezar de nuevo. Vamos.

Bryn miró de Halt a Horace y de vuelta otra vez. No vio pena en ninguno de los dos rostros.

—No quiero —dijo en voz muy baja.

A Horace le resultaba difícil cuadrar este personaje que se arrastraba con el matón despectivo que le había estado amargando la vida durante los últimos meses. Halt pareció evaluar la afirmación de Bryn.

—Su protesta será tenida en cuenta —dijo alegremente—. Ahora prosiga, por favor.

La mano de Bryn palpitaba de dolor. Pero incluso peor que el dolor era el miedo de lo que se avecinaba, la certeza de que Horace le castigaría sin piedad. Se agachó y alcanzó temeroso la vara, sus ojos fijos en Horace. El muchacho más joven esperó con paciencia a que Bryn estuviese listo, entonces amagó de pronto hacia delante.

Bryn dio un grito de miedo y tiró a un lado la vara. Horace meneó la cabeza disgustado.

—¿Quién es el nene ahora? —preguntó.

Bryn no le miró a la cara. Reculó con la mirada gacha.

—Si se va a comportar como un crío —sugirió Halt—, supongo que tendrás que darle una azotaina.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Horace. Brincó hacia delante y agarró a Bryn por el pescuezo, dándole la vuelta. Se puso entonces a atizarle en el trasero con la parte plana de la espada de instrucción, una y otra vez, persiguiéndole alrededor del prado mientras Bryn intentaba zafarse del implacable castigo. Bryn aulló y saltó y sollozó, pero el agarrón de Horace en su cuello era firme y no había escape. Finalmente, cuando Horace sintió que había correspondido a todo el acoso, los insultos y el dolor que había sufrido, le dejó ir.

Bryn se tambaleó y cayó con las manos y las rodillas en tierra, sollozando de miedo y de dolor.

Jerome había visto las evoluciones con horror, sabedor de que llegaba su turno. Comenzó a alejarse poco a poco, con la esperanza de escapar mientras la atención del montaraz se encontraba distraída.

—Da un paso más y te atravieso con una flecha.

Will intentó modular su voz en el tono tranquilo y amenazador que había empleado Halt. Había retirado varias de sus flechas del blanco más cercano y ahora tenía una lista, colocada en la cuerda del arco. Halt miró hacia atrás dando su aprobación.

—Buena idea —dijo—. Apunta a la pantorrilla izquierda. Es una herida muy dolorosa —echó un vistazo hacia donde yacía Bryn, que sollozaba en el suelo a los pies de Horace—. Creo que ya ha tenido bastante —afirmó. Entonces señaló a Jerome—. Tu turno —le dijo con brevedad.

Horace recogió la vara que Bryn había tirado y se acercó a Jerome, ofreciéndosela. Jerome retrocedió.

—¡No! Él… —gritó con los ojos como platos—. ¡No es justo!

—Por supuesto, claro que no es justo —reconoció Halt en un tono razonable—. Ya veo que tú crees que lo justo es tres contra uno. Comienza de una vez.

Will había oído a menudo el dicho de que una rata acorralada llega a presentar batalla. Jerome se lo demostró entonces. Se lanzó al ataque y, para su sorpresa, Horace se fue al suelo ante la lluvia de golpes que le dirigió. La confianza del matón comenzó a aumentar conforme avanzaba. No consiguió percatarse de que Horace estaba bloqueando cada golpe con suma facilidad. Los mejores golpes de Jerome nunca tuvieron las más mínima apariencia de ir a romper la defensa de Horace. Como si el aprendiz de segundo año hubiera estado golpeando un muro de piedra.

Entonces, Horace dejó de retroceder. Se puso rápido en pie bloqueando el último golpe de Jerome con una muñeca de hierro. Permanecieron pecho contra pecho durante unos pocos segundos y luego Horace comenzó a empujar a Jerome hacia atrás. Su mano izquierda agarró la muñeca derecha de Jerome, manteniendo sus armas trabadas. Los pies de éste se deslizaron sobre la hierba blanda según Horace le empujaba hacia atrás, más y más. Acto seguido, pegó un empellón final y mandó a Jerome al suelo.

Éste había visto lo que le había pasado a Bryn. Sabía que rendirse no era una opción. Se puso en pie y se defendió desesperadamente mientras Horace iniciaba su propio ataque.

Jerome se vio obligado a retroceder ante un torbellino de mandobles derechos, de revés, laterales y descendentes. Logró bloquear alguno de los golpes pero la velocidad vertiginosa del ataque de Horace le derrotó. Le llovieron los golpes en las espinillas, los codos y los hombros, casi a voluntad. Horace pareció concentrarse en las partes más huesudas, que le dolerían más. En alguna ocasión utilizó la punta redonda de la espada para darle estocadas a Jerome en las costillas, con la fuerza justa para magullarle sin romperle ningún hueso.

Por fin, Jerome había recibido lo suficiente. Se giró para huir de la arremetida, tiró la vara y cayó al suelo, las manos unidas por encima de la cabeza para protegerse. Su trasero se quedó elevado en el aire de forma incitante y Horace se detuvo y miró interrogador a Halt. El montaraz hizo un pequeño gesto hacia Jerome.

—¿Por qué no? —dijo—. Una oportunidad así no se presenta todos los días.

Pero incluso él se estremeció ante la tremenda patada en el trasero que soltó Horace. Jerome, con la nariz abajo, hundida en la tierra, se deslizó por lo menos un metro de la fuerza que llevaba.

Halt recogió la vara que había dejado caer Jerome. La estudió por un momento, probando su peso y equilibrio.

—La verdad es que, como arma, no vale mucho —dijo—. Tienes que echarle imaginación para saber por qué la escogieron —entonces le tiró la vara a Alda—. Manos a la obra —ordenó.

El muchacho rubio, agazapado aún en la hierba cuidándose el tobillo lesionado, observó la vara con incredulidad. La sangre le corría por la cara desde la nariz destrozada. Nunca volvería a ser tan bien parecido, pensó Will.

—¡Pero… pero… estoy herido! —protestó al tiempo que se levantaba renqueando con torpeza. No podía creer que Halt le obligara a pasar por el castigo que acababa de presenciar.

Halt hizo una pausa, estudiando al muchacho como si aquel hecho no se le hubiera ocurrido a él. Por un momento, un rayo de esperanza brilló en la mente de Alda.

—Sí que lo estás —dijo el montaraz—. Sí que lo estás.

Pareció un poco decepcionado y Alda comenzó a creer que el sentido del juego limpio de Halt le iba a ahorrar el tipo de castigo que se les había dispensado a sus amigos. Entonces el rostro del montaraz se despejó.