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—Espera un momento —dijo—. Horace también lo está. ¿No es así, Will?

Will sonrió.

—Sin duda, Halt —dijo, y la mínima esperanza de Alda se desvaneció sin dejar rastro.

Halt se volvió entonces a Horace y le preguntó con seriedad burlona:

—¿Estás seguro de que no estás muy malherido para continuar, Horace?

Horace sonrió. Fue una sonrisa que nunca alcanzó sus ojos.

—Mmm, creo que me las puedo arreglar —dijo.

—¡Bien, arreglado entonces! —dijo Halt alegremente—. ¿Podemos continuar, por favor?

Y Alda supo que no habría escapatoria tampoco para él. Se irguió frente a Horace y comenzó el duelo final.

Alda era el mejor espada de los tres matones, y al menos le plantó cara a Horace durante algunos minutos, pero conforme se fueron tanteando el uno al otro con golpe y contragolpe, estoque y parada, enseguida se dio cuenta de que Horace le superaba. Su única oportunidad, tuvo la sensación, era intentar algo inesperado.

Se desenganchó, cambió el agarre de la vara, sujetándola con las dos manos como un bastón, y lanzó una serie de golpes de gancho rápidos de izquierda y derecha con ella.

Por un segundo cogió a Horace por sorpresa y éste cayó hacia atrás. Pero se recuperó con una velocidad felina y lanzó un golpe descendente sobre Alda. El aprendiz de segundo año intentó una parada normal de bastón, cogiendo la vara por ambos extremos, para bloquear el golpe de la espada con la parte del medio. En teoría era la táctica correcta. En la práctica, la espada de instrucción de nogal curtido rompió la vara y dejó a Alda sujetando dos cortos palos inútiles. Totalmente desconcertado, los dejó caer y se quedó indefenso ante Horace.

Horace miró al que había sido su torturador durante tanto tiempo y después a la espada en su mano.

—No necesito esto —dijo entre dientes, y dejó caer la espada.

El derechazo que lanzó no hubo de atravesar más de veinte centímetros hasta la mandíbula de Alda. Pero llevaba la carga de su hombro y cuerpo, y de los meses de sufrimiento y soledad a su espalda, la soledad que sólo una víctima de intimidación puede conocer.

Los ojos de Will se abrieron un poco más al tiempo que Alda perdía los pies y volaba hacia atrás, para caer sobre la tierra junto a sus dos amigos. Pensó en las veces que se había peleado con Horace en el pasado. Si hubiera sabido que el otro muchacho era capaz de arrear un puñetazo como aquél, nunca lo habría hecho.

Alda no se movía. Lo más probable era que no se moviese en algún tiempo, pensó Will. Horace retrocedió sacudiendo sus nudillos magullados y soltó un suspiro de satisfacción.

—No tiene ni idea de lo bien que me he sentido —dijo—. Gracias, montaraz.

Halt hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

—Gracias por echar una mano cuando atacaron a Will. Y, por cierto, mis amigos me llaman Halt.

Capítulo 23

En las semanas que siguieron a su encuentro final con los tres matones, Horace notó un cambio definitivo en la vida dentro de la Escuela de Combate. El factor más importante era que Alda, Bryn y Jerome fueron todos expulsados de la escuela —y del castillo y del pueblo vecino—. Durante cierto tiempo sir Rodney tenía la sospecha de que había algún tipo de problema entre las filas de sus estudiantes medianos. Una discreta visita de Halt le alertó sobre dónde residía éste y la investigación resultante pronto sacó a la luz la historia completa del modo en que Horace había sido injustamente tratado. El juicio de sir Rodney fue veloz e inflexible. A los tres estudiantes de segundo año se les dio medio día para liar el petate. Se les proporcionó una pequeña cantidad de dinero y provisiones para una semana y los transportaron hasta los límites del feudo, donde se les dijo, en términos bien claros, que no volvieran.

Una vez se hubieron marchado, la suerte de Horace mejoró de forma considerable. La rutina diaria de la Escuela de Combate era aún tan dura y desafiante como siempre. Pero sin el peso añadido que Alda, Bryn y Jerome habían cargado sobre él, Horace se encontró con que podía sobrellevar con facilidad la instrucción, la disciplina y los estudios. Comenzó rápidamente a alcanzar el potencial que sir Rodney había visto en él. Además, sus compañeros de cuarto, sin el temor de provocar la venganza de los matones, empezaron a ser más cordiales y amistosos.

En resumen, Horace sintió que las cosas, definitivamente, estaban mejorando.

Su único pesar era que no había podido darle a Halt las gracias de manera apropiada por la gran mejora en su vida. Tras los sucesos del prado, habían mandado a Horace a la enfermería durante varios días mientras le cuidaban las magulladuras y contusiones. Cuando llegó el momento de salir, se encontró con que Halt y Will se habían marchado ya hacia la Congregación de los Montaraces.

—¿Queda mucho? —preguntó Will quizás por décima vez esa mañana.

Halt dejó escapar un pequeño suspiro de exasperación. Aparte de eso, no respondió. Llevaban para aquel entonces tres días de camino y a Will le parecía que debían de estar cerca del sitio de la Congregación. En la última hora había notado varias veces un aroma en el aire que no le resultaba familiar. Se lo había mencionado a Halt, que le dijo con brevedad:

—Es la sal. Nos estamos acercando al mar —y no quiso entrar en más explicaciones.

Will miró de reojo a su profesor, con la esperanza de que quizás se dignase a compartir un poco más de información con él, pero la aguda vista del montaraz escrutaba el suelo frente a ellos. De vez en cuando, notó Will, elevaba la mirada hacia los árboles que flanqueaban el camino.

—¿Estás buscando algo? —le preguntó, y Halt se giró en su silla.

—Por fin una pregunta útil —dijo—. Sí, en realidad, sí que lo hago. El jefe de los montaraces tendrá centinelas en los alrededores del sitio de la Congregación. Siempre trato de engañarlos cuando me aproximo.

—¿Por qué? —preguntó Will, y Halt se permitió una pequeña y controlada sonrisa.

—Los mantiene alerta —explicó—. Intentarán deslizarse detrás de nosotros y seguirnos, sólo para poder decir que me han tendido una emboscada. Es un juego estúpido que les gusta.

—¿Por qué es estúpido? —preguntó Will.

Sonaba como el tipo de ejercicios de destreza que Halt y él practicaban con asiduidad. El entrecano montaraz se volvió en la silla y miró a Will sin parpadear.

—Porque nunca lo consiguen —dijo—. Y este año saben que traigo un aprendiz. Querrán ver lo bueno que eres.

—¿Es parte de la prueba? —preguntó Will, y Halt asintió.

—Es su comienzo. ¿Recuerdas lo que te conté anoche?

Will asintió. Durante las dos noches anteriores, junto a la hoguera, la voz baja de Halt le dio a Will consejos e instrucciones sobre cómo comportarse en la Congregación. Anoche le había aconsejado algunas tácticas de uso en caso de una emboscada, justo el tipo de situación que Halt acababa de mencionar ahora.

—¿Cuándo vamos nosotros a…? —comenzó, pero Halt se puso súbitamente alerta.

Levantó un dedo reclamando silencio y Will dejó de hablar al instante. El montaraz tenía la cabeza ligeramente ladeada. Los dos caballos continuaron sin dudar.

—¿Lo oyes? —preguntó Halt.

Will estiró también la cabeza. Pensó que, sólo quizás, podía oír un sonido suave de cascos detrás de ellos. Pero no estaba seguro. El paso de sus propios caballos enmascaraba cualquier sonido proveniente del camino a su espalda. Si había alguien ahí, su caballo se movía llevando el paso de los suyos propios.

—Cambia el paso —susurró Halt—. A la de tres. Uno, dos, tres.

Simultáneamente, ambos dieron un toque con el pie izquierdo en las ijadas de los caballos. Sólo era una de las muchas señas ante las cuales Tirón y Abelard habían sido entrenados para responder.