Will asintió, comprendiendo el razonamiento de su maestro.
Y así continuaron a caballo, el lamento de las Flautas de Piedra aumentando de volumen en sus oídos según se aproximaban al círculo de piedras. Esta vez pasarían mucho más cerca, se percató Will, ya que los kalkara parecían ir directos a aquel sitio. Mientras cabalgaban, su travesía estaba marcada por avisos intermitentes de Will.
—Se ha ido… Sigue sin estar… Vale. Le veo otra vez.
Las hondonadas y las elevaciones del terreno eran prácticamente invisibles bajo la cubierta ondulante de hierba alta.
De hecho, Will nunca estaba seguro de si era Gilan el que pasaba por una zona hundida o eran Halt y él. A menudo era una combinación de ambas cosas.
Hubo un mal momento cuando Gilan y Blaze se hundieron fuera de su vista y no reaparecieron en los pocos segundos de costumbre.
—No puedo verle… —avisó Will—. Sigue sin estar… Sigue sin estar… Sin rastro de él… —comenzó a elevar el tono de su voz según la tensión crecía en su interior—. Sin rastro de ellos… Aún sin rastro…
Halt detuvo a Abelard, su arco preparado de nuevo, sus ojos escrutando el terreno a su izquierda mientras aguardaban la reaparición de Gilan. Soltó un silbido agudo, tres notas ascendentes. Se produjo una pausa, después un silbido de respuesta, las mismas tres notas, esta vez en orden descendente, les llegó con claridad. Will liberó un suspiro de alivio y justo en ese momento reapareció Gilan, en carne y hueso. Los miró e hizo un gesto amplio con ambos brazos levantados en una pregunta obvia: «¿Qué pasa?».
Halt hizo un gesto negativo y se pusieron en marcha.
Según se aproximaban a las Flautas de Piedra, Halt se volvió más y más vigilante. El kalkara que Will y él rastreaban se encaminaba directo al círculo. Detuvo a Abelard y se protegió los ojos del sol para estudiar las lúgubres rocas grises con atención, en busca de algún movimiento o cualquier signo de que los kalkara pudieran estar allí a la espera para tenderles una emboscada.
—Es el único refugio decente en kilómetros a la redonda —dijo—. No demos oportunidad a que esas malditas cosas nos sorprendan si están al acecho. Iremos con un poco de cuidado.
Hizo una seña a Gilan para que se uniera a ellos y le explicó la situación. Se separaron entonces para formar un perímetro ancho alrededor de las Flautas de Piedra, al tiempo que se aproximaban despacio a caballo desde tres direcciones distintas, pendientes de sus monturas ante cualquier signo de reacción. Pero el lugar estaba vacío, si bien, al acercarse, el enervante quejido del viento a través de los agujeros de las piedras estaba muy próximo a ser insoportable. Halt se mordisqueó el labio mientras reflexionaba, a la vez que contemplaba los dos senderos rectos que los kalkara habían dejado a través del mar de hierba.
—Esto nos está llevando demasiado tiempo —dijo por fin—. Mientras podamos ver su rastro en un par de cientos de metros en adelante, nos moveremos más rápido. Iremos más despacio cuando llegues a una elevación o siempre que la pista no sea visible por más de cincuenta metros.
Gilan hizo un gesto de haber entendido y volvió a su posición separada. Espolearon entonces a sus caballos a un medio galope, el fácil trote del caballo de un montaraz que se comía los kilómetros que tenían por delante. Will mantenía su vigilancia sobre Gilan y, siempre que disminuía la pista visible, bien Halt o bien Gilan silbaban y frenaban a un trote de paseo hasta que el terreno se abría de nuevo ante ellos.
Acamparon otra vez cuando cayó la noche. Halt aún se negaba a perseguir a los dos asesinos en la oscuridad, aunque con la luna los senderos eran claramente visibles.
—Demasiado fácil para ellos girarse en la oscuridad —dijo—. Quiero todas las precauciones cuando se nos echen encima.
—¿Crees que lo harán? —preguntó Will, al percibir que Halt había dicho cuando y no si.
El montaraz miró a su joven alumno.
—Supón siempre que un enemigo sabe que estás ahí y que te atacará —dijo—. De esa manera te evitarás sorpresas desagradables —dejó caer una mano sobre el hombro de Will para tranquilizar al muchacho—. Puede que aún sean desagradables, pero por lo menos no serán una sorpresa.
Por la mañana volvieron una vez más a la pista, desplazándose al mismo paso ligero, parando sólo cuando no tenían una vista clara del suelo que iban a pisar. A primera hora de la tarde habían alcanzado el límite de la llanura y se adentraban en el terreno boscoso al norte de las Montañas de la Lluvia y la Noche.
Allí se encontraron con que los dos kalkara se habían unido en compañía, dejaron de mantener la amplia separación que habían guardado en el espacio abierto de la llanura. No obstante, el camino escogido continuaba siendo el mismo: noreste. Los tres montaraces siguieron su curso durante una hora antes de que Halt tirara de las riendas de Abelard hiciera una seña a los demás para que desmontaran. Se reunieron en torno a un mapa del reino que desenrolló sobre la hierba, utilizando flechas como pesos para evitar que volviera a enrollarse.
—A juzgar por sus huellas, hemos recuperado algún tiempo con respecto a ellos —dijo—. Pero están aún por lo menos a medio día por delante de nosotros. Ahora, ésta es la dirección que están siguiendo… —tomó otra flecha y la dispuso sobre el mapa orientándola de forma que apuntase en la dirección que los kalkara habían estado siguiendo durante los dos últimos días con sus noches—. Como podéis ver, si continúan en esta dirección, sólo hay dos sitios de alguna importancia hacia los que se podrían estar dirigiendo —señaló un sitio en el mapa—. Aquí, las ruinas de Corlan. O más al norte, el mismo castillo de Araluen.
Gilan resopló de pronto.
—¿El castillo de Araluen? —dijo—. No estarás pensando que se atreverían a ir a por el rey Duncan, ¿no?
Halt le miró y negó con la cabeza.
—Lo cierto es que no lo sé —le respondió—. No sabemos, ni de lejos, lo suficiente sobre esas bestias, y la mitad de lo que pensamos que sabemos es probablemente mito y leyenda. Pero has de admitir que sería un golpe definitivo, un golpe maestro, y a Morgarath nunca le han disgustado ese tipo de cosas —dejó que los otros digirieran la idea durante unos momentos y después trazó una línea desde su posición actual hacia el noroeste—. Ahora bien, mirad, aquí está el castillo de Redmont. Quizás a un día de distancia a caballo, y después, otro más hasta aquí.
Desde Redmont, trazó una línea al noreste, a las ruinas de Corlan indicadas en el mapa.
—Una persona, cabalgando duro y empleando dos caballos, podría ir a Redmont en menos de un día, y después llevar al barón y a sir Rodney aquí, a las ruinas. Si los kalkara siguen moviéndose al ritmo que lo están haciendo, podríamos ser capaces de interceptarlos aquí. Iríamos muy justos, pero sería posible. Y con dos guerreros como Arald y Rodney a mano, tendremos una oportunidad mucho mayor de detener a esas malditas cosas de una vez por todas.
—Un momento, Halt —interrumpió Gilan—. ¿Has dicho una persona montando dos caballos?
Halt levantó la mirada para encontrarse con la de Gilan. Pudo ver que el joven montaraz ya había adivinado lo que él tenía en mente.
—Así es, Gilan —dijo—, y el más ligero de nosotros viajará más rápido. Quiero que le entregues tu yegua a Will. Si alterna entre Tirón y Blaze, puede conseguirlo a tiempo.
Vio la reticencia en el rostro de Gilan y lo entendió a la perfección. A ningún montaraz le agradaría la idea de entregarle su caballo a nadie —incluso a otro montaraz—. Pero, al mismo tiempo, Gilan entendió la lógica que había tras la sugerencia. Halt esperó a que el hombre más joven rompiera el silencio, mientras Will los miraba a ambos, con los ojos muy abiertos por la alarma que le producía la idea de la responsabilidad con la que le iban a cargar.