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Finalmente, reacio, Gilan rompió el silencio.

—Supongo que tiene sentido —dijo—. ¿Qué quieres que haga entonces?

—Seguir a pie detrás de mí —dijo Halt con dinamismo, enrollando el mapa y devolviéndolo a la alforja—. Si puedes conseguir un caballo en algún sitio, hazlo y alcánzame. Si no, nos encontraremos en Gorlan. Si perdemos a los kalkara allí, Will puede esperarte con Blaze. Yo continuaré siguiendo a los kalkara hasta que me deis alcance.

Gilan expresó su conformidad y, según lo hacía, Halt sintió una ola de cariño por él. Una vez que Gilan vio el sentido de su propuesta, no era de los que planteaban objeciones o problemas. Lo que dijo, con arrepentimiento, fue:

—Creí que habías dicho que mi espada podría ser útil, ¿no?

—Lo hice —respondió Halt—, pero esto me da la oportunidad de presentar un contingente de caballeros completamente armados, con hachas y lanzas. Y tú sabes que ésa es la mejor forma de luchar contra los kalkara.

—Cierto —dijo Gilan, y, tomando entonces las bridas de Blaze, anudó las riendas y las lanzó por encima del cuello de la yegua—. Puedes partir montando a Tirón —le dijo a Will—. Eso le dará a Blaze la oportunidad de descansar. Te seguirá detrás sin una guía en las riendas y Tirón hará lo mismo cuando montes a Blaze. Ata las riendas así sobre el cuello de Tirón para que no vayan oscilando y se enganchen en cualquier cosa —comenzó a volverse hacia Halt, entonces recordó algo—. Ah sí, antes de que lo montes la primera vez acuérdate de decir «ojos marrones».

—Ojos marrones —repitió Will, y Gilan no pudo evitar sonreír.

—A mí no. A la yegua.

Era una vieja broma de montaraces y todos rieron. Luego Halt los trajo de vuelta al tema que tenían entre manos.

—Will, ¿confías en que podrás encontrar el camino de Redmont?

Will asintió. Tocó el bolsillo donde guardaba su propia copia del mapa y miró hacia el sol para orientarse.

—Noroeste —dijo conciso, indicando la dirección que había elegido. Halt asintió satisfecho.

—Llegarás al río Salmón antes del anochecer, eso te dará un buen punto de referencia. Y la calzada principal está sólo un poco al oeste del río. Mantén un galope moderado continuo durante todo el camino. No intentes hacer correr a los caballos, así sólo conseguirás potarlos y a la larga irás más lento. Viaja seguro ahora.

Halt montó en la silla de Abelard y Will montó a Tirón. Gilan señaló a Will y habló al oído de Blaze.

—Síguelo, Blaze, síguelo —la yegua zaina, inteligente como lo eran todos los caballos de los montaraces, sacudió la cabeza como si reconociese la orden.

Antes de que partieran, Will tenía una pregunta más que le había estado preocupando.

—Halt —dijo—, las ruinas de Gorlan… ¿qué son exactamente?

—Es irónico, ¿no crees? —respondió Halt—. Son las ruinas del castillo de Gorlan, el antiguo feudo de Morgarath.

Capítulo 28

La cabalgada hacia el castillo de Redmont pronto se convirtió en una amalgama de fatiga. Los dos caballos mantenían el paso continuo que les habían enseñado. La tentación, por supuesto, era espolear a Tirón al galope rápido, con Blaze siguiendo detrás. Pero Will sabía que tal ritmo sería autodestructivo. Se desplazaba a la mejor velocidad para los animales. Como el Viejo Bob, el preparador de caballos, le había contado, las monturas de los montaraces podían mantener un galope medio durante todo el día sin cansarse.

El jinete era otra historia. Al esfuerzo físico de moverse constantemente al ritmo de cualquiera que fuera el caballo que estaba montando —y los dos tenían zancadas bien distintas, debido a la diferencia de sus tamaños— se sumaba el cansancio mental, igualmente debilitador.

¿Y si Halt se equivocaba? ¿Y si los kalkara habían virado de pronto al oeste y ahora estuvieran en una dirección que interceptase la suya? ¿Y si cometía algún error terrible y no conseguía encontrar Redmont a tiempo?

Este último temor, el temor de la duda en sí mismo, era al que más difícil le resultaba enfrentarse. A pesar del duro entrenamiento al que se había sometido durante los meses anteriores, todavía era poco más que un muchacho. Es más, siempre había podido confiar en el juicio y la experiencia de Halt en el pasado. Ahora se encontraba solo y era consciente de cuánto dependía de su capacidad de llevar a cabo la tarea que se le había asignado.

Los pensamientos, las dudas y los miedos abarrotaron su mente fatigada, rodando unos sobre otros, empujándose por un sitio. El río Salmón vino y se fue entre el continuo ritmo de los cascos de sus caballos. Se detuvo fugazmente a abrevarlos al llegar al puente y después, una vez en la calzada real, consiguió un promedio de velocidad óptimo, con sólo paradas cortas a intervalos regulares para cambiar de montura.

Las sombras del día se alargaron y los árboles que se descolgaban sobre el camino se tornaron oscuros y amenazadores. Cada ruido de los árboles oscurecidos, cada vago movimiento que percibía en las sombras, le mandaba el corazón a la boca con una sacudida.

Aquí, un búho ululó y se encorvó para apretar sus garras alrededor de un ratón desprevenido. Allí, un tejón merodeaba a la caza de su presa como una sombra gris en la maleza del bosque. Con cada movimiento y ruido, la imaginación de Will trabajaba a toda máquina. Empezó a ver grandes figuras negras —muy parecidas a como había imaginado que serían los kalkara— en cada porción de sombra, en cada grupo oscuro de arbustos que se agitaba con la ligera brisa. La razón le decía que no había casi posibilidad alguna de que los kalkara le estuvieran buscando. La imaginación y el temor le replicaban que andaban por algún sitio, y ¿quién le iba a decir que no estaban cerca?

La imaginación y el miedo vencieron.

Y así la noche larga, repleta de miedos, fue pasando, hasta que la luz tenue del amanecer se encontró con una figura agotada, encorvada en la silla de un robusto y fornido caballo que avanzaba a ritmo constante hacia el noroeste.

Dormitando en la silla, se despertó de golpe con un respingo al sentir el primer calor de los rayos del sol sobre él. Detuvo a Tirón con suavidad y el pequeño caballo permaneció quieto, la cabeza baja, los costados palpitantes. Will se dio cuenta de que había estado cabalgando mucho más de lo que debía pues su miedo le había llevado a mantener a Tirón trotando en la oscuridad, cuando debía haberle dejado descansar mucho antes. Desmontó agarrotado, con todas las articulaciones doloridas, e hizo una pausa para acariciar afectuoso el suave hocico del caballo.

—Lo siento, chico —dijo.

Tirón, reaccionando al tacto y la voz que ahora tan bien conocía, agitó la cabeza y meneó su melena lanuda. Si Will se lo hubiera pedido, habría continuado, sin una queja, hasta reventar. Will miró a su alrededor. La luz alegre de las primeras horas de la mañana había dispersado todos los oscuros temores de la noche previa. Ahora, se sentía un poco ridículo al recordar esos momentos de pánico asfixiante. Tieso como había desmontado, aflojó las cinchas de la silla. Le dio a su caballo diez minutos de respiro, hasta que la respiración de Tirón pareció calmarse y sus costados cesaron de palpitar. Entonces, maravillado por la capacidad de recuperación y la resistencia de la raza de los caballos de los montaraces, apretó las cinchas de la silla de Blaze y se montó a horcajadas en la yegua, liberando un suave gemido al hacerlo. Puede que los caballos de los montaraces se recuperen rápidamente. Los aprendices de montaraz tardan un poco más.