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Cabalgaron sin hablar. No había tiempo para la charla ociosa, e incluso si lo hubieran tenido, les habría resultado difícil oírse los unos a los otros por encima del sonido atronador de los cuatro pesados caballos de combate al cabalgar, el soniquete más ligero de los cascos de Tirón y Blaze y el traqueteo constante del equipamiento y las armas que llevaban.

Ambos hombres portaban lanzas largas de guerra —duras pértigas de fresno de más de tres metros de longitud, rematadas con una punta pesada de hierro—. Además, cada uno llevaba un montante atado a la silla —espadones enormes que se manejaban con las dos manos y que hacían que las espadas de uso normal, cotidiano, pareciesen miniaturas— y Rodney tenía un hacha pesada de combate colgada del faldón trasero derecho de su silla. Era en las lanzas, sin embargo, donde ellos tenían depositada su mayor confianza. Mantendrían a los kalkara a cierta distancia y así reducirían las posibilidades de que los caballeros se pudieran quedar paralizados por la mirada aterradora de las dos bestias. Al parecer, la mirada hipnótica sólo era efectiva en las distancias cortas. Si un hombre no podía verles los ojos con claridad, había muy pocas probabilidades de que su visión le inmovilizara.

El sol descendía deprisa a sus espaldas, lanzando sus sombras por delante de ellos, largas y distorsionadas por el ángulo bajo de la luz. Arald miró la posición del sol por encima de su hombro y llamó a Will.

—¿Cuánto tiempo falta para el anochecer, Will?

Will se giró en su silla y frunció el ceño ante la bola de luz en descenso antes de responder.

—Menos de una hora, mi señor.

El barón movió la cabeza dubitativo.

—Vamos entonces muy justos para llegar allí antes de que oscurezca por completo —dijo.

Espoleó a su caballo para aumentar la velocidad un poco. Tirón y Blaze igualaron la aceleración sin esfuerzo. Ninguno de ellos quería ir a la caza de los kalkara en la oscuridad.

La hora de descanso en el castillo había hecho maravillas con Will. Pero ahora parecía que había pasado hacía siglos. Pensó en las instrucciones someras que Arald les había dado cuando montaron para abandonar Redmont. Si encontraban a los kalkara en las ruinas de Corlan, Will se quedaría atrás mientras que el barón y sir Rodney cargaban contra los dos monstruos. No había en aquello ninguna táctica compleja, sólo una carga frontal que podría coger a los dos asesinos por sorpresa.

—Si Halt está allí, estoy seguro de que también echará una mano. Pero a ti te quiero detrás, bien lejos del peligro, Will. Ese arco tuyo no le haría ni un rasguño a un kalkara.

—Sí, señor —había dicho Will.

No tenía intención de acercarse a los kalkara. Estaba más que contento de dejarles el asunto a los dos caballeros, protegidos por sus escudos, yelmos y media armadura de camisón y perneras de cota de malla. Sin embargo, las siguientes palabras de Arald disiparon rápidamente cualquier exceso de confianza que hubiera podido tener en su capacidad para enfrentarse a las bestias.

—Si esas malditas cosas nos vencen, quiero que cabalgues a buscar más ayuda. Karel y los demás estarán en alguna parte por detrás de nosotros. Encuéntralos y ve tras los kalkara con ellos. Localizadlos y matadlos.

Will no había dicho nada ante aquello. El hecho de que Arald siquiera contemplase el fracaso, cuando Rodney y él eran los dos caballeros más importantes en un radio de doscientos kilómetros, decía mucho de su preocupación respecto de los kalkara. Por primera vez, Will se dio cuenta de que en aquella contienda las apuestas estaban claramente en su contra.

El sol temblaba sobre el borde de la tierra, las sombras en su máxima longitud, y a ellos aún les restaban varios kilómetros para llegar. El barón Arald levantó una mano y detuvo la partida. Miró a Rodney y señaló hacia el fardo de antorchas empapadas con brea que cada hombre llevaba detrás de la silla.

—Antorchas, Rodney —dijo brevemente.

El maestro de combate objetó por un momento.

—¿Está seguro, mi señor? Revelarán nuestra posición si los kalkara están vigilando.

Arald se encogió de hombros.

—De todas formas nos oirán llegar. Y entre los árboles nos moveremos demasiado despacio sin la luz. Nos la jugaremos.

Se disponía ya a entrechocar la piedra de sílex contra el acero para prender una chispa que hizo humear su montoncito de yesca y encendió el fuego después. Sostuvo la antorcha en la llama y la gruesa y pegajosa resina de pino con la que había sido impregnada se prendió de pronto y se sumergió en una llama de color amarillo. Rodney se inclinó hacia él con otra antorcha y la encendió con la llama del barón. Después, sosteniendo altas las antorchas y llevando sus lanzas sujetas por correas de cuero a sus muñecas, retomaron el galope, tronando en la oscuridad bajo los árboles según dejaban por fin el ancho camino que habían estado siguiendo desde el mediodía.

Pasaron diez minutos antes de que oyesen el alarido.

Se trataba de un sonido sobrenatural que encogía el estómago y helaba la sangre. De forma involuntaria, el barón y sir Rodney tiraron de sus riendas en cuanto lo oyeron. Sus caballos corcovearon con furia. Provenía justo de delante de ellos, y se elevó y cayó, hasta que el aire de la noche tembló con su horror.

—¡Por todos los santos! —exclamó el barón—. ¿Qué es eso? —su rostro se quedó lívido cuando el sonido infernal se alzó a través de la noche hacia ellos, para ser respondido de inmediato por otro aullido idéntico.

Pero Will ya había oído el terrible ruido antes. Sintió la sangre abandonar su rostro mientras se daba cuenta de que sus temores se estaban mostrando ciertos.

—Son los kalkara —dijo—. Van de caza.

Y sabía que sólo podía haber ahí fuera una persona a quien anduviesen acechando. Se habían vuelto y cazaban a Halt.

—¡Mire, mi señor! —dijo Rodney al tiempo que señalaba al cielo nocturno que oscurecía rápidamente.

Lo vieron a través de un claro en la bóveda arbórea, un súbito destello de luz que se reflejaba en el cielo, prueba de un fuego a una distancia cercana.

—¡Es Halt! —dijo el barón—. Seguro que es él. ¡Y necesita ayuda!

Clavó sus espuelas en las rendidas ijadas del caballo de combate, espoleando a la bestia para avanzar en un pesado galope, en su mano la antorcha lanzaba chispas y llamas tras él mientras sir Rodney y Will galopaban sobre sus huellas.

Fue una sensación inquietante seguir esas antorchas que crepitaban con llamaradas a través de la arboleda, sus lenguas de fuego, alargadas a la espalda de los dos jinetes, proyectaban sombras extrañas y aterradoras entre los árboles mientras que, delante de ellos, el brillo del gran fuego, encendido presumiblemente por Halt, se hacía cada vez mayor y más cercano a cada tranco.

Había un corto espacio abierto de hierba, después el terreno situado más allá era un lecho de piedras y cantos revueltos. Trozos gigantes de mampostería, unidos aún por el mortero, yacían dispersos sobre sus lados y bordes, semihundidos a veces en la tierra blanda cubierta de hierba. Los ruinosos muros del castillo de Gorlan rodeaban las escena en tres de sus lados, sin elevarse nunca a más de cinco metros de altura, destruido y demolido por un reino vengativo después de que Morgarath fuera obligado a huir hacia el sur hasta las Montañas de la Lluvia y la Noche. El caos resultante de rocas y porciones de muro derrumbado era como el patio de juegos de un niño gigante, dispersas en todas direcciones, apiladas con descuido unas sobre otras, sin apenas dejar suelo llano libre.