Súbitamente, la mirada de Halt se apartó de él y fue como si se hubiera apagado un foco. Will advirtió que Martin estaba hablando de nuevo. Se percató de que el secretario tenía la costumbre de repetir las frases, como si le persiguiera su propio eco.
—Vamos a ver, ¿quién es el primero? ¿Quién es el primero?
El barón suspiró de forma audible.
—¿Por qué no empezamos por el primero de la fila? —sugirió en tono razonable, y Martin asintió varias veces.
—Por supuesto, mi señor. Por supuesto. El primero de la fila, un paso al frente y preséntese al barón.
Tras un instante de duda, Horace dio un paso al frente saliendo de la fila y permaneció firme. El barón le examinó unos segundos.
—¿Nombre? —dijo, y Horace respondió atrancándose ligeramente con la forma correcta de dirigirse al barón.
—Horace Altman, señor… mi señor.
—¿Y tienes alguna preferencia, Horace? —preguntó el barón con el aire de alguien que conoce cuál será la respuesta antes de oírla.
—¡Escuela de Combate, señor! —dijo Horace con firmeza.
El barón asintió. No esperaba menos. Miró a Rodney, que estaba analizando al chico pensativamente, evaluando su validez.
—¿Maestro de combate? —dijo el barón. Por lo general se habría dirigido a Rodney por su nombre de pila, no por su título. No obstante, ésta era una ocasión formal. De igual modo, lo habitual era que Rodney se dirigiese al barón como «señor», pero en un día como hoy «mi señor» era la manera apropiada.
El corpulento caballero avanzó, con la cota de malla y las espuelas tintineando levemente según se aproximaba a Horace. Miró al chico de arriba abajo y se situó detrás de él. La cabeza de Horace comenzó a girar con él.
—Quieto —dijo sir Rodney, y el muchacho dejó de moverse, fijando la mirada al frente—. Parece lo suficientemente fuerte, mi señor, y siempre me vienen bien nuevos reclutas —se rascó el mentón—. ¿Montas, Horace Altman?
Una mirada de inseguridad cruzó el rostro de Horace cuando se percató de que podía ser un obstáculo para que le seleccionaran.
—No, señor. Yo…
Estaba a punto de añadir que los pupilos del castillo tenían muy pocas oportunidades de aprender a montar, pero sir Rodney le interrumpió.
—No importa. Eso se puede enseñar —el corpulento caballero miró al barón y asintió—. Muy bien, mi señor. Lo tomo para la Escuela de Combate, sujeto al habitual período de prueba de tres meses.
El barón tomó nota en una hoja de papel que tenía delante y sonrió brevemente al encantado, y muy aliviado, joven ante sí.
—Enhorabuena, Horace. Preséntate en la Escuela de Combate mañana por la mañana. Ocho en punto.
—¡Sí, señor! —replicó Horace con una amplia sonrisa. Se volvió a sir Rodney e hizo una leve reverencia—. ¡Gracias, señor!
—No me lo agradezcas aún —replicó crípticamente el caballero—, no sabes la que te espera.
Capítulo 3
—¿Quién es el siguiente? —llamó Martin mientras Horace volvía a la fila con una gran sonrisa.
Alyss se adelantó con elegancia, fastidiando a Martin, a quien le hubiera gustado designarla como el siguiente candidato.
—Alyss Mainwaring, mi señor —dijo con su tono suave y equilibrado. Acto seguido, antes de que pudieran preguntarle, continuó—: Solicito, por favor, el ingreso en el Servicio Diplomático, mi señor.
Arald sonrió a la muchacha de solemne apariencia. Tenía un aire de confianza en sí misma y desenvoltura que le vendría muy bien en el Servicio. El barón miró a lady Pauline.
—¿Mi señora? —dijo.
Ella asintió varias veces con la cabeza.
—Ya he hablado con Alyss, mi señor. Creo que será una candidata excelente. Aprobada y aceptada.
Alyss inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la dama que iba a ser su mentora. Will pensó en cuánto se parecían: ambas altas y de movimientos elegantes, ambas de actitud seria. Sintió una pequeña oleada de alegría por su más antigua compañera, consciente de lo mucho que había deseado ella esta selección. Alyss regresó a la fila y Martin, para que no se le anticiparan esta vez, ya estaba señalando a George.
—¡Sí! ¡Eres el siguiente! ¡Eres el siguiente! Dirígete al barón.
George se adelantó un paso. Su boca se abrió y se cerró varias veces pero de ella no salió nada. Los otros pupilos miraron sorprendidos. A George, considerado de largo por todos ellos como el abogado oficial de prácticamente todo, le estaba superando el miedo escénico. Al final consiguió decir en voz baja algo que nadie en la estancia pudo oír. El barón Arald se inclinó hacia delante llevándose una mano detrás de la oreja.
—Perdona, no he entendido nada —dijo.
George levantó la mirada hacia el barón y, con un esfuerzo tremendo, habló en un tono apenas audible.
—G-George Carter, señor. Escuela de Escribanos, señor.
Martin, siempre un purista de las normas de conducta, tomó aire para reprenderle por lo truncado de su discurso. Antes de que pudiera hacerlo, y para el evidente alivio de todos, el barón intervino.
—Muy bien, Martin. Déjalo —Martin se mostró un poco ofendido aunque se sosegó. El barón miró a Nigel, su primer escribano y oficial en temas legales, con una ceja levantada a modo de interrogante.
—Aceptable, mi señor —dijo Nigel, y añadió—: He visto alguno de los trabajos de George y lo cierto es que tiene un don para la caligrafía.
El barón pareció dudar.
—Si bien no es el más contundente de los oradores, ¿no, maestro escribano? Eso podría ser un problema si alguna vez tiene que ofrecer consejo legal en el futuro.
Nigel minimizó la objeción.
—Le prometo, mi señor, que con el entrenamiento apropiado ese tipo de cosas no representa ningún problema. Ningún problema en absoluto, mi señor.
El maestro escribano juntó las manos en el interior de las anchas mangas de la túnica que vestía, similar al hábito de un monje, mientras se metía entusiasmado en su terreno.
—Recuerdo a un chico que se unió a nosotros hará unos siete años, bastante parecido al muchacho que tenemos aquí, de hecho. Tenía esa misma costumbre de hablarle al cuello de su camisa, pero enseguida le enseñamos a superarlo. Algunos de nuestros más renuentes oradores han llegado a desarrollar una elocuencia absoluta, mi señor, elocuencia absoluta.
El barón inspiró para hacer un comentario, pero Nigel continuó con su discurso.
—Le puede llegar a sorprender incluso oír que, cuando era un muchacho, yo mismo sufrí el tartamudeo nervioso más terrible. Absolutamente terrible, mi señor. Apenas si podía decir dos palabras seguidas.
—Lo cual veo que ya no es un problema —consiguió terciar con sequedad el barón, y Nigel sonrió aceptándolo.
Le hizo una reverencia.
—Exactamente, mi señor. Pronto ayudaremos al joven George a superar su timidez. Nada como la agitación y el jaleo de la Escuela de Escribanos para eso. Absolutamente.