Toda la escena se encontraba iluminada por las llamas de una hoguera que se retorcían y saltaban a unos cuarenta metros frente a ellos. Y a su lado, una horrible figura permanecía agachada, mientras daba alaridos de odio y furia y se tocaba inútilmente la herida mortal en su pecho que finalmente le había abatido.
Más de dos metros y medio de alto, con un pelo greñudo, enmarañado y apelmazado, de aspecto escamoso, que le cubría todo el cuerpo, el kalkara tenía unos brazos largos y revestidos de púas que le llegaban por debajo de las rodillas. Unas poderosas extremidades inferiores, relativamente cortas, le daban la capacidad de cubrir el terreno a una velocidad engañosa en una serie de saltos y brincos. Todo esto se encontraron los tres jinetes según emergieron de los árboles. Pero en lo que más se fijaron fue en el rostro salvaje y simiesco, con enormes y amarillentos colmillos y unos brillantes ojos enrojecidos repletos de odio y el deseo ciego de matar. Entonces el rostro se giró hacia ellos y la bestia lanzó un alarido desafiante, intentó levantarse y se trastabilló, quedándose de nuevo medio encogido.
—¿Qué le pasa? —preguntó Rodney al tiempo que detenía su caballo.
Will señaló el grupo de flechas que sobresalía de su pecho. Debía de haber ocho de ellas, situadas a unos centímetros unas de las otras.
—¡Mire! —gritó—. ¡Mire las flechas!
Halt, con su asombrosa capacidad para apuntar y tirar en un abrir y cerrar de ojos, debió de soltar una lluvia de flechas, una detrás de otra, para romper el pelaje apelmazado que hace de armadura, cada una abriendo un hueco en las defensas del monstruo hasta que la última flecha penetró profundo en su cuerpo. La sangre negra le corría a borbotones por el torso y de nuevo les aulló con todo su odio.
—¡Rodney! —gritó el barón Arald—. ¡Conmigo! ¡Ahora!
Tras soltar las riendas de su caballo de refresco, lanzó a un lado la antorcha, bajó la lanza hasta su posición de ataque y cargó. Rodney iba medio segundo detrás de él, los dos caballos de combate tronando a través del espacio abierto. El kalkara, un charco de su sangre en el suelo a sus pies, se irguió para encontrarse con ellos, a tiempo de recibir las dos puntas de lanza, una detrás de la otra, en el pecho.
Estaba casi muerto. Aun así, el peso y la fortaleza del monstruo contuvo el veloz avance de los caballos. Se encabritaron sobre sus cuartos traseros cuando ambos caballeros se echaron hacia delante sobre los estribos para dirigir las puntas de lanza a su objetivo. El hierro afilado penetró a través del pelaje enmarañado. Entonces, la fuerza de la carga hizo perder pie al kalkara y lo lanzó hacia atrás, a las llamas del fuego a su espalda.
Por un instante no pasó nada. Después se produjo un fogonazo cegador y una columna de fuego rojo que alcanzó los diez metros de altura en el cielo nocturno. Y así, el kalkara desapareció.
Los dos caballos de combate se encabritaron de terror y Rodney y el barón apenas se las arreglaron para mantenerse en sus sillas. Se retiraron del fuego. Había un horrible hedor a pelo y carne calcinados que inundaba el aire. Will recordó con vaguedad a Halt hablando de la forma de enfrentarse a un kalkara. Según dijo, se rumoreaba que eran particularmente sensibles al fuego. Vaya rumor, pensó, mientras avanzaba, al trote a lomos de Tirón para unirse a los dos caballeros.
Rodney se frotaba los ojos, todavía deslumbrado por el tremendo destello.
—¿Qué demonios ha causado eso? —preguntó.
El barón retiró su lanza del fuego con cautela. La madera estaba chamuscada y la punta, ennegrecida.
—Debe de ser la sustancia cerosa que apelmaza su pelaje y forma ese caparazón duro —respondió con un tono de asombro en la voz—. Debe de ser muy inflamable.
—Bueno, lo que quiera que fuese, lo conseguimos —replicó Rodney con cierto deje de satisfacción.
El barón negó con la cabeza.
—Halt lo ha conseguido —corrigió a su maestro de combate—. Nosotros sólo lo terminamos.
Rodney asintió, aceptando la corrección. El barón observó el fuego, que aún lanzaba un torrente de chispas pero ya regresaba a la normalidad tras la tremenda explosión de la llama roja.
—Ha debido de encender este fuego al sentir que se volvían en círculo sobre él. Iluminó el área, así que tuvo luz para disparar.
—^a lo creo que lo hizo —terció sir Rodney—. Esas flechas debieron de clavarse todas en unos centímetros cuadrados.
Miraron a su alrededor en busca de alguna señal del montaraz. Entonces, al pie de los muros en ruinas del castillo, Will avistó un objeto que le resultaba familiar. Desmontó y corrió a recogerlo, y el corazón se le encogió al levantar el poderoso arco largo, aplastado y partido en dos trozos.
—Debe de haber tirado desde allí —dijo indicando el punto bajo el muro en ruinas donde había encontrado el arco.
Miraron para imaginarse la escena, intentando recrearla. El barón tomó el arma destrozada de manos de Will mientras éste volvía a montar a Tirón.
—Y el segundo kalkara le alcanzó según mataba a su hermano —dijo—. La cuestión es: ¿dónde está Halt? Y ¿dónde está el otro kalkara?
Fue entonces cuando oyeron el aullido otra vez.
Capítulo 30
Dentro del patio en ruinas, repleto de maleza, Halt se agazapó entre los fragmentos de mampostería derrumbados que un día fueron el bastión de Morgarath. Su pierna, entumecida en la zona en que el kalkara le había dado un zarpazo, le estaba empezando a palpitar del dolor y podía sentir cómo la sangre se filtraba a través del grueso vendaje que había puesto a su alrededor.
Sabía que el segundo kalkara le buscaba por alguna zona cercana. De vez en cuando oía el arrastre de sus pies al moverse y en una ocasión incluso el ruido áspero de su respiración al aproximarse a su escondite entre las dos secciones caídas del muro. Era sólo cuestión de tiempo que le encontrara, lo sabía. Y cuando eso ocurriese, estaría acabado.
Se hallaba herido y desarmado. Había perdido su arco, machacado en esa terrible primera carga, cuando lanzó flecha tras flecha al primero de los dos monstruos. Conocía la fuerza de su arco y las cualidades de penetración de las pesadas y afiladas puntas de sus flechas. No podía creer que el monstruo continuase absorbiendo aquella lluvia de flechas y se mantuviese aparentemente impertérrito. En el momento en que se tambaleó, ya era demasiado tarde para que Halt pudiera centrar su atención en su compañero. El segundo kalkara, que estaba casi sobre él, le arrancó el arco de las manos con la enorme pata cubierta de pinchos y apenas si tuvo tiempo de hacer un esfuerzo para conseguir protegerse en el muro derrumbado.
Según aquello se abría camino hacia él, desenvainó su cuchillo saxe y le atacó a la cabeza. Pero la bestia era demasiado rápida para él y el cuchillo rebotó en uno de sus antebrazos acorazados. Al mismo tiempo, se encontró frente a sus ojos rojos hinchados de odio, y tuvo la sensación de que su mente le abandonaba y se le congelaban los músculos del terror según se veía arrastrado hacia la bestia horrible que tenía delante. Le supuso un inmenso esfuerzo apartar los ojos de la mirada de la criatura, se tambaleó, retrocedió y perdió el cuchillo saxe cuando las garras osunas le golpearon y le rasgaron el muslo.
Corrió entonces, desarmado y sangrando, con la confianza puesta en el intrincado laberinto que formaban las ruinas para escapar del monstruo.
Había percibido el cambio en los movimientos de los kalkara hacia el final de la tarde. Su camino constante y anteriormente recto hacia el noreste cambió de pronto cuando las dos bestias se separaron de forma brusca, giraron noventa grados cada uno y se desplazaron en diferentes direcciones hacia el interior del bosque que los rodeaba. Su rastro, tan fácil de seguir hasta aquel momento, mostró también signos de estar ocultándose, de forma que sólo un rastreador tan diestro como un montaraz pudo haber sido capaz de seguirlos. Por primera vez en años, Halt sintió un escalofrío de temor en la barriga al percatarse de que los kalkara iban a su caza.