Las ruinas se hallaban cerca y prefirió hacerles frente allí mejor que en el bosque. Dejó a Abelard a salvo, fuera de peligro, y siguió a pie hacia las ruinas. Sabía que los kalkara vendrían tras él una vez que cayera la noche, así que se preparó lo mejor que pudo: reunió algunas ramas secas para hacer la hoguera. Encontró, incluso, medio tarro de aceite en las ruinas de la cocina. Estaba rancio y despedía un olor fétido, pero aún ardería. Lo vertió sobre la pila de leña y se desplazó a un lugar en el que tendría el muro a su espalda. Se había hecho con unas antorchas que mantuvo ardiendo mientras caía la oscuridad y esperó a que los implacables asesinos vinieran a por él.
Los percibió antes de verlos. Luego distinguió las dos formas desgalichadas, manchas más negras contra la oscuridad de los árboles. Le vieron inmediatamente, por supuesto. La antorcha que parpadeaba encajada en el muro a su espalda se aseguraba de ello. Pero no se fijaron en la pila de leña empapada en aceite, y aquello era con lo que él había contado. Cuando lanzaron sus alaridos de caza, él bajó la antorcha ardiendo hasta la pila y las llamas se elevaron al instante, brillando amarillas en la oscuridad.
Por un momento, las bestias vacilaron. El fuego era su némesis. Pero vieron que el montaraz no estaba cerca de las llamas y continuaron, directos a la lluvia de flechas con la que Halt los recibió.
Si hubieran tenido que cubrir otros cien metros, se las habría podido arreglar para detener a los dos. Aún contaba con una docena de flechas en su carcaj. Sin embargo, el tiempo y la distancia estaban en su contra y apenas si escapó vivo. Se encogió entonces entre dos fragmentos de mampostería que formaban un refugio en forma de «A», escondido en una hendidura poco profunda del suelo, y se ocultó con la capa, como lo había estado haciendo durante años. Su única esperanza ahora era que Will llegase con Arald y Rodney. Si podía esquivar a la criatura hasta que llegase la ayuda, tendría una oportunidad.
Intentó no pensar en la otra posibilidad: que Gilan llegara antes que ellos, solo y armado únicamente con su arco y su espada. Ahora que había visto a los kalkara de cerca, sabía que un hombre solo tenía pocas posibilidades de hacer frente a uno de ellos. Si Gilan llegaba antes que los caballeros, él y Halt morirían allí.
La criatura estaba destrozando el viejo patio como un perro de presa en busca de caza, adoptaba un patrón metódico de búsqueda, hacia delante y hacia atrás, examinaba cada espacio, cada ranura, cada posible escondite. Él sabía que esta vez le encontraría. Su mano rozó la empuñadura del cuchillo pequeño que solía lanzar, la única arma que le quedaba. Era una defensa penosa, casi inútil, pero era todo lo que tenía.
Entonces lo oyó: el inconfundible ruido fuerte de los cascos de los caballos de combate. Miró hacia arriba, vigilando al kalkara a través de un pequeño hueco entre las rocas que le ocultaban. La bestia también los había oído. Estaba erguida, con la cabeza girada hacia el sonido en el exterior de los muros derrumbados.
Los caballos se detuvieron y escuchó el estridente aullido del kalkara herido de muerte en el exterior que amenazaba a aquellos nuevos enemigos. El sonido de los cascos se elevó de nuevo, ganando velocidad e ímpetu. Se produjo entonces un aullido y un gigantesco destello rojo que se elevó al cielo en un instante. Vagamente, Halt razonó que el primer kalkara debía de haber caído al fuego. Comenzó a arrastrarse despacio hacia atrás para salir de su escondite. Tal vez pudiera flanquear al otro kalkara, desplazándose hacia un lado y escalando el muro antes de que se diese cuenta. Las posibilidades parecían buenas. Su atención se centraba ahora en lo que fuera que estuviera pasando en el exterior. Pero tan pronto como se le ocurrió la idea, advirtió que no tenía alternativa. Ya que, en apariencia, el kalkara se había olvidado de él por un momento y se movía con sigilo hacia la mampostería derrumbada que formaba una escalera irregular hasta lo alto del muro.
En unos pocos minutos más, estaría en disposición de abalanzarse sobre sus amigos al otro lado, cogiéndolos por sorpresa. Debía detenerlo.
Halt había salido de su escondite, el cuchillo pequeño se deslizó fuera de la funda casi como por voluntad propia, mientras corría a través del patio, agachándose y ondulando por entre los escombros dispersos. El kalkara le oyó antes de que hubiera dado media docena de pasos y se volvió hacia él, aterrador en su silencio mientras corría como un simio para cortarle el paso antes de que pudiera advertir a sus amigos.
Halt se detuvo en seco, inmóvil, con los ojos fijos en la desgalichada figura que venía hacia él.
En otros pocos metros, su mirada hipnótica se haría con el control de su mente. Sintió crecer más fuerte el impulso irresistible de mirar a aquellos ojos rojos. Cerró entonces los suyos, arrugó las cejas en fiera concentración y levantó el cuchillo de atrás hacia delante en un lanzamiento fluido, instintivo, de memoria, con la visión en su mente del blanco en movimiento, alineando el avance y el giro del cuchillo hasta el punto en el espacio en el cual se encontrarían el puñal y el blanco simultáneamente.
Sólo un montaraz pudo haber realizado ese lanzamiento, y sólo uno de entre un puñado de ellos. Alcanzó al kalkara en el ojo derecho y la bestia aulló de dolor y de furia a la vez que se detenía para echarse las manos a la súbita y agónica lanzada que penetró en el ojo y se abrió camino hasta los receptores del dolor en su cerebro. Halt pasó entonces a su lado corriendo hacia el muro, trepando por las rocas.
Will le vio como una silueta oscura cuando subió a lo más alto del muro en ruinas. Oscuro o no, había algo inconfundible en él.
—¡Halt! —gritó al tiempo que señalaba para que también los dos caballeros le vieran.
Los tres observaron cómo el montaraz se detenía, se giraba y vacilaba. Entonces una enorme forma comenzó a aparecer unos pocos metros a su espalda, mientras el kalkara, cuya herida era dolorosa pero estaba lejos de ser mortal, iba tras él.
El barón Arald fue a montar de nuevo. Después, al percatarse de que ningún caballo podría pasar entre los montones de rocas y mampostería junto al muro, extrajo su enorme montante de la vaina de la montura y corrió hacia las ruinas.
—¡Atrás, Will! —gritó mientras avanzaba, y Will, nervioso, guió a Tirón de vuelta al borde de la arboleda.
Sobre el muro, Halt escuchó el grito y vio a Arald avanzar en carrera. Sir Rodney le seguía de cerca, con un hacha de combate enorme que hacía zumbar en círculos sobre la cabeza.
—¡Salta, Halt! ¡Salta! —gritó el barón, y Halt no necesitó que se lo dijeran dos veces.
Saltó los tres metros desde el muro y rodó para detener la caída al aterrizar. Acto seguido se puso en pie y corrió con torpeza hacia los dos caballeros mientras la herida en la pierna se le abría de nuevo.
Will observó, con el corazón en la boca, cómo Halt corría sin mirar atrás. El kalkara vaciló un momento y después, en un espeluznante aullido amenazador, saltó tras él. Pero, mientras que Halt había rodado para volver a ponerse en pie, el kalkara, sin más, transformó la caída de tres metros en un salto tremendo con sus patas traseras increíblemente poderosas, hacia arriba y hacia delante, recorriendo el espacio entre él y Halt en ese único movimiento. Balanceando su enorme brazo, alcanzó de refilón a Halt y le tiró rodando, inconsciente. Pero la bestia no tuvo tiempo de acabar con él, ya que el barón Arald avanzó a su encuentro, con el espadón resonando en un arco mortífero hacia el cuello.