El kalkara era siniestramente rápido y esquivó el golpe asesino, luego golpeó con las garras en la espalda al descubierto del barón antes de que hubiera recuperado su posición tras el ataque. Rajó la cota de malla como si fuera de lana y Arald gruñó de dolor y de sorpresa cuando la fuerza del golpe le postró de rodillas y se le cayó el montante de las manos, la sangre manando de media docena de profundos cortes en su espalda.
Habría muerto allí y en aquel momento si no hubiera sido por sir Rodney. El maestro de combate hizo girar la pesada hacha de guerra como si fuera de juguete y la estrelló contra el costado del kalkara.
La armadura de pelaje apelmazado por la cera protegió a la bestia, pero la pura fuerza del golpe le hizo dar un traspiés que le obligó a retroceder con un aullido de furia y frustración. Sir Rodney avanzó, se situó a modo de protección entre el kalkara y las figuras de Halt y el barón, tendidas boca abajo, y afianzando los pies, llevó el hacha hacia atrás para asestar otro golpe aplastante.
Y entonces, de forma extraña, dejó caer el arma de sus manos y se quedó ante el monstruo, totalmente a su merced cuando el poder de la mirada del kalkara, canalizada ahora a través de su ojo sano, le privó de su voluntad y su capacidad de pensar.
El kalkara aulló su victoria al cielo nocturno. La sangre negra corría por su rostro. Nunca en su vida había sentido tanto dolor como le habían infligido aquellos tres hombres insignificantes. Y ahora debían morir por atreverse a hacerle frente. Pero la inteligencia primitiva que le guiaba quería su momento triunfal y aulló una y otra vez sobre los tres hombres indefensos.
Will observaba horrorizado. Un pensamiento iba tomando forma, una idea estaba dando vueltas en algún lugar recóndito de su mente. Miró a un lado, vio la parpadeante antorcha que el barón había dejado. Fuego. La única arma capaz de derrotar al kalkara. Pero estaba a cuarenta metros de distancia…
Sacó a toda prisa una flecha de su carcaj, se deslizó de la silla y corrió ligero hacia la antorcha. Una buena cantidad de resina pegajosa, derretida, corría por el mango de la antorcha, y Will pasó rápidamente la punta de la flecha por la sustancia blanda y viscosa, haciéndola girar para formar una buena bola en la flecha. Después la puso en el fuego hasta que prendió.
A cuarenta metros de distancia, la enorme criatura malvada estaba dando satisfacción a su sed de triunfo, lanzando y retumbando sus aullidos en la noche mientras permanecía sobre los dos cuerpos: Halt, inconsciente; el barón, aturdido por el dolor. Sir Rodney estaba aún en pie, congelado en el sitio, con las manos indefensas que pendían a ambos costados, aguardando su muerte. Entonces el kalkara levantó una de sus patas pinchudas para golpearle y todo lo que el caballero pudo sentir fue el terror paralizante de su mirada.
Will llevó la flecha hacia atrás, hasta el límite, e hizo un gesto de dolor cuando las llamas le quemaron la mano que sujetaba el arco. Apuntó un poco más alto para compensar el peso añadido de la resina y soltó.
La flecha se elevó dibujando un arco de chispas. El viento en su travesía redujo las llamas a un mero rescoldo. El kalkara vio venir el destello de luz y se giró para mirar, sellando su propio destino según la flecha se le incrustó en medio del enorme pecho.
La flecha apenas había penetrado en el duro pelaje seudoescamoso. Pero en cuanto ésta se detuvo, la pequeña llama ardió de nuevo, la sustancia del pelaje de alrededor se prendió y la llama comenzó a propagarse con una velocidad increíble.
Los aullidos del kalkara ahora se llenaron de terror al sentir el fuego, la única cosa que temía en la vida.
El monstruo golpeó las llamas en su pecho con las zarpas, pero aquello sólo sirvió para extender el fuego a los brazos. Se produjo entonces una ráfaga súbita de fuego rojo y el kalkara quedó envuelto en segundos, ardiendo de la cabeza a los pies, mientras corría cegado en círculos en un vano intento de escapar. Los aullidos eran constantes, desgarradores, y a la vez subían más y más alto, en una espiral de agonía que la mente apenas podía comprender, según la fiereza de las llamas crecía a cada segundo.
Y entonces el aullido cesó y la criatura estaba muerta.
Capítulo 31
La posada de la villa de Wensley se llenaba de música y risas y ruido. Will se sentó en una mesa con Horace, Alyss y Jenny, mientras que el posadero les servía una suculenta cena de ganso asado y verduras frescas, seguida de un pastel de arándano cuyo hojaldre se ganó la aprobación incluso de Jenny.
Había sido idea de Horace celebrar la vuelta de Will al castillo de Redmont con un banquete. Las dos muchachas aceptaron de inmediato, deseosas de un descanso en sus vidas cotidianas, que ahora parecían más bien aburridas en comparación con los sucesos en que Will había tomado parte.
Naturalmente, la noticia de la batalla con el kalkara había dado la vuelta a la villa como un fuego arrasador —«un símil apropiado», pensó Will sobre la marcha—. Cuando entró en la posada esa tarde con sus amigos, se hizo un silencio de expectación en la sala y todas las miradas se volvieron hacia él. Agradeció mucho la profunda capucha de su capa, que ocultó cómo sus facciones enrojecían a toda velocidad. Sus tres compañeros notaron su vergüenza. Jenny, como siempre, fue la más rápida en reaccionar y en romper el silencio que llenaba la posada.
—¡Vamos, vosotros, tíos serios! —gritó a los músicos junto a la chimenea—. ¡Un poco de música ahora mismo! ¡Y pueden charlar, si les parece! —añadió la segunda sugerencia con una significativa mirada hacia el resto de los ocupantes de la sala.
Los músicos le siguieron el aire. Era difícil negarse a una persona como Jenny. Rápidamente empezaron a tocar una popular tonada local y el sonido llenó la habitación. Los demás aldeanos se fueron dando cuenta de que su atención hacía que Will se sintiera incómodo. Recobraron sus modales y comenzaron a hablar de nuevo entre ellos, sólo con alguna mirada ocasional hacia él, maravillados por que alguien tan joven en apariencia pudiera haber tomado parte en sucesos tan trascendentales.
Los cuatro antiguos compañeros ocuparon sus asientos a la mesa en el fondo de la estancia, donde podrían hablar sin interrupciones.
—George envía sus disculpas —dijo Alyss mientras se sentaban—. Está enterrado en papeleos, toda la Escuela de Escribanos trabaja día y noche.
Will asintió comprensivo. La inminente guerra con Morgarath y la necesidad de movilizar las tropas y recurrir a las viejas alianzas debía de haber generado una montaña de papeles.
Habían pasado muchas cosas en los diez días siguientes a la batalla con los kalkara.
Rodney y Will acamparon junto a las ruinas, atendieron las heridas de Halt y el barón y dejaron a los dos hombres en un apacible sueño. Poco después del amanecer, Abelard entró al trote en el campamento buscando inquieto a su amo. Will acababa justo de conseguir calmar al caballo cuando llegó un Gilan con las piernas cargadas de cansancio, montado en un caballo de tiro, bajo de lomo. El alto montaraz agradeció mucho el recuperar a Blaze. Acto seguido, después de quedarse tranquilo al saber que su antiguo maestro no estaba en peligro, partió casi de inmediato hacia su feudo tras recibir la promesa de Will de devolver el caballo de tiro a su dueño.
Más tarde aquel día, Will, Halt, Rodney y Arald volvieron al castillo de Redmont, donde todo el mundo se encontraba sumergido en la incesante actividad de la preparación de los guerreros para la guerra. Había mil y un detalles de que ocuparse, mensajes que enviar y llamamientos que realizar. Con Halt aún recuperándose de su herida, gran parte de su trabajo había recaído sobre Will.