Tal y como Halt le había instruido, se postró sobre una rodilla e inclinó la cabeza hacia delante.
El barón se incorporó y levantó la mano pidiendo silenció y los aplausos se apagaron en su eco.
—Levántate, Will —dijo en voz baja, y le ofreció una mano para ayudarle a ponerse en pie.
Aturdido, Will obedeció. El barón le puso una mano en el hombro y le hizo volverse para quedar frente a la gran multitud ante ellos. Su voz profunda llegaba sin esfuerzo hasta el rincón más alejado de la estancia cuando habló.
—Este es Will. Aprendiz de Halt, el montaraz de este feudo. Vedle y conocedle, todos vosotros. Ha demostrado su coraje, iniciativa y fidelidad a este feudo y al reino de Araluen.
Se produjo un murmullo de reconocimiento entre los espectadores. Entonces el aplauso comenzó de nuevo, esta vez acompañado de un vitoreo. Will se fijó en que el vitoreo había comenzado en la sección de la muchedumbre en que se encontraban los guerreros aprendices de la Escuela de Combate. Pudo distinguir el sonriente rostro de Horace dirigiendo el coro.
El barón levantó una mano reclamando silencio e hizo una mueca cuando el movimiento le causó dolor en las costillas rotas y en los profundos cortes suturados y cuidadosamente vendados. El aplauso y el vitoreo se acallaron despacio.
—Will… —dijo con una voz que retumbó hasta las esquinas más apartadas de la gigantesca habitación—, te debo mi vida. No puede haber agradecimiento adecuado para tal cosa. Sin embargo, está en mi mano concederte un deseo qué una vez me formulaste…
Will levantó la mirada hacia él, arqueando las cejas.
—¿Un deseo, señor? —dijo, algo más que confuso por las palabras del barón.
El barón asintió.
—Cometí un error, Will. Me preguntaste si podrías recibir el entrenamiento de un guerrero. Era tu deseo convertirte en uno de mis caballeros y yo te rechacé. Ahora, puedo rectificar ese error. Sería para mí un honor tener a alguien tan valiente e ingenioso como uno de mis caballeros. Una palabra tuya y tendrás mi permiso para trasladarte a la Escuela de Combate como uno de los aprendices de sir Rodney.
El corazón de Will latía con fuerza en sus costillas. Pensó en cuánto había deseado, toda su vida, ser un caballero. Recordó lo profunda y amargamente decepcionado que se quedó el día de la Elección, cuando sir Rodney y el barón rechazaron su solicitud.
Sir Rodney dio un paso adelante y el barón le hizo un gesto para que hablase.
—Mi señor —dijo el maestro de combate—, fui yo quien rechazó a este muchacho como aprendiz, como sabe. Ahora quiero que todo el mundo aquí sepa que me equivoqué al hacerlo. ¡Mis caballeros, mis aprendices y yo coincidimos todos en que no podría haber un miembro más digno que Will en la Escuela de Combate!
Se produjo un gran rugido de aprobación entre los caballeros reunidos y los guerreros aprendices. Desenvainaron las espadas y las juntaron chocando sobre sus cabezas, gritando el nombre de Will. De nuevo, Horace fue uno de los primeros en hacerlo, y el último en parar.
El tumulto se apagó gradualmente y los caballeros envainaron sus espadas. A una señal del barón Arald, dos pajes avanzaron, portando con ellos una espada y un escudo bellamente esmaltado y que depositaron a los pies de Will. El escudo estaba pintado con la representación de la cabeza de un fiero jabalí.
—Éste será tu escudo de armas cuando te gradúes, Will —dijo el barón con amabilidad—, para recordar al mundo la primera vez que conocimos tu coraje y tu lealtad con un camarada.
El muchacho se apoyó en una rodilla y tocó la suave superficie esmaltada del escudo. Extrajo despacio la espada de su vaina, respetuoso. Era una bella arma, una obra maestra del arte del forjado de espadas.
La hoja estaba afilada y tenía un ligero color azulado. La empuñadura y la guarda estaban engastadas en oro y el símbolo de la cabeza del jabalí se repetía en el pomo. La espada misma aparentaba tener vida propia. Con un equilibrio perfecto, al sostenerla parecía ligera como una pluma. Miró la bella espada, pieza de joyero, y luego el sencillo mango de cuero de su cuchillo de montaraz.
—Son las armas de un caballero, Will —le instó el barón—. Pero tú has demostrado con creces que eres digno de ellas. Dilo y serán tuyas.
Will devolvió la espada a su vaina y se incorporó lentamente. Allí estaba todo cuanto siempre había deseado. Y aun así…
Pensó en los largos días en el bosque con Halt. La feroz satisfacción que sintió cuando una de sus flechas alcanzó el blanco, justo donde él había apuntado, justo como él lo había visualizado en su mente antes de soltarla. Pensó en las horas empleadas aprendiendo a seguir el rastro de animales y hombres. Aprendiendo el arte de ocultarse. Pensó en Tirón, en el coraje y la devoción del poni.
Y pensó en el puro placer que sintió cuando escuchó el simple «bien hecho» de Halt al completar una tarea a su satisfacción. Y de pronto, lo supo. Levantó los ojos hacia el barón y dijo con voz firme:
—Soy un montaraz, señor.
Se produjo un murmullo de sorpresa entre la muchedumbre.
El barón se acercó y le dijo en voz baja:
—¿Estás seguro, Will? No rechaces esto sólo porque creas que Halt se pudiera ofender o estar decepcionado. Él insistió en que es algo que debes decidir tú. Está de acuerdo ya en acatar tu decisión.
Will negó con la cabeza. Estaba más seguro que nunca.
—Le agradezco el honor, mi señor —miró al maestro de combate y vio, para su sorpresa, que sir Rodney estaba sonriendo y haciendo gestos de aprobación con la cabeza—. Y le agradezco al maestro de combate y a sus caballeros su generosa oferta. Pero soy un montaraz —vaciló—. No se ofenda por esto, mi señor.
Una sonrisa enorme arrugó las facciones del barón y estrechó la mano de Will en un tremendo apretón.
—No lo hago, Will. ¡De ninguna manera! ¡Tu lealtad a tu oficio y a tu maestro te honran a ti y a todos los que te conocemos! —dio a la mano de Will una última y firme sacudida y la liberó.
Will hizo una reverencia y se dio la vuelta para alejarse por el largo pasillo otra vez. De nuevo comenzó la aclamación y esta vez mantuvo la cabeza alta mientras los vítores le rodeaban y resonaban hasta las vigas del techo del Gran Salón. Entonces, cuando se acercó otra vez a las enormes puertas, vio algo que le detuvo en el sitio, aturdido por la sorpresa.
Pues, en pie y un poco aparte de la multitud, envuelto en su capa jaspeada de gris y verde y con los ojos ocultos por la capucha, estaba Halt.
Y estaba sonriendo.
Epílogo
Más adelante aquella tarde, después de que todo el ruido y las celebraciones se hubieran apagado, Will se sentó a solas en la minúscula veranda de la pequeña cabaña de Halt. En la mano sostenía un pequeño amuleto de bronce, con la forma de una hoja de roble y una cadena de acero enganchada con un anillo en la parte superior.
—Es nuestro símbolo —le había explicado su maestro cuando se lo dio tras los eventos del castillo—. El equivalente a un escudo de armas de un montaraz.
Luego se había puesto a rebuscar entre su propia ropa y había sacado una hoja de roble con idéntica forma, en una cadena alrededor de su cuello. La forma era idéntica pero el color era diferente. La hoja de roble que Halt llevaba era de plata.
—El bronce es el color de los aprendices —le había contado Halt—. Cuando termines tu entrenamiento, recibirás una hoja de roble de plata como ésta. Todos la llevamos en el Cuerpo de Montaraces, ya sea de plata o de bronce —había desviado su mirada del muchacho por unos minutos, luego había añadido, su voz un poco ronca—: En rigor, no deberías recibirla hasta haber pasado tu primera evaluación. Pero dudo que nadie vaya a discutirlo, tal y como han resultado las cosas.