Tenía que saber qué había en el papel. Y tenía que saberlo esa noche.
Regresó cuando empezaba a oscurecer, evitando tanto a los aldeanos como a la gente del castillo, y se ocultó otra vez en las ramas de la higuera. Antes, se había deslizado en las cocinas sin que le vieran y se había hecho con pan, queso y manzanas. Las había mordisqueado de forma malhumorada, sin apenas saborearlas, según pasaba la tarde y el castillo comenzaba a acomodarse para la noche.
Observó los movimientos de los guardias, mientras se hacía una idea de lo que tardaban al hacer sus rondas habituales. Además de la vigilancia de la tropa, había un sargento de guardia en el camino a la puerta de la torre que conducía a los aposentos del barón Arald. Pero estaba demasiado gordo y somnoliento y era poco probable que supusiera un riesgo para Will. Al fin y al cabo, no tenía intención de utilizar la puerta o la escalera.
A lo largo de los años, su curiosidad insaciable y su afición por ir a sitios donde no se le suponía habían desarrollado en él la habilidad de moverse por espacios aparentemente abiertos sin ser visto.
Cuando el viento agitaba las ramas superiores de los árboles, éstas creaban formas en movimiento a la luz de la luna, formas que Will utilizaba ahora con un gran resultado. De manera instintiva ajustó sus movimientos al ritmo de los árboles, fundiéndose con facilidad con las sombras del patio, convirtiéndose en parte de él, y quedó así encubierto por éste. En cierto modo, la ausencia de una protección evidente facilitó su tarea. El sargento gordo no esperaba que nadie cruzase el espacio abierto del patio. Así que, como no esperaba ver a nadie, no consiguió hacerlo.
Sin aliento, Will se pegó a la áspera piedra de la pared de la torre. El sargento estaba apenas a cinco metros de distancia y Will podía oír su profunda respiración, pero un pequeño contrafuerte del muro le ocultaba de su vista. Estudió la pared que tenía delante, echando la cabeza hacia atrás para mirar arriba. La ventana del despacho del barón se hallaba a bastante altura, y más lejos, dando la vuelta a la torre. Para alcanzarla tendría que escalar, desplazarse después por la cara del muro hasta un punto más allá de la vertical de donde hacía guardia el sargento y ascender otra vez hasta la ventana. Nervioso, se humedeció los labios. Al contrario que las lisas paredes interiores de la torre, los enormes bloques de piedra que componían el muro exterior tenían grandes huecos entre sí. Escalar no sería ningún problema. Contaría con todo tipo de apoyos para manos y pies hasta arriba. Era consciente de que en algunos lugares la piedra se habría ido alisando por el clima al pasar los años y debería ir con cuidado. Pero ya había escalado las otras tres torres en alguna ocasión anterior y no esperaba encontrar ninguna verdadera dificultad con ésta.
No obstante, esta vez, si le veían no podría hacerlo pasar por una travesura. Estaría trepando en medio de la noche a una parte del castillo en la que no tenía ningún derecho a estar. Después de todo, el barón no había apostado guardias en la torre por diversión. Se suponía que la gente no debía acercarse a menos que tuviera algo que hacer allí.
Se frotó nervioso las manos. ¿Qué podrían hacerle? Ya le habían pasado por alto en la Elección. Nadie le había querido. Estaba condenado a una vida en el campo. ¿Qué podía haber peor que eso?
Pero una duda persistía en el fondo de su cabeza: no tenía la absoluta seguridad de estar condenado a esa vida. Aún le quedaba una débil llama de esperanza. Quizás el barón transigiera. Quizás, si Will se lo suplicara por la mañana y le hablara de su padre y de lo importante que era para él que le aceptasen en la Escuela de Combate, habría una muy ligera posibilidad de que se le concediera su deseo. Y entonces, una vez fuese aceptado, podría mostrar cómo su entusiasmo y dedicación le convertirían en un estudiante de mérito, hasta que diera el estirón.
Por otro lado, si le pillaran en los minutos siguientes, ni siquiera le quedaría esa pequeña oportunidad. No tenía ni idea de lo que le harían si le atrapaban, pero podía estar razonablemente seguro de que no incluiría el ser aceptado en la Escuela de Combate.
Vaciló, necesitado de un empujoncito extra que le pusiera en marcha. Fue el sargento gordo quien se lo dio. Oyó la profunda inspiración de aire, el arrastre de las botas tachonadas contra las losas mientras reunía el equipo, y se percató de que el sargento estaba a punto de comenzar uno de los recorridos irregulares de su ronda. Por lo general esto suponía desplazarse unos pocos metros alrededor de la torre, a ambos lados de la puerta, para volver después a su posición original.
Tenía más el propósito de mantenerse despierto que cualquier otra cosa, pero Will se dio cuenta de que aquello les llevaría a encontrarse cara a cara en los próximos segundos si no hacía algo.
Rápido, con facilidad, comenzó a trepar el muro. Recorrió los primeros cinco metros en cuestión de segundos, desplegándose por la piedra rugosa como una araña gigante de cuatro patas. Oyó entonces las fuertes pisadas a sus pies y se quedó quieto, pegándose al muro por si algún leve ruido alertaba al centinela.
De hecho, le dio la impresión de que el sargento había oído algo. Se detuvo justo bajo el punto del que Will colgaba, al tiempo que escudriñaba en la noche, intentando ver más allá de las sombras veteadas proyectadas por la luna y los árboles en su balanceo. Pero, tal y como Will pensó la noche anterior, la gente rara vez mira hacia arriba. Satisfecho con que no había oído nada significativo, continuó su marcha alrededor de la torre.
Aquélla era la oportunidad que Will necesitaba. También le dio la posibilidad de moverse por la cara de la torre. Así que se encontraba justo bajo la ventana que quería. Encontrando con facilidad donde agarrarse con las manos y los pies, se movió casi tan rápido como un hombre al andar, siempre más y más arriba en el muro de la torre.
En cierto punto miró hacia abajo y aquello fue un error. A pesar de su buena cabeza para las alturas, se le fue ligeramente la vista y vio lo lejos que había llegado y lo lejos que estaban las duras losas del patio del castillo bajo él. El sargento apareció de nuevo: una pequeña silueta vista desde esa distancia. Will se sacudió de los ojos el momento de vértigo y continuó escalando, algo más despacio, quizás, y con algo más de cuidado que antes.
Se produjo un momento de infarto cuando, a la vez que estiraba su pie derecho hasta otro apoyo, el izquierdo resbaló sobre el borde redondeado por la erosión de los bloques macizos y se quedó colgando sólo por las manos, mientras escarbaba otro apoyo desesperadamente. Se recuperó y continuó moviéndose.
Sintió una oleada de alivio cuando sus manos se aferraron por fin al antepecho de piedra de la ventana y con esfuerzo se elevó y se introdujo en la estancia, balanceando las piernas por encima del alféizar y cayendo dentro con ligereza.
Por supuesto, el despacho del barón estaba desierto. La luz de la luna en cuarto creciente penetraba a raudales por la gran ventana.
Y allí, sobre la mesa, donde el barón la había dejado, descansaba la hoja de papel que contenía la respuesta sobre el futuro de Will. Nervioso, echó un vistazo a la habitación. La enorme silla del barón, de respaldo alto, permanecía como un centinela tras la mesa. Los demás muebles se erguían oscuros e inmóviles. En una pared, un retrato de uno de los antecesores del barón le miraba acusador.
Se sacudió estas imaginaciones y avanzó rápidamente hacia el escritorio, sin hacer ruido con las suaves botas sobre los tablones desnudos del suelo. La hoja de papel, que brillaba blanca con el reflejo de la luz de la luna, estaba a su alcance. Sólo mirarla, leerla y salir, se dijo. Eso era todo cuanto tenía que hacer. Alargó una mano para cogerla.
Sus dedos la tocaron.
¡Y una mano salida de la nada le agarró por la muñeca!