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Con todo, aquella noche nada podía deprimir por mucho rato el estado de ánimo de Drusilla, así que pronto se animó.

– De hecho -dijo con alegría-, creo que también podemos comprarnos unas botas nuevas. ¡Oh, vamos a causar sensación en la boda!

– Zapatos -dijo Missy inesperadamente.

Drusilla se quedó sin expresión.

– ¿Zapatos?

– ¡Botas no, madre, por favor! Comprémonos zapatos, unos bonitos zapatos finos con tacones estilo Louis y lazos delante.

Es posible que Drusilla hubiera considerado la idea, pero aquella súplica que a Missy le salió del alma fue de inmediato ahogada por Octavia, que, a su modo desvalido, llevaba muchas veces los pantalones en la casa llamada Missalonghi.

– ¿Viviendo en la otra punta de Gordon Road? -gruñó Octavia-. ¡No estás en tus cabales, chica! Piensa, ¿cuánto durarían los zapatos entre el polvo y el fango? Lo que necesitamos son botas, buenas recias con unos buenos cordones recios y buenos tacones recios. Las botas duran Los zapatos no son para los que tienen que ir en el coche de San Fernando.

Y así se zanjó la cuestión.

El lunes siguiente a la visita de Aurelia y Alicia Marshall, la vida en Missalonghi había reanudado su curso normal y a Missy se le permitió dar su paseo habitual hasta la biblioteca de Byron. Desde luego, no era tan sólo un placer egoísta; se fue cargando dos enormes cestas, una en cada mano para equilibrar el peso, con el encargo de efectuar la compra de la semana.

Después del descanso que le había deparado la semana en casa, la punzada volvió a aparecer en toda su intensidad. ¡Qué extraño que sólo le molestase en las largas caminatas! Y era doloroso, ¡doloroso en extremo!

Aquel día su propio monedero se había unido al de su madre, desacostumbradamente lleno, pues le habían encomendado a Missy que comprase el crêpe lila, la seda azul y su propio satén marrón en el bazar de ropa de Herbert Hurlingford.

De todas las tiendas de Byron, la que más odiaba Missy era la de tío Herbert, porque todos sus empleados eran muchachos jóvenes, hijos o nietos, claro; incluso para comprar corsés o calzones, había que sufrir ser atendida por un sinvergüenza que se reía disimuladamente, a quien la tarea le resultaba de lo más divertida y que hacía de su cliente el sufrido blanco de sus bromas. No obstante, no se dispensaba este trato a todo el mundo, sino solo a aquellas personas cuyos recursos eran lo bastante escasos para que les estuviera vedado ir a comprar a Katoomba o -¡Dios no lo quiera!- a Sydney; también estaba reservado principalmente a aquellas mujeres Hurlingford que carecían de hombres a quienes exigir un desagravio. Se consideraba candidatas ideales a las viejas solteronas y las viudas indigentes del clan.

Mientras observaba cómo James Hurlingford bajaba los rollos que ella le había indicado, Missy se preguntaba cómo hubiera reaccionado éste si, en lugar de satén marrón, le hubiera pedido encaje escarlata. Y no porque el baza de telas vendiese esa clase de género; los únicos rojos que ofrecía eran sedas artificiales baratas y ordinarias par las residentes de Caroline Lamb Place. Así pues, junto con el crêpe lila y la seda azul pastel, Missy compró un corte muy bonito de satén deslustrado en un tono tabaco. Si el tejido hubiera sido de cualquier otro color le habría encantado, pero como era marrón, tanto le daba que hubiera sido arpillera. Todos los vestidos que Missy había tenido habían sido marrones; era un color muy práctico. Nunca se veía la suciedad, nunca estaba de moda o pasado de moda, nunca perdía el color, nunca se veía barato o vulgar o chabacano.

– ¿Vestidos nuevos para la boda? -preguntó James con aire socarrón.

– Sí -respondió Missy, preguntándose por qué sería que James la hacía sentirse siempre tan incómoda; ¿sería tal vez su porte exageradamente femenino?

– Veamos -farfulló James-. ¿Qué te parece un jueguecito de adivinanzas? El crêpe es para tía Drusi, la seda para tía Octi y el satén, el satén marrón, ¡será por fuerza para la morena de la primita Missy!

En la mente de esta última debía de seguir presente la imagen de aquel inalcanzable vestido de encaje escarlata, pues, de forma bastante repentina, Missy no vio nada más que color rojo y, de un rincón de su memoria, extrajo la única expresión insultante que sabía:

– ¡Oh, muérdete el trasero, James! -dijo bruscamente.

Éste no se habría quedado más pasmado si el maniquí de madera hubiera despertado a la vida y le hubiera estampado un beso. Se puso a medir y a cortar con una presteza desconocida hasta la fecha, por lo que le dio casi un metro extra de cada tela, sin ver el momento en que Missy se marchase de la tienda. La lástima era que sabía que no podía confiar su horrible experiencia a ninguno de sus hermanos o sobrinos, porque lo más probable era que repitieran las palabras de Missy, ¡los muy bastardos!

Como la biblioteca estaba a tan sólo dos casas de distancia, cuando Missy entró ondeaban todavía en sus mejillas las señales de su enfado, y cerró de un portazo. Una levantó la vista sobresaltada y se puso a reír.

– ¡Querida, tienes un aspecto espléndido! Estás en un acceso de cólera. ¿Me equivoco?

Missy respiró profundamente un par de veces para calmarse.

– Oh, es sólo mi primo James Hurlingford. Le he dicho que se muerda el trasero.

– ¡Bravo! Y era hora de que alguien se lo dijera. -Una se rió a hurtadillas-. Aunque supongo que le gustará más que se lo muerda otro, con preferencia alguien masculino.

A Missy se le pasó por alto el comentario, pero la explosión de alborozo de Una surtió su efecto y Missy se encontró también riendo.

– ¡Madre mía! NO he estado muy femenina, ¿verdad? -preguntó más sorprendida que horrorizada-. ¡No sé qué me ha pasado!

De repente, el rostro radiante que la miraba adoptó una expresión artificiosa, que nada tenía que ver con falta de honradez, sino que era el halo sobrenatural de alguien extraño, del mundo de las hadas.

– Pajas y camellos -entonó Una con voz cantarina-, ojos de agujas y días de perros, gusanos serpenteantes y remolinos bien maduros. Hay muchas cosas en ti, Missy Wright, que ni siquiera sospechas que están ahí. -Se echó hacia atrás y cantó como un niño travieso regocijado-. Pero ahora se han puesto en marcha, y no podrán ser detenidas.

Le explicó la historia del vestido de encaje color escarlata, el profundo deseo de vestir de un color que no fuera el marrón, el fracaso de tener que admitir que ningún otro color le sentaba bien, hasta el punto de que el día en que por fin había podido pagarse un vestido de cualquier otro color, había tenido que ser marrón. Una la escuchaba con comprensión, con su halo sobrenatural muy difuminado, y cuando Missy terminó de desahogarse, la miró deliberadamente de arriba abajo.

– El color escarlata te sentaría de maravilla -dijo-. ¡Oh, qué lástima! Pero, no importa, no importa. -Y cambió de tema-. Te he reservado otra novela nueva… Después de leer dos páginas, te aseguro que no te acordarás ni de tu vestido rojo. Se trata de una pobre chica muy pisoteada por su familia, hasta el día en que descubre que está mortalmente enferma del corazón. Hay un tipo del que siempre ha estado enamorada, sólo que está prometido a otra. Ella le lleva la carta del especialista en la que dice que se va a morir del corazón y le ruega que se case con ella y no con la otra chica, porque sólo le quedan seis meses de vida y cuando se muera podrá casarse de todos modos con su prometida. Él es un poco vago, pero está esperando que alguien lo reforme, aunque no es consciente de ello, claro. En cualquier caso, accede a casarse con ella. Y viven juntos seis idílicos meses. Él descubre que, bajo la apariencia vulgar de la muchacha, hay una persona fascinante, y el amor de ella lo reforma por completo. Y un día en que el sol brilla y los pájaros cantan, ella muere en sus brazos. (Me encantan los libros en los que unos se mueren en brazos de otros, ¿a ti no?) Y su antigua novia va a visitarlo después del funeral porque ha recibido una carta de la difunta esposa en la que le explica por qué él la dejó plantada. Y su novia le dice que lo perdona y que se casará con él en cuanto deje el luto. Pero él da un brinco y, destrozado de dolor, se precipita al río pronunciando el nombre de su esposa. Y luego su antigua novia también se tira al río pronunciando el nombre de él. ¡Oh, Missy, es tan triste! Estuve llorando varios días.