– Me lo llevo -dijo Missy al instante.
Luego pagó sus deudas, lo que hizo que se sintiese mucho mejor, y metió Problemas de corazón el fondo de una de las cestas de la compra.
– Hasta el lunes que viene -dijo Una, y fue a la puerta, donde se quedó agitando la mano hasta que la perdió de vista.
Cuando los recorría a solas, los ocho kilómetros de distancia que separaban las tiendas de Byron de Missalonghi no le parecían ni la mitad de lo que eran. Porque, mientras caminaba, soñaba; se imaginaba interpretando personajes y viviendo acontecimientos completamente fuera de su realidad. Hasta que Una había llegado a la biblioteca, estos personajes eran todos como Alicia, y las vicisitudes en las que se veían mezclados se desarrollaban en tiendas de sombreros o de vestidos, o en salones de té de una elegancia imponente, y los hombres que entraban en sus vidas eran una mezcla del ideal de galán Hurlingford: Sigfridos con botas, sombrero de bombín y traje de tres piezas. En aquel momento, su imaginación tenía más materia prima con la que trabajar, y cualquiera de los personajes y aventuras que imaginaba guardaba mayor parecido con la última novela que Una le había pasado a escondidas que con algún aspecto de la vida de Byron.
Así, en la primera parte del trayecto, Missy se transformaba en una rubia de extraordinaria belleza con ojos de un verde asombroso; tenía dos hombres enamorados de ella, un duque (rubio y apuesto) y un príncipe hindú (moreno y apuesto). Con esa apariencia, cazaba tigres sin ayuda de nadie montaba en elefantes ricamente enjaezados, conducía sin ayuda de nadie un ejército de súbditos de su marido contra los saqueadores musulmanes, construía sin ayuda escuelas, hospitales e instituciones maternales, mientras sus dos amantes se movían vagamente en segundo plano, como los pequeños consortes masculinos de la araña a quienes no se les permite la entrada en la sala de su mujer.
Pero, a mitad de camino a casa, en el punto donde Gordon Road se desviaba del gran ensanchamiento de Noel Street, empezaba su valle. En aquel punto, Missy siempre dejaba de soñar despierta y miraba a su alrededor. Era un bonito día de invierno, como puede llegar a serlo en las Montañas Azules al final de la estación cuando el viento se toma un descanso. Su respuesta al atractivo del valle fue cruzar al otro lado de Gordon Road y elevar su rostro al cielo en llamas, dilatando las ventanas de la nariz para aspirar el olor embriagador del bosque.
Nadie le había dado nunca nombre al valle, aunque a partir de aquel momento sería muy propio de la gente de Byron bautizarlo como el Valle de John Smith. Comparado con el Valle Jamieson, o el Grase o incluso el Megalong, no era muy grande, pero era perfecto: un cuenco a unos cuatrocientos cincuenta metros por debajo de la cordillera de novecientos metros de altura sobre la que se asentaban Byron y todos los demás pueblos de las Montañas Azules. Tenía forma de óvalo simétrico, uno de cuyos extremos se hallaba un poco más allá del lugar donde Gordon Road se acababa, y el otro extremo a unos ocho kilómetros hacia el este, donde su ininterrumpida pared quedaba espectacularmente quebrada por un abismo por el que discurría un río sin nombre, de camino hacia el sistema Nepean-Hawkesbury de la llanura costera. A lo largo de todo el borde había un magnífico declive formado por un precipicio de piedra arenisca de color anaranjado que caía unos trescientos metros, y, debajo de este escarpado precipicio, una falda cubierta de árboles cuyas piedras habían sido redondeadas por el curso del río que, años atrás, había dado origen al valle. Y, mirando hacia el valle, éste aparecía cubierto de un frondoso bosque natural, un océano azul de eucaliptos que suspiraban y susurraban sin cesar.
En las mañanas de invierno, una brillante nube blanca se asentaba en el valle, como un remolino de leche, por debajo de las cimas del barranco y, de repente, cuando aumentaba el calor del sol, se elevaba en un instante y se esfumaba. A veces, la nube llegaba desde arriba y tanteaba con sus dedos las copas de los árboles, que se hallaban mucho más abajo, hasta que conseguía ocultarlos bajo un manto espectral. Y cuando se acercaba la puesta de sol, en invierno y en verano, el barranco empezaba a adquirir un color más profundo, más rico, de un resplandor rosado rojizo, luego carmín y por fin un tono púrpura que iba diluyéndose en el misterioso añil de la noche. La más maravilloso de todo era la nieve, poco frecuente, que destacaba en blanco todos los peñascos y salientes del barranco; y los árboles cubiertos de hojas se sacudían el polvo de aquella helada humedad en cuanto se posaba sobre ellos, negándose a aceptar una caricia tan extraña.
El único camino para bajar al valle era una senda espantosamente inclinada, con una anchura suficiente para un carro grande, una senda que ascendía hasta lo alto del borde, un poco más allá del final de Gordon Road. Alguien había abierto la senda cincuenta años atrás, para saquear el bosque tropical que se hallaba al fondo, lleno de enormes cedros y trementinas; pero el expolio cesó de un modo brusco cuando una yunta de ochenta bueyes, el conductor, dos leñadores y un carretón cargado con un tronco de árbol inmenso se cayeron por el barranco. Había otros bosques donde la tala era más fácil. Y, con el tiempo, la senda fue quedando en el olvido, al igual que el valle; los visitantes preferían ir hacia el sur, al Valle Jamieson, en lugar de dirigirse hacia el norte, a aquel primo menos importante, y además desprovisto de quioscos y de miradores debidamente acondicionados.
Missy volvió a sentir aquella dichosa punzada, justo cuando daba la vuelta a la esquina, cerca de Missalonghi, y diez segundos después el dolor le llegó al pecho como si le hubieran asestado un hachazo. Dio un traspié y se le cayeron sus cargadas cestas; intentó arrancarse con las manos aquella aterradora agonía; en aquel momento vio el claro seto de Missalonghi a través de su terror y echó a correr en dirección a la casa, justo cuando John Smith aparecía por la otra esquina, a grandes zancadas y con la cabeza gacha, cavilando.
A menos de diez metros de la verja del seto, Missy se desplomó hacia delante. Las moradoras de Missalonghi no la vieron, porque eran cerca de las cinco, y los vibrantes acordes del órgano de Drusilla irrumpían en el aire exterior como una sofocante lluvia de cenizas volcánicas.
Pero John Smith la vio y corrió hacia ella. Su primer pensamiento fue que la extraña criaturita había tropezado al intentar esquivarlo, pero, cuando se arrodilló y le alzó el rostro, un vistazo al color ceniciento de su piel y a su cabello empapado de sudor le hizo cambiar de parecer. La incorporó apoyándola en su muslo y le frotó la espalda por hacer algo, mientras trataba de imaginar alguna forma de meterle aire en los pulmones. Sólo sabía que no debía tumbarla del todo, pero sus conocimientos no iban más allá de eso. Ella alzó las manos y se agarró del brazo sobre el que descansaba ligeramente su hombro; todo su cuerpo jadeaba en su lucha por respirar, con los ojos dirigidos a él, suplicándole en silencio una ayuda que era incapaz de ofrecerle. Medio hipnotizado al ver la extraordinaria procesión de horror interno, aturdimiento y dolor que aquella mirada reflejaba, él imaginó que la joven estaba a punto de morir.
Entonces, con una rapidez asombrosa, el color gris fue desapareciendo; su piel fue adquiriendo un tono más cálido, más rosado, y las manos que le agarraban el brazo se relajaron.
– ¡Por favor! -consiguió articular ella, luchando por levantarse.