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Él se puso en pie al instante, deslizó un brazo por debajo de sus piernas y la levantó. Aunque no tenía ni idea de dónde vivía, seguramente podrían socorrerlos en la destartalada casa de detrás del seto, de modo que atravesó la verja con ella en brazos y recorrió el sendero de entrada pidiendo ayuda a voz en grito, rezando para que lo oyesen a pesar de los bramidos del órgano.

Por lo visto lo hicieron, pues al punto salieron dos señoras, ambas desconocidas para él. No se anduvieron con remilgos, lo cual agradeció de verdad; una señaló la puerta de la casa sin decir palabra, mientras la otra se apresuraba delante de él y lo conducía a la sala con su carga.

– Coñac -dijo Drusilla secamente, inclinándose para aflojarle la ropa a su hija.

Missy no llevaba corsé, por no necesitarlo, pero llevaba un vestido muy ajustado en la cintura y alto hasta el cuello.

– ¿Tienen teléfono? -preguntó John Smith.

– Me temo que no.

– En ese caso, si me indica dónde, iré a buscar al doctor ahora mismo.

– La esquina de Byron y Noel, el doctor Neville Hurlingford -dijo Drusilla-. Dígale que es Missy…, es mi hija.

Se marchó al instante, dejando a Drusilla y a Octavia que administraran el coñac que toda familia precavida guarda en el armario de las bebidas para el caso de posibles problemas de corazón.

Para cuando llegó el doctor Neville Hurlingford, cerca de sesenta minutos después, Missy estaba casi por completo repuesta. John Smith no regresó con él.

– Muy desconcertante -dijo el doctor Hurlingford a Drusilla en la cocina.

Octavia estaba ayudando a Missy a acostarse.

La experiencia había afectado mucho a Drusilla, acostumbrada a suponer que todo el mundo gozaba de la misma salud de roble que ella -los huesos de Octavia eran viejos conocidos que ya no contaban-. Así que se dispuso a preparar con serenidad un poco de té, y se bebió su taza con más gratitud que el doctor Hurlingford la suya.

– ¿Te ha contado el señor Smith lo que ha ocurrido? -preguntó ella.

– Debo decir, Drusilla, que, a pesar de las historias que corren hoy en día, el señor Smith me parece una buena persona…, un hombre sensato y práctico. Según él, Missy se llevó las manos crispadas al pecho, corrió por la carretera presa del pánico, y se desplomó. Estaba gris, sudaba y le costaba mucho respirar. El ataque duró unos dos minutos y su restablecimiento fue bastante rápido. Le volvieron el color y la respiración, creo que cuando el señor Smith la traía hacia aquí. Hace un minuto no he podido encontrarle nada, pero puede que vea algo más cuando la examine mejor en la cama.

– Como sabrás, no hay antecedentes de enfermedades del corazón en nuestra rama de la familia -dijo Drusilla, con la sensación de haber sido traicionada.

– Se parece a su padre en el resto de su constitución física, Drusilla, así que también puede haber heredado un corazón débil por ese lado. ¿No ha tenido otro ataque como éste?

– No, que nosotras sepamos -dijo Drusilla, sintiéndose reprendida con razón-. ¿Es el corazón?

– Francamente, yo no lo sé. Es posible. -Pero parecía dudarlo-: Creo que voy a verla otra vez ahora.

Missy estaba acostada en su cama pequeña y estrecha con los ojos cerrados, pero en el momento en que oyó los pasos desconocidos del doctor Hurlingford los abrió para mirar, tras lo cual pareció quedar decepcionada.

– Bueno, Missy -dijo, sentándose con precaución a su lado-. Dime ¿qué ha pasado?

Drusilla y Octavia revoloteaban por detrás; al doctor le hubiera gustado poder despacharlas, pues notaba que su presencia cohibía a Missy, pero la decencia y las convecciones sociales lo prohibían. En toda la vida de Missy la había visto solamente dos o tres veces, así que sabía de ella lo poco que sabía todo el mundo: era la única Hurlingford de cabello moreno de toda la historia y se había visto condenada a la soltería antes de entrar en la adolescencia.

– No sé lo que ha pasado -mintió Missy.

– Vamos, tienes que acordarte de algo.

– Supongo que se me cortó la respiración y me desmayé.

– Eso no es lo que dice el señor Smith.

– Entonces el señor Smith está equivocado. ¿Dónde está? ¿Está aquí?

– ¿Has notado algún dolor? -insistió el doctor Hurlingford, insatisfecho y sin molestarse en contestar a la pregunta de Missy.

Missy tuvo una aterradora visión de sí misma reducida al estado de inválida crónica en Missalonghi: la terrible carga económica adicional que representaría, el sentimiento de culpabilidad que experimentaría cada día de su vida confinada al lecho, la imposibilidad de salir a caminar a solas hasta Byron pasando por el valle y de ir a la biblioteca… ¡No, no lo podía soportar!

– No he tenido ningún dolor -repitió.

El doctor Hurlingford la miró con aire incrédulo, pero, para ser un Hurlingford, era bastante perceptivo, y también él sabía el tipo de vida que Missy llevaría desde el momento en que le diagnosticaran una dolencia cardiaca. Así, que desistió de agobiar más a la pobre muchacha y se limitó a sacar su estetoscopio pasado de moda y en forma de embudo y a escuchar su corazón, que latía con toda normalidad, y sus pulmones, que estaban limpios.

– Hoy es lunes. Será mejor que vengas a verme el viernes -dijo levantándose.

Le dio unas palmaditas cariñosas en la cabeza y salió al pasillo, donde Drusilla lo esperaba llena de ansiedad.

– No le encuentro nada -le dijo-. Dios sabe lo que debe de haber pasado. Yo no. Pero que venga a verme el viernes y, si mientras tanto sucede algo, que me avisen de inmediato.

– ¿Ninguna medicina?

– Mi querida Drusilla, ¿cómo voy a recetar una medicina para una enfermedad misteriosa? Está tan flaca como una vaca con lombrices, pero parece estar sana. Dejadla sola, que duerma, y dadle comidas nutritivas.

– ¿Tiene que guardar cama hasta el viernes?

– Creo que no. Que se quede hoy en la cama, pero que mañana se levante. Siempre que se limite a hacer tareas ligeras, no veo nada malo en que lleve una vida normal y activa.

Con esto, Drusilla tuvo que darse por satisfecha. Acompañó a su tío el doctor hasta la puerta, atravesó el pasillo de puntillas hasta la habitación de Missy y echó un vistazo, viendo que Missy estaba dormida. Luego se retiró a la cocina, donde Octavia estaba sentada a la mesa apurando los restos del té.

Lo cierto es que Octavia parecía estar muy afectada; las dos manos que necesitaba para llevarse la taza a los labios le temblaban mucho.

– Tío Neville no cree que sea nada serio -dijo Drusilla dejándose caer en la silla-. Missy tiene que quedarse en la cama el resto de la tarde, pero mañana puede levantarse y moverse, aunque sólo puede hacer tareas ligeras hasta que el tío la vuelva a ver el viernes.

– ¡Oh, no! -Por la pálida mejilla de Octavia rodó una gruesa lágrima, mientras miraba sus dedos deformes-. Intentaré ayudar en el huerto, Drusilla, pero ¡no puedo ordeñar la vaca!

– Ordeñaré yo -dijo Drusilla. Se llevó la mano a la cabeza y suspiró-. No te preocupes, hermana, ya nos las arreglaremos de algún modo.

¡Qué desastre! Drusilla vio sus preciosas doscientas libras desaparecer en una serie de doctores, hospitales y tratamientos, en los cuales no iba a escatimar ni una; lo que la deprimía era la desaparición del dinero cuando ya creía tenerlo cogido por el rabo. Si no hubiese cortado ya el crêpe lila, la seda azul pastel y el satén marrón tabaco, por la mañana los habría devuelto al bazar de Herbert. ¿Lo habría hecho?

A la hora de la cena, Drusilla le llevó a Missy un enorme cuenco de sopa de cebada con caldo de buey y se sentó junto a la cama hasta que Missy consiguió terminarlo; pero, después de aquello, por fortuna la dejaron sola. El prolongado sueño en que se había sumido a la última hora de la tarde la había desvelado, así que se puso a pensar. En el dolor y lo que podía significar. En John Smith. En el futuro. Entre el dolor y el futuro, dos desiertos de insoportable aridez, John Smith se erigía iluminado y esplendoroso. Abandonó, pues, todo pensamiento relativo al dolor o al futuro y se concentró en John Smith.