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¡Qué hombre más encantador! Y también interesante. Con qué facilidad la había levantado del suelo y la había llevado adentro en brazos. La reciente avalancha de conocimientos de segunda mano que las novelas clandestinas de Una había volcado en ella de pronto le resultó verdaderamente úticlass="underline" Missy comprendió que por fin estaba enamorada. Pero no había cabida para la esperanza en esta dulce y risueña cadena de pensamientos desatada por la conciencia de amar. Las Alicias de este mundo podían urdir tretas y maquinaciones para conseguir sus objetivos, pero las Missys no. Las Missys no conocían bastante a los hombres, y lo poco que sabían de ellos pertenecía al terreno de las generalidades. Todos los hombres eran intocables, hasta los presidiarios. Todos los hombres podían elegir. Todos los hombres tenían poder. Todos los hombres eran libres. Todos los hombres eran privilegiados. Y los presidiarios debían de serlo aún más que los hombres como el pobre Pequeño Willie Hurlingford, al que habían protegido siempre de cualquier viento adverso que pudiera haberlo endurecido. No es que ella creyera que John Smith fuera un presidiario; Una lo había conocido en su época de Sidney y, probablemente, eso significaba que se había movido por lo menos en la periferia de lo mejor de la sociedad…, a no ser, claro, que, a pesar de su amistad con el marido de Una, resultase ser el repartidor de hielo, del pan o del carbón.

¡Oh, pero qué amable había sido con ella! Con una nimiedad como Missy Wright. Aun en medio de aquel dolor espantoso y aterrador ella había sido consciente de su presencia, había sentido una corriente de energía de él hacia ella, que -imaginaba ella- había hecho a un lado la muerte como si se tratase de un papel.

John Smith -pensaba Missy-: si yo fuese joven y guapa, no tendrías más oportunidades de librarte de mí que las que tuvo el pobre Pequeño Willie frente a Alicia. Te perseguiría implacablemente hasta alcanzarte. Adondequiera que fueses, allí estaría yo utilizando lo mejor de mí misma para hacerte caer. Y, una vez en mis redes, te amaría tanto y tan bien que nunca, nunca más desearías separarte de mí.

Al día siguiente, el propio John Smith fue a preguntar cómo estaba Missy, pero Drusilla habló con él en la puerta y no le permitió ni ver ni oír a Missy. No era más que una visita de cortesía, como Drusilla comprendió perfectamente, así que le dio las gracias con amabilidad, pero sin exagerar, y se quedó observándolo mientras él recorría el sendero hasta la verja a grandes zancadas y con los brazos danzando a ambos lados, silbando una canción atrevida.

– ¡Mira por dónde! -dijo Octavia, saliendo de la sala donde se había escondido para observar a John Smith por detrás de una cortina-. ¿Vas a decirle a Missy que ha venido?

– ¿Por qué? -dijo Drusilla sorprendida.

– Pues, bueno…

– ¡Mi querida Octavia, parece que hubieras estado leyendo esas horribles novelitas rosas que Missy ha estado trayendo de la biblioteca últimamente!

– ¿Ha hecho eso?

Drusilla se rió.

– ¿Sabes? Hasta que advertí lo nerviosa que se ponía intentado ocultar las tapas de los libros, me había olvidado de nuestra antigua norma sobre la clase de lecturas que podía leer. Después de todo, ¡eso era hace quince años! Y pensé, ¿por qué no va a poder leer novelas la pobre desgraciada si lo desea? ¿Qué otra cosa tiene ella para disfrutar como yo disfruto con mi música?

Con toda gentileza, Drusilla omitió añadir que Octavia disfrutaba con su reuma, y Octavia, que en otras circunstancias se habría quejado en voz alta de su carencia de fuentes de disfrute, tuvo la prudencia de dejar de lado este tema.

– ¿Vas a decirle que puede leer novelas rosas? -se limitó a preguntar.

– ¡Por supuesto que no! Si lo hiciese la privaría de lo mejor, ¿comprendes? La absoluta libertad de leerlas le daría la suficiente objetividad para percatarse de lo horrorosas que son. -Drusilla frunció el entrecejo-. Lo que me intriga es cómo se las ha arreglado Missy para convencer nada más y nada menos que a Livilla para que se las preste. Pero no puedo preguntarle a Livilla sin que se descubra todo, y por nada del mundo estropearía la diversión de Missy. Lo veo un poco como una provocación por su parte, y ello me da esperanzas de que Missy puede tener algo de carácter en la sangre, después de todo.

– ¡No me parece nada loable un tipo de provocación que necesita que se convierta en una hipócrita!

A Drusilla se le escapó de los labios un sonido, entre gruñido y bufido, pero luego sonrió, se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.

El viernes por la mañana, Drusilla acompañó a Missy al doctor. Salieron temprano, con ropa -marrón, naturalmente- de abrigo.

La sala de espera de la consulta, poco iluminada y anticuada, estaba vacía. La señora Hurlingford, que hacía las veces de enfermera de su marido, las acomodó, dedicando unas palabras amables a Drusilla y una mirada por completo inexpresiva a Missy. Un instante después, el doctor asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

– Entra, Missy. No, Drusilla, tú puedes quedarte ahí y charlar con tu tía.

Missy entró, se sentó y esperó, cautelosa y en guardia.

Él empezó con un ataque frontal.

– No creo que simplemente se te cortase la respiración -dijo-. Tuvo que ir acompañado de dolor y quiero que me lo cuentes todo, y sin tonterías.

Missy se rindió. Le contó lo de la punzada en el costado izquierdo, que sólo le molestaba en las largas caminatas si iba deprisa, y cómo aquel día había desembocado en un repentino y espantoso acceso de agudo dolor y falta de aire.

Él la volvió a examinar y después suspiró.

– No te encuentro nada en absoluto -dijo-. Cuando te visité el lunes pasado no había indicio residual alguno que apuntase a un fallo cardiaco, y hoy, exactamente lo mismo. No obstante, por lo que me dijo el señor Smith, no cabe duda de que tuviste un auténtico ataque. Así que, para quedarnos tranquilos, te voy a enviar a un especialista en Sidney. Si puedo concertar una visita, ¿estarías de acuerdo en ir con Alicia el martes, en su viaje semanal a la ciudad? Le ahorrarías a tu madre el tener que ir.

¿Hubo un destello de comprensión es sus ojos? Missy no estaba segura, pero lo miró agradecida de todas formas.

– Gracias, me gustaría ir con Alicia.

De hecho, el viernes fue un gran día, pues, por la tarde, Una fue a Missalonghi en la calesa de Livilla y le llevó media docena de novelas discretamente envueltas en simple papel de estraza.

– Ni siquiera sabía que estabas enferma hasta que la esposa del doctor Neville Hurlingford me lo ha dicho esta mañana en la biblioteca -dijo, sentándose en la sala de visitas a la que Octavia la había conducido, asombrada por su elegancia y compostura.

Ni Drusilla ni Octavia hicieron ademán de retirarse para dejar a las dos jóvenes tranquilas, no porque intentaran ser un par de aguafiestas, sino porque siempre andaban faltas de compañía y agradecían sobre todo un rostro completamente nuevo. ¡Y qué bello además! No era hermosa como Alicia; sin embargo, por desleal que fuera el pensamiento, les pareció que Una era tal vez la más atractiva de las dos. Su llegada complació en especial a Drusilla, pues dio respuesta a la embarazosa cuestión de cómo se las estaba arreglando Missy para conseguir ahora aquellas novelas.

– Gracias por los libros -dijo Missy sonriendo a su amiga-. El que traje el lunes pasado casi lo he acabado.

– ¿Te gustó? -preguntó Una.

– ¡Oh, muchísimo!

En efecto, le había gustado; la protagonista que muere a causa de un problema de corazón no podía haber llegado en momento más oportuno. La verdad es que la protagonista había conseguido morirse en brazos de su amado, pero ella, Missy, había tenido la suerte de casi morirse en los brazos de su amado.