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– No estoy en tu holgada posición económica, Alicia -dijo Lavinia en tono cortante-. ¡Por eso no puedo hacerlo! Piensa en ello, si te irrita tanto su apariencia. Tú te vistes mucho en colores ámbar, ocres y de albaricoque. Me imagino que cualquier cosa de esta gama de colores le sentaría bien a Missy.

En aquel punto de la conversación, Missy consiguió ponerse de rodillas apoyándose en las manos y salir de los rododendros en dirección al camino. Se arrastró a cuatro patas hasta que estuvo fuera del campo visual de la ventana. Luego se levantó y se puso a correr. Tenía el rostro cubierto de lágrimas, pero no estaba en condiciones de detenerse a limpiárselas, y sí demasiado enojada y avergonzada para que le importase que alguien la viera.

Siempre había supuesto que nada de lo que pudieran decir sobre ella podría herirla, pues montones de veces había clasificado mentalmente todas las colas compasivas o despreciativas que podrían comentar. Y, en realidad, no la habían herido. Lo que tenía clavado en lo más íntimo eran las cosas horribles que habían dicho Alicia y compañía acerca de su madre y de todas aquellas pobres tías solteronas, tan decentes, admirables y trabajadoras, tan agradecidas por cualquier detalle, pero tan orgullosas que no aceptarían nada que sospecharan pudiera ser caridad. ¿Cómo se atrevía Alicia a hablar de aquellas mujeres infinitamente más admirables que ella, en aquel tono mordaz y cruel? Le hubiera gustado ver cómo se las arreglaba Alicia si se llegaba a ver en su precaria situación.

Mientras atravesaba Byron a toda prisa, con la punzada ardiéndole en el costado, Missy se sorprendió rezando para que la biblioteca estuviera abierta, pues estaría Una. ¡Oh, cómo necesitaba a Una aquella noche! Pero el local estaba oscuro y el cartel de la puerta decía sólo «CERRADO».

Octavia estaba sentada en la cocina de Missalonghi, de nuevo con su vestido de diario, y ya había puesto al fuego una olla con su frugal cena: estofado. Sus manos deformes manejaban las agujas de tejer, produciendo como por arte de magia un mantón de noche de lo más delicado y fino; su regalo de boda para la ingrata Alicia.

– ¡Ah! -dijo, dejando a un lado la labor cuando Missy entró-. ¿Lo has pasado bien, querida? ¿Has venido con tu madre?

– Lo he pasado pésimo, así que me he marchado antes que madre -dijo Missy de un modo cortante.

Luego agarró el cubo de ordeñar y salió de la casa.

La vaca estaba esperando pacientemente que la llevaran al establo; Missy alargó el brazo para acariciar su morro oscuro y aterciopelado y miró al fondo de aquellos dulces ojos marrones.

– Buttercup, tú eres mucho mejor que Alicia, así que no entiendo por qué es un insulto imperdonable llamar vaca a una mujer. Desde hoy llamaré Alicia a las mujeres a las que otras llaman vacas -le dijo mientras la llevaba al establo, donde el animal se colocó por sí sola en el lugar donde la ordeñaba. Buttercup era una vaca muy fácil de ordeñar; se dejaba hacer sin oponer resistencia, sin quejarse nunca cuando Missy tenía las manos frías, lo que sucedía a menudo. Lo cual, por supuesto, era la razón por la que su leche era tan buena: las vacas buenas siempre daban buena leche.

Cuando Missy volvió, Drusilla había llegada a casa. Tenían la costumbre de poner la mayor parte de la leche en unos grandes recipientes que se almacenaban a la sombra en el porche trasero; mientras lo hacía, pudo oír a su madre deleitando con entusiasmo a su tía con una descripción detallada de la fiesta de Alicia.

– Oh, me alegro de que al menos una de vosotras lo haya pasado bien -dijo Octavia-. Lo único que he podido sacarle a Missy es que lo ha pasado pésimo Supongo que su problema es la falta de amistades.

– Cierto, y nadie lo siente tanto como yo. Pero la muerte de mi querido Eustace eliminó toda oportunidad de darle hermanos a Missy, y esta casa está tan lejos de Byron que nadie desea venir a vernos con regularidad.

Missy esperaba que se divulgaran sus pecados, pero su madre no hizo ninguna referencia a ellos. Armándose de valor, entró. Desde que había empezado la historia del problema cardiaco le había resultado más fácil autoafirmarse y, al parecer, también su madre parecía aceptar aquellas muestras de independencia con mayor facilidad. Sólo que, en realidad, no era el fallo de corazón lo que había producido el cambio. Era Una. Sí, todo se remontaba a la llegada de Una; la franqueza de Una, la sinceridad de Una, su intolerancia a que alguien le pasase por encima. Una le habría dicho a un arrogante desgraciado como James Hurlingford que se mordiese el trasero, Una le habría dado a Alicia una réplica verbal digna de ser recordada, Una siempre se habría asegurado de que a gente la tratara con respeto. Y, de alguna manera, todo aquello había hecho mella en una alumna tan poco prometedora como Missy.

Cuando Missy entró, Drusilla se levantó de un brinco, radiante.

– ¡Missy, no lo adivinarías nunca! -gritó, alargando la mano y cogiendo un enorme paquete que había puesto en el suelo detrás de la silla donde se había sentado-. Cuando me marchaba de la fiesta, Alicia se acercó y me dio esto para que te lo pusieras en su boda. Me aseguró que el color te sentaría divinamente, aunque confieso que jamás lo habría pensado. ¡Pero mira!.

Missy se había quedado de piedra, mientras su madre escarbaba en la caja para desenterrar un fardo de organdí rígido y arrugado, y procedía a sacudirlo y sostenerlo en alto para que Missy lo examinara aturdida. Un vestido de ensueño de un tono caramelo, ni tostado ni amarillento, ni tirando a ámbar; las entendidas habrían visto que los volantes de la falda y el escote habían pasado de moda hacía unos cinco o seis años, pero aun así era un vestido precioso y, con unos cuantos arreglos le iría a Missy a las mil maravillas.

– ¡Y el sombrero, mira el sombrero! -dijo Drusilla excitada, arrancando de la caja una enorme pamela de paja del mismo color y tratando de estirar el montón de tela de organdí que la adornaba-. ¿Habías visto alguna vez un sombrero más bonito?!Oh, querida Missy, tendrás tus zapatos, por poco prácticos que sean!.

Por fin Missy pudo liberarse de la piedra que la atenazaba; dio un paso al frente con los brazos extendidos para recibir el regalo de Alicia, y de inmediato su madre depositó sobre ellos el vestido y el sombrero.

– ¡Me pondré el traje nuevo de satén marrón y mi sombrero de fabricación casera y unas buenas botas sólidas! -dijo Missy apretando los dientes. Y, dándose media vuelta, salió por la puerta trasera, con las tiras de organdí inflándose a su alrededor como las faldas de una holoturia marina.

Todavía no había oscurecido del todo; mientras salía disparada hacia el establo, podía oír los gritos frenéticos de su madre y su tía a sus espaldas, pero cuando la alcanzaron, era demasiado tarde. El vestido y el sombrero yacían pisoteados sin posibilidad de arreglo en el estiércol de la caseta de ordeñar, y Missy, con una pala en la mano, iba echando todas las boñigas de vaca que encontraba encima del generoso gesto de Alicia.

Drusilla estaba herida de un modo indecible.

– ¿Cómo has podido? ¡Oh! ¿Cómo has podido, Missy? Precisamente una vez en la vida que tenías la oportunidad de aparecer y sentirte como una belleza.

Missy apoyó la pala contra la pared del establo y se sacudió las manos con gran satisfacción.

– Tú, más que nadie, deberías comprender cómo he podido, madre -dijo-. No existe orgullo más inquebrantable que el tuyo, no conozco a nadie que interprete tan rápidamente como tú el regalo más sincero como una caridad disfrazada. ¿Por qué lo has aceptado por mí? ¿Crees con honradez que Alicia lo ha hecho para complacerme? ¡Claro que no! Alicia está decidida a que su boda sea perfecta, incluido el último de los invitados, y yo ¡se la estropeaba!. Así que decidió hacer un bolso de seda de Missy Wright, el trozo de arpillera. Bueno, pues muchas gracias, pero prefiero ser mi propia arpillera en toda su natural sencillez que cualquier bolso de seda de Alicia. ¡Y así mismo se lo diré!