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– ¿Quién va a dirigirse a las tías? -preguntó Ted.

– Alicia -dijo sir William al instante-. Pero creo que es mejor esperar a que la boda esté un poco más cerca. De esta forma, podrá convencerlas de que le están haciendo un regalo de boda.

– ¿No llegará antes que nosotros el comprador misterioso? -preguntó Ted, que siempre se preocupaba por todo, por lo que la contabilidad le iba como anillo al dedo.

– Si de algo puedes estar absolutamente seguro, Ted, es de que ninguna de esas gallinas tontas se atreverá a desprenderse de algo de la familia Hurlingford para que pase a manos de un extraño sin antes preguntarnos a mí o a Herbert. El comprador podría ofrecerles una fortuna, y aun así se empeñarían en consultármelo a mí o a Herbert antes de aceptar. -Tan seguro estaba sir William de lo fundamentado de esta afirmación que se sonrió mientras lo decía.

Aprovechando la confusión general y la perturbación de todos, que intentaban encontrar una manera correcta de poner fin a su reunión, Missy se deslizó por la puerta y volvió a entrar haciendo mucho ruido. Y todos se percataron de su presencia al instante, aunque ninguno de ellos pareció complacido de verla.

– ¿Qué quieres? -dijo Alicia con brusquedad.

– He venido a mostrarte lo que me inspira tu caridad, Alicia, y a decirte que me alegra ir a tu boda vestida de un precioso color marrón -dijo Missy, atravesando solemnemente la habitación y descargando su paquete en una mesita situada frente a Alicia-. ¡Aquí tienes! Gracias, pero no te lo agradezco.

Alicia la miró de la misma manera en que podría haber mirado un excremento de perro que hubiera estado a punto de pisar.

– ¡Tú misma!

– Eso pretendo ser de ahora en adelante. -Alzó los ojos para mirar a Alicia, que era mucho más alta (decía medir uno setenta y siete, pero de hecho alcanzaba los uno ochenta y cinco), con una sonrisa maliciosa-. ¡Adelante, Alicia, ábrelo! Lo he teñido de marrón especialmente para ti.

– ¿Has qué?

Alicia empezó a manipular los nudos del cordel, y Randolph acudió en su ayuda con su navaja de bolsillo. Una vez cortado el cordel, el envoltorio se abrió con facilidad, y allá estaba el precioso vestido de organdí y el cautivador sombrero, inefablemente manchados de algo que parecía y olía… a estiércol de vaca y de cerdo, reciente, blando y auténtico.

Alicia soltó un grito de horror que fue in crescendo, hinchándose hasta que se convirtió en un largo y fino chillido, y se apartó de la mesa de un brinco, al tiempo que su madre, su padre, sus hermanos, tío y prometido se agolpaban alrededor para ver.

– ¡Tú…tú…perra asquerosa! -dijo con un gruñido a la radiante Missy.

– ¡Oh, no, no lo soy! -dijo Missy muy digna.

– Eres peor que una fulana y te puedes considerar afortunada porque soy una auténtica dama y no te diré con exactitud lo que eres -resopló Alicia, sin saber si la había desconcertado más la acción o su autora.

– Entonces, te puedes considerar desafortunada de que yo no sea tan dama como tú y pueda decirte lo que pienso que eres, Alicia. Soy tan sólo tres días mayor que tú, lo que te sitúa mucho más cerca de los treinta y cuatro que de los treinta y tres. Y sin embargo, aquí estás, carnero disfrazado de cordero, latón disfrazado de bronce, ¡a punto de casarte con un muchacho que apenas supera la mitad de tus años! ¡La edad de su padre sería más adecuada! ¡Y esto te convierte en una perseguidora de menores con mucha sangre fría! Cuando Montgomery Massey falleció antes de que pudieras arrastrarlo al altar -librándose así de un destino peor que la muerte-, no pudiste ver en tu horizonte una presa que valiese una décima parte de lo que valía él. Y entonces acechaste al pobre Pequeño Willie, todavía con rizos infantiles y jugando con el aro vestido de marinerito, y decidiste llegar a ser un día lady Willie. No me cabe la menor duda de que, si las circunstancias hubieran sido otras, te habría dado igual convertirte en lady Billy, en lugar de en lady Willie; o tal vez te hubiese gustado más, porque el título aún está ahí. Admiro tu osadía, Alicia, pero no a ti. Y siento mucha lástima por el pobre Pequeño Willie, que va a llegar una vida miserable, como un hueso entre su esposa y su madre.

El objeto de su compasión estaba de pie con el resto de sus familiares, mirando a Missy boquiabierto, como si ésta hubiera salido de pronto de un pastel gigante completamente desnuda y se hubiera puesto a bailar el cancán. Aurelia había sido presa de un misericordioso ataque de histeria, pero los restantes oyentes de Missy estaban tan hipnotizados que no se habían percatado de ello.

Sir William fue el primero en reaccionar.

– ¡Fuera de esta casa!

– Estoy en ello -dijo Missy con expresión muy complacida.

– ¡Nunca te lo perdonaré! -gritó Alicia-. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?

– ¡Oh, muérdete el trasero! -dijo Missy riendo-. Es lo suficientemente grande -añadió.

Y, dicho esto, se marchó.

Aquélla fue la última y proverbial gota; Alicia se fue poniendo tensa hasta quedar totalmente rígida, emitió un sonido entre un gemido, gorgoteo y chillido, y se desplomó con estruendo, pasando así a hacer compañía a su madre.

¡Oh, qué satisfacción le había producido! Pero, a medida que descendía la progresiva pendiente de George Street que desembocaba en la avenida principal de Byron, la exaltación de Missy fue desapareciendo. Comparado con el tema que estaban discutiendo cuando ella estaba en la sala sin que nadie se enterase, la exhibición del vestido ultrajado de Alicia era una fruslería. ¡Aquellas pobres mujeres! Missy sabía tan poco como su madre y su tía del mundo de los negocios, pero era lo bastante inteligente para haber captado el sentido de las palabras de sir William. Incluso conocía la existencia de las acciones, porque Drusilla guardaba las suyas y las de Octavia en una cajita de latón de su armario que contenía además las escrituras de la casa y de los cinco acres de tierra. Diez acciones cada una, veinte en total. Lo que significaba que, probablemente, también tía Cornelia y tía Julia tendrían diez acciones cada una. Dividendos. Aquello debía de ser una especie de pago periódico, una participación en los beneficios de la compañía.

¡Qué despreciables eran la mayoría de sus parientes de sexo masculino! Sir William, empeñado en mantener aquella desastrosa política del primer sir William, haciendo que las desventuradas mujeres de la familia que vivían entre estrecheces y apuros en agobiante -si bien respetable- pobreza no gozaban de ninguno de los frutos derivados de la planta embotelladora, y de lo que era, en fin de cuentas, un don de Dios, más que de los Hurlingford. Tío Maxwell, un ladrón de la peor especie, pues, aun teniendo recursos propios que lo hacían inmensamente rico, robaba los huevos, mantequilla y verduras a sus parientes pobres, haciéndoles creer que vendérselos a otro sería un acto de deslealtad imperdonable. Tío Herbert había comprado muchas de aquellas casas con sus cinco acres en su tiempo, siempre por una cantidad muy inferior a su valor real, y era tan abusador como su hermano Maxwell. O aun peor, porque se volvía a quedar con lo poco que pagaba a sus víctimas, diciéndoles que habían fracasado los planes de inversión destinados a hacer que aquel poquito que les había pagado por sus propiedades se convirtiera en un poquito más.

No sólo los parientes varones eran despreciables, se corrigió Missy, con ánimo de repartir las críticas con justicia. Si las Aurelias y Augustas y Antonias, que se habían casado con las fortunas del clan, hubieran presionado, podrían haber conseguido cambiar las cosas, porque hasta el peor abusador de estos hombres era susceptible de ser dominado por su mujer.