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Bueno, había que hacer algo. Pero ¿qué? Missy consideró la posibilidad de contar aquella historia en casa, pero luego decidió que no la creerían cierta o que, si la creían, su madre y sus tías seguirían dejándose despojar de lo que les correspondía. Tenía que hacer algo y hacerlo con rapidez, antes de que Alicia fuera a embaucarlas para asegurarse las acciones, lo cual haría sin lugar a dudas.

La biblioteca estaba abierta; Missy atisbó a través del cristal esperando ver la figura severa de tía Livilla detrás del mostrador, pero en su lugar vio a Una. Aflojó el paso, dio media vuelta y volvió sobre sus pisadas.

– ¡Missy! ¡Qué regalo! No esperaba verte hoy, querida -dijo Una, sonriendo como si en verdad considerase un regalo el ver a la sucia perra de la familia.

– ¡Estoy tan enfadada…! -gritó Missy, y se sentó en la dura silla destinada a los que deseaban hojear algún libro, abanicándose con una mano.

– ¿Qué sucede?

Dándose cuenta de repente de que no le sería posible explicar aquel pequeño entramado de relaciones de parentesco cercano ni conseguir infundirle desprecio hacia ellos a una persona tan remotamente conectada con la rama del clan afincada en Byron, se conformó con un poco convincente:

– Oh, nada.

Una no intentó indagar. Se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír y aquel agradable halo que emanaba de su piel, de su cabello y de sus uñas consiguió sutilmente suavizar su irritación.

– ¿Qué te parece una taza de té antes del largo camino a casa? -le preguntó levantándose.

La taza de té adoptó las proporciones de un elixir de la vida.

– ¡Sí, por favor! -dijo Missy con fervor.

Una desapareció por la última de las librerías del fondo de la sala, donde había un pequeño cubículo con lo necesario para hacer té; no había lavabos, lo que constituía una norma en las tiendas de Byron, porque se suponía que todo el mundo debía hacer uso de los Baños Termales de Byron, y además sin demorarse.

A Missy le pareció una buena idea investigar las novelas mientras esperaba. Se fue al fondo de la sala y empezó a recorrer paso a paso la librería que llegaba casi hasta el mostrador de tía Livilla. Y cuando, al llegar al mostrador, volvió los ojos para seguir mirando la librería que continuaba al otro lado, le llamó la atención un montón de papeles que le era familiar: un paquete de certificados de acciones de la Compañía Embotelladora de Byron.

En aquel momento apareció Una.

– Ya he puesto el agua a calentar, pero tarda en hervir en un hornillo de alcohol. -Su mirada siguió a la de Missy y luego fue a posarse de nuevo en el rostro de ésta-. ¿No es fantástico? -preguntó.

– ¿El qué?

– ¡Qué iba a ser! Las cantidades que están ofreciendo por las acciones de la Compañía Embotelladora. ¡Diez libras cada una! ¡Inaudito! Wallace tenía algunas acciones mías, ¿sabes?, y cuando nos separamos me las devolvió; dijo que no quería nada que le recordase a los Hurlingford. Sólo tengo diez acciones, pero desde luego podría dar buen uso a esas cien libras en este mismo momento, querida. Y, entre tú y yo, tía Livilla también está un poco justa de dinero, así que la he convencido de que me dé sus veinte acciones para venderlas cuando venda las mías.

– ¿Y cómo consiguió tía Livilla adquirir esas acciones?

– Richard se las dio cuando no podía devolverle al contado lo que le pidió prestado una vez que necesitaba dinero con urgencia. ¡Pobre Richard! Nunca apuesta por los caballos que ganan. Y ella es un tanto estricta para la devolución de los préstamos, incluso cuando se trata de su único y amado hijo. Así que le cedió algunas de sus acciones en la Compañía Embotelladora y aquello la hizo callar.

– ¿Tiene más?

– Naturalmente. Recuerda que es un Hurlingford de sexo masculino, querida. Pero tengo motivos para creer que las ha vendido todas, porque fue Richard quien me puso sobre la pista de este comprador del cielo.

– ¿Cómo puedes vender las acciones de otra persona?

– Con unos poderes legales. ¿Ves? -Una le mostró un rígido formulario de papel oficial-. Lo compras en la papelería, como un formulario de testamento. Lo rellenas con los datos y lo firmas, y la persona que te autoriza a actuar en su nombre también lo firma, y luego alguien firma como testigo.

– Ya veo -dijo Missy, olvidándose de sus novelas. Se volvió a sentar-. Una, ¿tienes la dirección del que está comprando las acciones de la Embotelladora?

– Aquí mismo, querida, aunque yo el lunes me voy a llevar todo el tinglado a Sydney en persona para vender las acciones. Es más seguro. Por eso estoy a cargo de la biblioteca hoy, así puedo tomarme el lunes libre.

Se levantó y fue a preparar el té.

Missy se quedó cavilando. ¿Por qué no podía ella, Missy, intentar hacerse con los certificados de las tías antes de que Alicia fuera a pedírselos? ¿Por qué iba Alicia a infligirle una derrota, cuando en su primero y único encuentro, recién concluido, Alicia había salido perdiendo?

Cuando Una llegó con la bandeja del té, Missy se había decidido.

– Oh, gracias -dijo cogiendo su taza con gratitud-. Una, ¿es obligatorio que vayas a Sydney el lunes? ¿No lo podrías cambiar al martes?

– No veo por qué no.

– El martes que viene por la mañana tengo que ir a un especialista de Sydney, en Macquarie Street -explicó Missy meticulosamente-. Iba a ir con Alicia, pero… bueno, no creo que le apetezca ir conmigo. Es posible que tenga algunas acciones para vender, y si pudiese ir contigo me resultaría más fácil. Sólo he estado en Sydney un par de veces cuando era pequeña, así que no conozco el lugar.

¡Oh, qué divertido! El martes. -Una casi relucía, de tan brillante que se había hecho su luz.

– Me temo que tendré que pedirte otro favor.

– Desde luego, querida. ¿Cuál?

– ¿te importaría ir a la papelería de aquí al lado y comprarme cuatro de estos formularios de poder? Es que si voy yo, tío Septimus querrá saber para qué los necesito y a continuación se lo comentará a tío Billy o a tío Maxwell, o a tío Herbert, y…, bueno, prefiero que mis asuntos se queden en casa.

– Iré en cuanto acabe la taza de té, mientras te quedas a vigilar la tienda.

Y así quedó planeado, incluida una visita de Una a Missalonghi el domingo por la tarde a las cinco para firmar como testigo de los poderes. Por fortuna, aquella vez Missy llevaba el monedero encima y, por fortuna también, contenía dos chelines; los formularios eran caros, a tres peniques cada uno.

– Gracias -dijo Missy, guardando en su cesta de la compra los formularios enrollados.

Había decidido llevarse algunos libros.

– ¡Dios mío! -exclamó Una al echar un vistazo a los títulos-. ¿Estás segura de que quieres llevarte Problemas de corazón? Creía que habías dicho que lo leíste hasta hartarte la semana pasada.

– Sí, pero quiero volver a leerlo otra vez. -Y Problemas de corazón ocupó su sitio en la cesta junto a los formularios.

– Nos veremos en Missalonghi el domingo por la tarde, y no te preocupes: tía Livi no tiene ningún inconveniente en dejarme su caballo y su calesa -dijo Una, acompañando a Missy hasta la puerta y estampando un suave beso en la poco acostumbrada mejilla de Missy-. Arriba ese ánimo, mujer, tú puedes hacerlo -dijo sacándola a la calle con un pequeño empujón.

– Madre -dijo Missy aquella noche, sentada al calor de la cocina con Drusilla y Octavia-, ¿sigues teniendo aquellas acciones de la Compañía Embotelladora que el abuelo os dejó a ti y a tía Octavia en su testamento?

Drusilla apartó los ojos de la costura con suspicacia; aunque la modificación de la jerarquía había sido cosa suya, seguía costándole un poco aceptar el hecho de que ya no era la jefa. Y había aprendido muy deprisa a detectar el estilo de Missy, más sutil e indirecto, por lo que en aquel momento se dio cuenta de que algo se traía entre manos.