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– Sí, todavía las tengo -dijo.

Missy dejó su ganchillo en la falda y miró de frente a su madre, con mucha seriedad.

– Madre, ¿confías en mí?

Drusilla parpadeó.

– ¡Claro que sí!

– ¿Cuánto cuesta una máquina de coser nueva Singer?

– La verdad es que no lo sé, pero me imagino que unas veinte o treinta libras, tal vez mucho más.

– Si tuvieras cien libras más, aparte de las doscientas que te pagó tía Aurelia por la ropa de Alicia, ¿te comprarías una máquina de coser Singer?

– Desde luego, estaría tentada de hacerlo.

– Entonces dame tus acciones de la Embotelladora y deja que te las venda. En Sydney puedo conseguir diez libras por cada acción.

Tanto Drusilla como Octavia habían interrumpido sus labores.

– Missy, querida, no tienen ningún valor -dijo Octavia con amabilidad.

– Sí lo tienen -dijo Missy-. Tío Billy, tío Herbert y los demás os han engañado, eso es todo. Os tendrían que haber pagado con regularidad lo que se llama un dividendo por cada una de ellas, porque la Compañía Embotelladora es un negocio sumamente próspero.

– ¡No, estás equivocada! -insistió Octavia, sacudiendo la cabeza.

– Estoy en lo cierto. Si tú, tía Cornelia y tía Julia os hubierais dirigido a un abogado desinteresado de Sydney hace algunos años, ahora seríais mucho más ricas de lo que sois, y ésta es la pura verdad.

– Nunca podríamos hacer algo a escondidas de los hombres de la familia, Missy -dijo Octavia-. Significaría un quebrantamiento de la fe y la confianza en ellos. Ellos saben más que nosotras, y por eso se hacen cargo de nosotras y nos vigilan. ¡Y son de la familia!

– ¿Acaso no lo sé? -gritó Missy apretando los dientes-. Octavia, ¡los hombres de la familia se han estado aprovechando del hecho de que son de la familia desde que empezaron a existir los Hurlingford! ¡Os utilizan! ¡Os explotan! ¿Cuándo hemos obtenido un precio justo por los productos que hemos vendido a tío Maxwell? ¿En verdad tragáis todas sus conmovedoras historias de que se arruina en los mercados, y no puede pagarnos más? ¡Es tan rico como Creso! ¿Y cuándo habéis visto alguna prueba de que tío Herbert realmente perdiera vuestro dinero en una inversión fallida? ¡Es más rico que Creso! ¿Y no fue el propio tío Billy quien os dijo que estas acciones no tenían ningún valor?

La atenta y muda mirada de Drusilla había pasado de la sorpresa a la duda, de la renuncia a escuchar a un claro deseo de oír más. Y al final de aquel discurso apasionado, hasta Octavia vacilaba visiblemente. Quizá si hubiera sido la antigua Missy la que, ahí sentada, destruía el viejo orden, habrían descartado sin remordimiento alguno lo que decía; pero esta nueva Missy poseía una autoridad que daba a sus palabras el sonido de la verdad inequívoca.

– Mirad -continuó Missy más calmada-, puedo vender vuestras acciones de la Compañía Embotelladora por diez libras cada una, y sé que esta clase de oportunidades es tan poco frecuente como un diente en una gallina, porque yo estaba allí cuando tío Billy y tío Edmund estaban hablando de ello, y esto es lo que decían. No sabían que yo escuchaba; de lo contrario, no hubieran dicho una sola palabra. Hablaron de vosotras tal como piensan de vosotras: con profundo desprecio. Creedme, no estoy malinterpretando lo que he oído y no estoy exagerando. Y he decidido que había que poner fin a todo ello, que iba a ocuparme de que tú, tía Cornelia y tía Julia os adelantéis a ellos por una vez. Así que dadme vuestras acciones y dejadme que las venda, porque conseguiré diez libras por cada una. Pero si se las ofrecéis a tío Billy, a tío Herbert o a tío Maxwell, os obligarán a que se las cedáis a cambio de nada.

Drusilla suspiró.

– Ojalá no te creyera, Missy, pero te creo. Y lo que dices no me sorprende, sinceramente.

Octavia, que podría haber luchado por ciega lealtad, decidió por el contrario cambiar de alianza; de algún modo, tenía algo de niña y necesitaba una firme autoridad.

– Piensa qué distinto sería con una máquina de coser Singer, Drusilla -dijo.

– Me encantaría -admitió Drusilla.

– Y yo debo confesar que me encantaría tener cien libras en el banco solo mías. Me sentiría menos una carga.

Drusilla capituló.

– Muy bien, Missy, puedes vender nuestras acciones.

– ¡Quiero también las de tía Cornelia y tía Julia!

– Ya veo.

– Puedo vender sus acciones por la misma cantidad de dinero, diez libras cada una. Pero, como vosotras, tendrían que estar dispuestas a entregarme sus acciones sin decir palabra a tío Billy o a alguno de los otros. ¡Ni una sola palabra!

– Desde luego, a Cornelia le iría muy bien el dinero, Drusilla -dijo Octavia, animándose por momentos y relegando a un lado a sus parientes varones, ya que le resultaba mejor aquello que lamentarse de su perfidia y sangrar por las heridas recibidas de ellos-. Podría operarse los pies con aquel médico alemán de Sydney especialista en huesos. ¡Está tanto rato de pie! Y ya sabes lo desesperada que es la situación de Julia, ahora que han hecho una sala más en la parte posterior del Olimpus Café, con mesas de mármol y un pianista todas las tardes. Si Julia tuviera cien libras extras podría conseguir que su salón de té fuera todavía más elegante que el Olimpus Café.

– Haré todo lo que pueda por convencerlas -dijo Drusilla.

– Bien, si las convences tendrán que venir a Missalonghi el domingo por la tarde, a las cinco, con sus acciones. Todas vosotras tendréis que firmar unos poderes.

– ¿Qué es eso?

– Un papel que me autoriza a actuar en nombre vuestro.

– ¿Por qué el domingo a las cinco? -preguntó Octavia.

– Porque ese día vendrá mi amiga Una para actuar de testigo de la firma de los documentos.

– ¡Oh, qué bien! -Octavia tuvo una inspiración. -Entonces aprovecharé para hacerle una hornada de mis galletas.

Missy hizo una mueca.

– Por una vez en nuestra vida, tía Octavia, creo que podremos regalarnos una merienda especial de domingo. Podemos tener galletas caseras para Una, por supuesto, pero tendremos también pasteles glaseados, hojaldres y buñuelos de nata cubiertos de caramelo, y… ¡lamingtons!

Ninguna de las dos puso objeciones a aquel menú.

Cuando Missy llegó a la estación de Byron a las seis de la mañana del martes, llevaba consigo cuarenta acciones de la Compañía Embotelladora de Byron, y cuatro poderes debidamente firmados. Una resultó ser un auténtico juez de paz, a pesar de su sexo (dijo que ya lo había hecho en Sydney alguna vez), y había estampado un sello de aspecto caso oficial en todos los documentos.

Una estaba esperando en el andén, donde también se hallaba Alicia. No estaban juntas, pues Alicia se hallaba en el extremo de la locomotora, donde se colocaban los vagones de primera clase, y Una en el extremo del furgón del vigilante, donde se situaban los vagones de segunda.

– Espero que no te importe viajar en segunda -dijo Missy ansiosa-. Mi madre ha estado de lo más generosa: tengo diez chelines para mis gastos y una guinea para el especialista, pero no quiero gastar más, si puedo evitarlo.

– Querida, mis épocas de primera clase se acabaron hace tiempo -la tranquilizó Una-. Además, no es un viaje tan largo, y a estas horas de una mañana fría nadie va a insistir en abrir las ventanas, así que no entrará el hollín.

Las miradas de Missy y de Alicia se encontraron; Alicia adoptó una expresión de desdén y se dio media vuelta deliberadamente. Gracias a Dios, pensó Missy sin arrepentirse de nada.

Los raíles empezaron a vibrar, y poco después entró el tren: una locomotora como un enorme monstruo negro con una chimenea gruesa y corta pasó entre torrentes de sucio humo y feroces bocanadas de espeso vapor blanco.

– ¿Sabes lo que me gusta hacer? -preguntó Una a Missy cuando hubieron encontrado un par de sitios libres, uno de ellos junto a la ventana.