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– No, ¿qué?

– ¿Conoces el puente que cruza sobre el tramo de Noel Street, cerca de la planta embotelladora?

– Sí, claro.

– Me encanta subirme, ponerme allí en medio y asomarme por la barandilla cuando el tren pasa por debajo. ¡UHF! Humo por todas partes, como si descendieras a los infiernos. Pero, ¡oh, qué divertido!

Tú sí que eres divertida, pensó Missy. Nunca he conocido a nadie como tú, ni tan lleno de vida.

En el momento en que el tren entraba en la Estación Central de Sydney, las agujas del reloj del andén señalaban las nueve menos veinte. Su cita en Macquarie Street era a las diez, pero Una dijo que tenían todo el tiempo que quisieran para tomarse una taza de té en el bar de la estación. En el vestíbulo principal, Alicia pasó a toda prisa por su lado; debía de haber estado al acecho esperando el momento de hacerlo, pues normalmente los pasajeros de primera clase estaban allí mucho antes que los de la parte posterior del tren.

– ¿No es ésa la famosa Alicia Marshall? -preguntó Una.

– Sí.

Una emitió un sonido intraducible…

– ¿Qué piensas de ella? -preguntó Missy con curiosidad.

– Vulgar y ostentosa, querida. Pone todo el género en el escaparate, y ¿sabes lo que les ocurre a los artículos del escaparate, no?

– Sí, pero dímelo con tus palabras.

Una reprimió una risa.

– Querida, ¡pierden el color! Exposición constante a la deslumbrante luz del sol. Le doy como mucho un año más. Después, por mucho que se apriete el corsé, no podrá mantener su figura. Engordará mucho y se volverá perezosa, y su carácter se hará insoportable. Creo que se va a casar con un chiquillo. Lástima. Lo que necesita es un hombre que la haga trabajar duro y la trate como a un trapo.

– Me temo que el pobre Pequeño Willie es demasiado blandengue -suspiró Missy, y no pudo entender por qué a Una este comentario le había parecido exquisitamente divertido.

De hecho, Una se estuvo riendo a tontas y a locas durante todo el recorrido de Castlereagh Street en tranvía, pero se negó a decirle a Missy el porqué y, para cuando llegaron al edificio de Macquarie Street donde tenia la consulta el especialista, Missy se había dado por vencida.

A las diez en punto, la estirada enfermera del doctor George Parkinson la acompañó a una sala llena de biombos móviles de una pulcritud y blancura escalofriantes. Le ordenó que se sacase toda la ropa incluidos los calzones, que envolviese su cuerpo flacucho en una especie de sábana blanca y esperase al doctor estirada en una camilla.

Cuando el rostro del doctor Parkinson apareció encima de ella, no pudo evitar pensar que aquélla era una forma más bien extraña de recibir a alguien; no lograba imaginar qué aspecto tendría el doctor cuando su rasgo más prominente no fueran las peludas cavidades de su nariz. Mientras la enfermera esperaba en silencio, le oprimió el tórax, se quedó observando sus pechos míseramente desarrollados con la descortesía de la total indiferencia, la escuchó el corazón y los pulmones con un estetoscopio mucho más complejo que el del doctor Hurlingford, le tomó el pulso, le introdujo una espátula en la garganta hasta que sintió unas peligrosas nauseas, la tocó a ambos lados del cuello y bajo la barbilla con las yemas de los dedos y luego le recorrió su hundido estómago con las palmas de las manos.

– Examen interno, enfermera -dijo brevemente.

– ¿P. O P.V.? -preguntó la enfermera.

– Ambos.

Los exámenes internos dejaron a Missy como si la hubieran sometido a una grave operación, sin el beneficio del cloroformo, pero lo peor todavía estaba por venir. El doctor Parkinson la hizo dar vuelta y le fue golpeando y tanteando toda la columna vertebral hasta que, más o menos en el punto donde los omóplatos sobresalían como patéticas alas, gruñó varias veces.

– ¡Ajá! -exclamó con aire de haber hallado un tesoro.

Sin prevenirla, la enfermera y el doctor agarraron a Missy por la cabeza, los tobillos y las caderas; lo que le hicieron fue tan rápido que no supo decir qué había sido, salvo que produjo un fuerte crujido tanto más desagradable cuanto que lo oyó dentro y fuera de sus oídos.

– ahora puede vestirse, señorita Wright, y luego entre por esa puerta -le indicó el doctor Parkinson, y salió por la puerta indicada, mientras que la enfermera seguía esperando.

Temblorosa y apocada, Missy hizo lo que le dijeron.

En posición normal, el doctor tenía un rostro agradable, y sus ojos azul claro eran amables y atentos.

– Bueno, señorita Wright, puede regresar a casa hoy -dijo, manoseando una carta que había encima de su escritorio entre muchos otros papeles.

– ¿Estoy bien? -preguntó Missy.

– Perfectamente. No tiene absolutamente nada en el corazón. Tiene un nervio pinzado en la parte alta de la columna, y esos enérgicos paseos lo retuercen hasta que protesta, eso es todo.

– Pero… ¡no podía respirar! -murmuró Missy, estupefacta.

– ¡Pánico, señorita Wright, pánico! Cuando el nervio se retuerce, el dolor es muy agudo y puede ser que en su caso inhibiera parte de la musculatura respiratoria. Pero lo cierto es que no hay necesidad de preocuparse. Ahora he manipulado su columna, y ello debería haberla arreglado, siempre que usted disminuya un poco el ritmo de sus caminatas cuando éstas sean largas. Si no desaparece, le sugiero que se monte una especie de barra alta, que alguien le ate un par de ladrillos a cada uno de los pies, y que usted intente elevarse hasta que la barbilla llegue a la barra superando el peso de los ladrillos.

– ¿Y no tengo nada más?

– ¿Defraudada, eh? -preguntó el doctor Parkinson con perspicacia-. ¡Vamos, señorita Wright! ¿Por qué demonios preferiría tener un problema de corazón en lugar de un simple pinzamiento de columna?

Era una pregunta a la que Missy no tenía intención de responder en voz alta; ¿cómo iba a morirse en brazos de John Smith de un pinzamiento de columna? Era tan poco romántico como una espinilla.

El doctor Parkinson se arrellanó en su sillón y la miró pensativo, golpeando la pluma contra el papel secante. Era evidente que se trataba de una costumbre, porque todo el papel estaba cubierto de puntitos azules, y en algunos lugares había unido los puntos más dispersos para dar forma a un garabato ininteligible, fruto, tal vez, del aburrimiento.

– ¡Períodos! -dijo de repente, pensando, al parecer, que debía animarla un poco investigando cualquier posibilidad-. ¿Con qué frecuencia tiene el período, señorita Wright?

Ella se sonrojó y se odió a sí misma por ello.

– Aproximadamente cada seis meses.

– ¿Mucha cantidad?

– No, muy poca.

– ¿Dolores? ¿Calambres?

– No.

– ¿Se suele desmayar?

– No.

– Mmmm. -Hizo una mueca con tal habilidad que consiguió acariciarse la punta de la nariz con el labio superior-. Señorita Wright -dijo por fin-: en realidad, lo que usted padece sólo puede curarse si encuentra un marido y tiene un par de hijos. Dudo de que llegue a tener más de un par, porque no creo que quede embarazada con mucha facilidad, pero, a su edad, ya sería hora de que empezase.

– Si pudiera encontrar a alguien dispuesto a hacerlo, créame, doctor, que empezaría -dijo Missy con sequedad.

– Le ruego me perdone.

En aquel preciso e incómodo instante, la enfermera del doctor Parkinson sacó la cabeza por la puerta haciendo señas con las cejas.

Él se levantó de inmediato, siguiendo aquellas indicaciones.

– Disculpe

Durante tal vez un minuto, Missy se quedó inmóvil en su silla, luchando con su deseo de levantarse y salir de puntillas, hasta que decidió que era mejor esperar a que la despacharan formalmente. Le llamó la atención el nombre del doctor Neville Hurlingford en el encabezamiento de una carta que se hallaba sobre la mesa, a mitad del camino entre una constelación de puntos unidos entre sí y un conjunto globular de puntos sin unir. Con total independencia de su cerebro, la mano de Missy se estiró para coger la carta.