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Decía así:

“Apreciado George:

Qué curioso que tenga que enviarte dos pacientes en la misma semana después de haber estado meses enteros sin enviarte ninguno, pero así es la vida -y mi práctica profesional- en Byron. La presente es para hablarte de Missy Wright, una pobrecilla solterona que ha tenido por lo menos un acceso de dolor en el pecho con dificultad para respirar después de una larga y enérgica caminata. Este único ataque ante testigos me llevó a pensar que había sido presa de la histeria, si no hubiera sido porque la paciente estaba gris y sudaba. No obstante, su vuelta a la normalidad fue espectacularmente repentina, y, cuando la examiné poco después, no pude hallar secuelas de ningún tipo. Sospecho que, en efecto, se trata de histeria, pues las circunstancias de su vida hacen que sea el diagnóstico con mayores probabilidades. Lleva una existencia rutinaria, precaria (observa el desarrollo de sus pechos). Pero, para asegurarme, me gustaría que la examinases, con vistas a excluir una enfermedad grave.”

Missy depositó la carta y cerró los ojos. ¿Es que todo el mundo la miraba con compasión y desprecio? ¿Y cómo iba a luchar su orgullo con tanto desprecio y compasión cuando éstos eran tan bien intencionados? Al igual que su madre, Missy era orgullosa. “Rutinaria.” “Precaria.” “Una pobrecilla solterona.” “Con vistas a excluir una enfermedad grave.” ¡Como si la rutina, la precariedad de medios y la soltería no deseada no fueran enfermedades graves por sí mismas!

Abrió los ojos, sorprendiéndose al no hallar en ellos ni una sola lágrima. Por el contrario, estaban brillantes, secos y enojados. Y empezaron a buscar por entre los papeles desparramados en la mesa del doctor Parkinson, con la esperanza de hallar entre ellos al menos el inicio de un informe sobre su estado. Encontró dos informes, ninguno de ellos con un nombre que lo individualizara: uno contenía una lista de palabras en las que decía “normal”; el otro era una letanía de desgracias, todas relacionadas con el corazón. Y descubrió el inicio de una carta al doctor Hurlingford que decía:

“Estimado Neville:

Gracias por enviarme a la señora Anastasia Gilroy y a la señorita Wright, cuyo nombre de pila ignoro, pues todo el mundo, incluido tú, parece llamarla Missy. Estoy seguro de que no te importará que te envíe mi opinión sobre ambas pacientes en la presente…”

Y allí terminaba. ¿Señora Anastasia Gilroy? Después de ir descartando los diversos rostros de Byron que no pertenecían a la familia Hurlingford, pensó en una mujer de aspecto enfermizo que debería de tener su misma edad y que vivía con un marido borracho y varios hijos mal cuidados, en una casa de campo medio en ruinas junto a la planta embotelladora.

¿Correspondería el segundo informe a la señora Gilroy? Missy lo cogió e intentó descifrar la jerga y los símbolos que llenaban la primera mitad de la página. Pero la segunda mitad estaba muy clara, incluso para ella.

Decía:

“No puedo ofrecer ningún tratamiento capaz de modificar o cambiar esta prognosis. La paciente sufre una manifestación avanzada de dolencia valvular cardiaca múltiple. Si no se producen más deterioros en el corazón, le pronostico de seis meses a una año de vida. Sin embargo, no veo razón alguna para recomendarle reposo en cama, pues imagino que la paciente se limitará a ignorar la orden, dadas su naturaleza y su situación familiar.”

¿La señora Gilroy? ¡Ojalá apareciera algún nombre! Pero debía de ser de esa señora, y lo incluiría junto con la carta al doctor Hurlingford. No había más informes en medio de aquel desorden. ¡Oh! ¿Por qué no iba a nombre de Missy Wright el informe grave? La muerte, arrebatada de aquella manera, le parecía de pronto algo muy dulce y deseable. ¡No era justo! La señora Gilroy tenía una familia que la necesitaba con desesperación.

Oyó voces al otro lado de la puerta; Missy dobló pulcra y rápidamente el informe que tenía todavía en la mano y la metió en su bolso.

– ¡Mi querida señorita Wright, cuánto lo siento! -vociferó el doctor Parkinson, entrando en el consultorio con tanto ímpetu que los papeles de su escritorio salieron volando en todas direcciones-. ¡Ya puede irse, ya puede irse! Deje que pase una semana antes de volver a ver al doctor Hurlingford, ¿de acuerdo?

En Sidney hacía más calor y más humedad que en las Montañas Azules, y el día era bueno y claro. Al salir a Macquarie Street con Una a su lado, la luminosidad hizo parpadear a Missy.

– Casi las once y media -dijo Una-. ¿Vamos a vender nuestras acciones, ante todo? La dirección es Bridge Street, que está a un paso de aquí.

Y así lo hicieron, y fue extraordinariamente fácil. No obstante, la pequeña oficina y su hosco ocupante no ofrecían pista alguna en cuento a la identidad del misterioso comprador; lo más sorprendente de la compra fue que les pagaron en soberanos de oro en lugar de hacerlo en billetes. Y, una vez colocadas en su bolso, Missy descubrió que cuatrocientas monedas de oro pesaban mucho.

– No podemos ir muy lejos cargadas de esta manera -dijo Una-, así que sugiero que almorcemos en el Hotel Metropole. Estamos a dos pasos. Y luego cogemos un tranvía para volver a la estación central y regresamos tranquilamente a casa.

Missy no había comido en un restaurante en toda su vida, ni siquiera en el salón de té de su tía Julia, ni tampoco había llegado a entrar en el Hotel Hurlingford. La vasta opulencia, pues, del Metropole, con sus lámparas de cristal y sus columnas de mármol, la dejó perpleja; también le recordó la casa de su tía Aurelia, pues lucía el mismo adorno verde y silencioso de macetas de kentias. En cuanto a la comida, Missy no había probado nada tan delicioso como la ensalada de cangrejos de río que Una pidió para ella.

– Creo que podría llegar a engordar, si pudiese comer cosas como éstas todos los días -dijo Missy extasiada.

Una le sonrió sin compasión, pero con mucha comprensión.

– ¡Pobre Missy! Has visto pasar la vida, ¿verdad? En cambio, en mi caso, la vida me atropelló como un tren directo. Pim, pam, zas, y allí quedó nuestra Una boca abajo en el agua. ¡Pero ánimo, querida, vamos! Te prometo que no va a ser siempre así. Piensa que todos los perros tienen su día, incluso las perras. Pero tampoco dejes que la vida te atropelle; eso es igualmente difícil de sobrellevar.

Deseosa de decirle a Una cuánto le gustaba, pero demasiado tímida para hacerlo, Missy buscó un tema de conversación aceptable.

– No me has preguntado lo que me ha dicho el doctor. Los brillantes ojos de Una centellearon.

– ¿Qué te ha dicho?

Missy suspiró.

– Mi corazón está tan fuerte como un roble.

– ¿Estás segura?

Al comprender el verdadero significado de las palabras de Una, Missy sonrió.

– De acuerdo, sí, está un poco afectado. Pero no por una enfermedad.

– ¡Yo creo que es la peor enfermedad del mundo!

– No, según los libros de medicina.

– Si te gusta tanto John Smith, ¿por qué no se lo demuestras?

– ¿Yo?

– ¡Sí, querida, tú! ¿Sabes? Tu verdadero problema es que te han educado, al igual que al resto del pueblo, para pensar que si o te pareces a Alicia Marshall y actúas como ella ningún hombre se interesará por ti. Pero, querida mía. ¡Alicia Marshall no fulmina a todos los hombres que conoce! Hay muchos hombres con más gusto y capacidad de discernimiento que eso, y da la casualidad de que yo sé que John Smith es uno de ellos. -Sonrió con picardía-. De hecho, creo que le agradarías muchísimo.

– ¿Está casado?

– Lo estuvo, pero ahora es un respetable soltero: su mujer murió.

– ¡Oh! ¿Era… era agradable?

Una meditó la pregunta.

– Bueno, desde luego, a mí me gustaba. Había mucha gente a la que no.

– ¿A él le gustaba?

– Creo que seguramente le gustaba bastante al principio, pero no tanto al final.