– Oh.
Una pidió la cuenta y no quiso oír ninguna de las protestas de Missy.
– Querida, tus transacciones de esta mañana no te han reportado ninguna compensación personal, mientras que las mías me han dado cien maravillosas libras que tengo la intención de despilfarrar como la amante de un rey. Por lo tanto, el almuerzo es regalo mío.
En la esquina donde esperaban el tranvía, había una tienda de vestidos con aspecto de ser muy exclusiva, pero, ante la sorpresa de Missy, Una no demostró ningún interés por ella.
– En primer lugar, querida, con cien libras no compraríamos allí ni el olor de un trapo sucio -explicó-. Aparte de esto, la ropa de esta tienda es tan deplorablemente aburrida, como deplorablemente caros sus precios. ¡Ni un vestido rojo! Es una tienda demasiado respetable.
– Algún día tendré mi vestido y mi sombrero de encaje de color escarlata -dijo Missy-; no me importa el aspecto poco respetable que pueda ofrecer.
– Así que no tengo nada en el corazón -dijo a su madre y a su tía-. De hecho, mi corazón está en perfecto estado.
Los dos rostros dirigidos a Missy con expresión de ansiedad, se relajaron al instante.
– ¡Oh, qué buena noticia! -dijo Octavia.
– ¿Qué te pasa entonces? -preguntó Drusilla.
– Tengo un nervio pinzado en la columna vertebral.
– ¡Dios mío! ¿Eso significa que no hay cura?
– No, el doctor Parkinson piensa que ya me ha curado. Casi me desenrosca la cabeza. Oí una especie de crujido horrible, pero parece que estaré bien de ahora en adelante. Dijo que lo que me había hecho era una manipulación, creo. Pero, si aun así tuviera más ataques, ¡me tendréis que atar dos ladrillos en cada pie y yo tendré que colgarme apoyando la barbilla en una barra! -Hizo una mueca-. ¡Sólo pensarlo es suficiente para curar cualquier queja! -Necesitó un fuerte impulso para depositar el bolso encima de la mesa-. Aquí hay algo mucho más importante…!Mirad! -dijo sacando cuatro cilindros envueltos con todo cuidado-. Cien libras para ti, madre, todas en oro. Y lo mismo para tía Octavia, tía Cornelia y tía Julia.
– Es un milagro -dijo Drusilla.
– No, es justicia un poco tardía -la contradijo Missy-. Ahora comprarás la máquina de coser Singer, ¿no?
En el pecho de Drusilla, la prudencia batallaba con el deseo, hasta que declaró una tregua temporal antes de decidir el desenlace.
– Dije que lo pensaría y lo haré.
Cuando llegó la hora de acostarse, Missy se sorprendió desvelada, a pesar de la tensión de las novedades del día; tumbada plácidamente en la oscuridad pensaba en John Smith. Así que había estado casado, pero su mujer había muerto. Con seguridad, no habían podido tener hijos, porque habrían estado con él, al menos una parte del tiempo. Aquello era triste, y también la opinión de Una sobre su matrimonio, de que al final él no había querido a su esposa. Missy decidió que la sociedad de Sidney no favorecía los matrimonios felices; ahí estaban Una con su Wallace y John Smith con su difunta mujer. Pero la señora Smith no había llegado a sufrir el estigma del divorcio; en cuyo punto, Missy se preguntó por primera vez en su convencional vida si el estigma del divorcio no sería preferible a la perentoriedad de la muerte.
A medianoche, su plan estaba elaborado y ella decidida. Lo haría, y lo haría mañana mismo. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que perder? Si su plan no funcionaba, sencillamente tendría que continuar los treinta y tres años siguientes viviendo como lo había hecho los treinta y tres anteriores. En verdad, valía la pena intentarlo.
En algún rincón de su cerebro, de pronto somnoliento, hubo un pensamiento para John Smith, la ilusa víctima. ¿Era justo? Sí, fue la respuesta. Missy se dio vuelta y se quedó dormida sin más recelos.
Drusilla decidió cargar con las cuatrocientas libras hasta Byron sin ayuda, y salió a las nueve de la mañana siguiente. La pesada carga de su bolso le parecía como una pluma. Estaba muy contenta, no sólo por ella, sino también por sus hermanas. En las últimas semanas había tenido más suerte que en las cuatro últimas décadas, y empezaba a albergar la esperanza de que la buena suerte fuera un hilillo de agua que se iría convirtiendo en un arroyo, en lugar de un chorro que desapareciera en la arena. Pero no puede ser sólo para mí, se propuso. De alguna manera, tengo que asegurarme que nos alcance a todas.
Mientras Octavia trasteaba alegremente en la cocina, Missy metió con tranquilidad su escasa ropa en la gastada maleta de tela que utilizaban las mujeres de Missalonghi en las raras ocasiones en que les hacía falta. Dejó una nota a su madre sobre la colcha de la cama y salió por la puerta principal, tomó el senderito hasta la verja y giró hacia la izquierda, no hacia la derecha.
Esta vez no exploró con timidez el inicio de la pendiente que llevaba al valle de John Smith; la descendió con decisión y voluntad, ayudándose de un sólido bastón y de la maleta para no perder el equilibrio por los traicioneros escombros. Al fondo el desprendimiento, el trayecto se hacía más fácil cuando el sendero se zambullía en las arboladas laderas del barranco. No hacía tanto frío como había imaginado, pues la muralla que se levantaba por encima de su cabeza paraba el impacto del viento; abajo, en el fondo del valle, todo estaba quieto y tranquilo.
A unos seis kilómetros del comienzo de la pendiente, el bosque algo despejado de las laderas se convertía en una especie de jungla espesa, con enredaderas, plantas trepadoras y helechos gigantes, e incluso diversas variedades de palmeras. Había pájaros por todas partes, aunque por mucho que lo intentara no conseguía verlos; pero sus voces llenaban el aire con las más suaves y delicadas melodías, frágiles, nítidas y mágicas; no se hubiera dicho que eran pájaros los que cantaban. Y otros cantos se entrelazaban con aquellas melodías: el canto alegre de las urracas, los jubilosos trinos de los diminutos papamoscas que revoloteaban a pocos centímetros de su cara como si le dieran la bienvenida a su hogar.
Después de tres horas de caminata, se encontró en una zona de mucha humedad, pues el sol apenas se filtraba a través de la bóveda de hojas de los árboles. El sendero, lleno de musgo, fango y detritus del bosque, se había vuelto resbaladizo. Cuando le cayó encima la primera sanguijuela y enganchó de inmediato su escuálido cuerpo viscoso y serpenteante a su mano, el primer impulso de Missy fue chillar y correr en círculos demenciales, en especial cuando fue evidente que todos sus esfuerzos por deshacerse de ella resultaban inútiles. Pero se obligó a sí misma a quedarse absolutamente inmóvil y en silencio, hasta que consiguió que el vello de la nuca y de sus brazos volviera a su sitio, y entonces se propinó una severa reprimenda: si estas cosas repugnantes vivían en el bosque de John Smith, tenía que enfrentarse a ellas de una forma que no lo indujese a él a etiquetarla de mujer tonta. La sanguijuela había empezado a hincharse como una pelota y se habían unido a ella varias hermanas igualmente vampiresas, según comprobó Missy al palparse las zonas del cuello y de la cara que estaban al descubierto. ¡Bichos repugnantes! ¡No se despegaban! Siguió avanzando, con la esperanza de que tendría menos sanguijuelas si se movía que si se quedaba quieta, esperanza que se cumplió. Una vez harta, la primera en aterrizar se despegó sin más y cayó al suelo. Y lo mismo hicieron sus hermanas. Entonces aprendió que, por mucho que taponase las heridas, seguían sangrando. ¡Qué aspecto debía de tener cubierta de sangre! Lección número uno: sueños frente a realidades.
Poco después, el sonido del río empezó a llenar la distancia y el valor de Missy empezó a flaquear con la misma rapidez con que le sangraban las heridas; le costó más voluntad y esfuerzo recorrer aquellos últimos metros que organizar toda la expedición.
Allá estaba, a la vuelta de la curva siguiente. Una cabaña pequeña y baja construida con juncos y argamasa, con techo de madera y un cobertizo a un lado, que parecía de construcción más reciente. Sin embargo, la cabaña tenía una chimenea de piedra caliza y una delgada humareda tiznaba el perfecto color azul del cielo. ¡Entonces, estaba en casa!