Como su plan no era abalanzarse sobre él de improviso, Missy se detuvo al borde del claro del bosque y lo llamó varias veces gritando con todas sus fuerzas. Dos caballos que pastaban en un lugar vallado levantaron la cabeza para mirarla con curiosidad, y volvieron luego a la interminable tarea de alimentarse. Pero no había señal alguna de John Smith. Debía de haber ido a alguna parte. Se sentó a esperar en un tronco de árbol que le pareció cómodo.
La espera no fue larga, pues ella había llegado un poco antes de la una y él regresó a la cabaña silbando alegremente, para prepararse algo de almorzar. Aun cuando hubo penetrado en el claro, no la vio; estaba sentada en medio del camino que conducía hasta los caballos y él se dirigió hacia el río que fluía en ruidosas cascadas detrás de la cabaña.
– ¡Señor Smith! -llamó.
Él detuvo sus pasos, se quedó quieto un segundo y luego se volvió.
– ¡Oh, demonios! -exclamó.
Cuando llegó hasta ella, le lanzó una mirada terriblemente severa, sin expresión alguna de bienvenida en los ojos.
– ¿Qué está haciendo aquí?
Missy sintió que se le cortaba la respiración y tomó una gran bocanada de aire; era ahora o nunca.
– ¿Quiere casarse conmigo, señor Smith? -le preguntó pronunciando con toda claridad.
Su enojo se disipó al instante, para dar lugar a una hilaridad que no se molestó en disimular.
– Hay un buen trecho para bajar hasta aquí; así que será mejor que entre y se tome una taza de té, señorita Wright -dijo, moviendo los ojos de un lado para otro. Con un dedo, tocó con suavidad la sangre de su cara-. Sanguijuelas, ¿eh? Me sorprende que haya resistido todo el trayecto.
Puso su mano bajo el codo de ella y la condujo por el claro con paso tranquilo sin decir una palabra más, limitándose a ahora su risa. La cabaña no tenía galería, cosa extraña en aquella parte del mundo, y, al penetrar en su lóbrego interior, Missy advirtió que el suelo estaba hecho de tierra apisonada y que el mobiliario era espartano. No obstante, para ser la vivienda de un soltero, tenía un aspecto notablemente limpio y ordenado. Ni platos por lavar, ni suciedad. Parte de la chimenea estaba ocupada por una cocina nueva de hierro colado y la otra mitad era un hogar abierto; había un banco de madera para la palangana de lavar, así como una larga mesa bastante rústica y dos sencillas sillas de cocina. La cama estaba construida con tablas de madera y tenía encima lo que parecían tres colchones y un edredón de plumas con el que debía dormir caliente por mucho frío que hiciese. Le servía de sillón una piel de vaca extendida en un armazón de gruesas maderas clavados en la pared junto a su cama. No había cortinas en la única ventana, cuyo cristal parecía haber sido colocado recientemente.
– Pero ¿para qué cortinas? -preguntó Missy en voz alta.
– ¿Eh? -dijo mirándola, mientras encendía dos lámparas de queroseno con una astilla que luego tiró a la cocina.
– ¡Qué espléndido vivir en una casa que no necesita cortinas! -dijo Missy.
Él colocó una lámpara encima de la mesa y la otra en una caja de tablas que había junto a su cama, tras lo cual se dispuso a preparar el té.
– En realidad -dijo Missy-, hay suficiente luz sin lámparas.
– Está sentada frente a la ventana, señorita Wright, y yo quiero luz en su cara.
Missy se sumió en el silencio, dejando que sus ojos paseasen por donde quisiera: de John Smith a su morada, una y otra vez. Como de costumbre, olía a limpio, aunque el polvo y la tierra que había en su ropa y brazos, así como un arañazo superficial en su mano y en la muñeca izquierda indicaban que había estado haciendo algún trabajo bastante duro toda la mañana.
Sirvió el té en tazas esmaltadas y las galletas en la misma lata enorme y de llamativos colores, pero hizo todo sin intentar ninguna clase de disculpa y con toda naturalidad. Después de servirle y de que ella le dijese que no deseaba nada más, se llevó su taza y un puñado de galletas al sillón de piel y lo hizo girar para poder sentarse enfrente de ella y más cerca.
– ¿Por qué demonios, señorita Wright, querría casarse conmigo?
– ¡Porque lo amo! -dijo Missy, algo desconcertada por la pregunta.
Esta respuesta lo dejó confuso; como si de pronto no deseara que ella viera lo que podían delatar sus ojos, apartó la mirada y la dirigió a la ventana, detrás de ella, frunciendo el entrecejo.
– Esto es ridículo -dijo por fin, mordiéndose el labio.
– Yo hubiera dicho que era evidente.
– ¡Es imposible que ame a alguien a quien ni siquiera conoce, mujer! Es ridículo.
– Conozco lo suficiente de usted para quererlo -dijo ella sinceramente-. Sé que es muy amable. Es fuerte por dentro. Es limpio. Es diferente. Y tiene… tiene la suficiente poesía en su interior para haber elegido este lugar para vivir.
Él parpadeó.
– ¡Cielos! -exclamó y soltó una carcajada-. Debo decir que es el catálogo de virtudes más interesante que he tenido el privilegio de oír. Lo de limpio es lo que más me gusta.
– Es importante -dijo Missy muy seria.
Por un momento, pareció que a él iba a vencerlo de nuevo la risa, pero hizo un esfuerzo y permaneció serio.
– Me temo que no puedo casarme con usted, señorita Wright.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Le diré por qué -dijo, inclinándose hacia delante en el sillón-. ¡Está mirando a un hombre que ha hallado la felicidad por primera vez en su vida! Si tuviera veinte años, esta frase sería estúpida, pero voy ya para los cincuenta, señorita Wright, y eso significa que tengo derecho a un poco de felicidad. Por fin estoy haciendo todas las cosas que siempre había deseado hacer y nunca había tenido el tiempo o la oportunidad. ¡Y estoy solo! Sin esposa, sin amistades, sin nadie que dependa de mí. Ni siquiera un perro. Sólo yo. ¡Y me encanta! Tener que compartirlo lo estropearía. De hecho, voy a colocar una enorme verja en lo alto de mi sendero para mantener alejado a todo el mundo. ¿Matrimonio? ¡Ni loco!
– No sería por mucho tiempo -dijo Missy quedamente.
– Un día sería demasiado, señorita Wright.
– Comprendo cómo se siente, señor Smith, y se lo digo con toda sinceridad. Yo también he tenido una vida confinada y también me he rebelado contra ella. Pero no puedo imaginar ni por un momento que su vida haya sido tan aburrida, tan vulgar y monótona como la mía lo ha sido siempre. Oh, no quiero decir que me hayan maltratado, o me hayan tratado un ápice peor que a las otras mujeres de Missalonghi. Todas vivimos la misma vida monótona, aburrida y vulgar. ¡Pero yo estoy harta de ella, señor Smith! ¡Quiero vivir un poco antes de morir! ¿Puede comprender eso?
– Demonio, ¿y quién no? Pero si tiene ganas de hacer proposiciones, ¿por qué no se dirige a los viudos o solteros de Byron? Debe de haber unos cuantos pro ahí.
Con cada palabra que decía se iba consolidando su caparazón de dureza, y empezaba a sentir que podría salir de aquella situación tan embarazosa sin perder su libertad ni su respeto por sí mismo.
– Eso sería un destino peor que Missalonghi, porque no sería distinto. Lo he elegido a usted porque lleva exactamente el tipo de vida que yo deseo vivir: lejos de vanidades y cotilleos. Créame, señor Smith: no tengo ninguna intención de cortarle las alas. Por el contrario, ¡deseo extender las mías! No seré una rueda de molino atada a su cuello. De hecho, le garantizo que lo dejaré solo la mayor parte del tiempo. Y no será para siempre, se lo prometo. Un año. ¡Tan sólo un breve año!
– ¿Y después de un año de vivir el tipo de vida que anhela vivir, recogerá sus cosas y regresará sin rebelarse al tipo de vida que detesta? -dijo en tono escéptico.