Missy enderezó su escuálida figura con toda dignidad.
– Sólo me queda un año de vida, señor Smith -dijo.
Él la miró con profunda compasión, como si en aquel momento supiera todo lo que se podía saber de ella.
Ella prosiguió implacable, aprovechando la ventaja.
– Comprendo muy bien que se resista a compartir este paraíso. Si fuese mío, también lo protegería celosamente. Pero ¡póngase en mi lugar, se lo ruego! Tengo treinta y tres años y no conozco ninguna de las cosas que la mayoría de las mujeres de mi edad dan por sentadas o que desearían no tener. ¡Soy una solterona! Éste es el destino más horrible que puede sufrir una mujer, porque va acompañado por la pobreza y la falta de belleza. Si yo hubiera sufrido sólo una de éstas, algún hombre habría estado dispuesto a casarse conmigo, pero sufrir ambas es convertirse en algo completamente indeseable. Pero yo sé que, si puede superar estas desventajas, tengo mucho más que ofrecer que las otras mujeres que no lo necesitan. Usted gozaría de todas las ventajas, señor Smith, porque, además del amor, me unirían a usted lazos de gratitud y agradecimiento. Ojalá tuviera ahora mismo algún modo de demostrarle lo poco que perdería casándose conmigo, y cuántas cosas ganaría, que en este momento ignora. Tengo sentido común y una idea nada exagera de mi propia importancia E intentaría por todos los medios ser para usted la mejor compañera, y la más cariñosa.
Él se levantó con brusquedad, y se dirigió hasta la puerta, donde se quedó de pie con las manos cruzadas atrás, mirando afuera.
– Las mujeres -dijo- son embusteras, falsas, conspiradoras y chifladas. No me importaría no volver a ver a una mujer en toda mi vida. En cuanto al amor, ¡no deseo ser amado! ¡Sólo quiero que me dejen en paz! -Le pareció que este grito salido del alma era suficiente, pero, después de reflexionar, añadió con aspereza-: ¿Cómo sé que me está diciendo la verdad?
– Bueno, señor Smith, ¡no está usted precisamente en los primeros puestos de los hombres casaderos de Byron! He oído descripciones referidas a usted que van desde expresidiario a excéntrico, y es de todos sabido que no es rico. ¿Por qué entonces iba a mentir? -Abrió su bolso y sacó la hoja de papel doblada con sumo cuidado que había cogido de la mesa del doctor Parkinson; se levantó de su silla y atravesó la cabaña hasta llegar junto a la puerta-. Aquí tiene. Lea esto. A usted le consta que estoy enferma porque estaba presente cuando tuve mi primer ataque. Y al encontrarnos el otro día cuando yo paseaba, estoy segura de que le dije que tenía que ir a Sydney a ver a un especialista del corazón. Bien, éste es el informe sobre mi estado. Lo robé, en primer lugar porque no quiero que mi madre y mi tía sepan que estoy tan grave. No quiero convertirme en un objeto de preocupación para ellas, no quiero que me obliguen a quedarme en la cama y complicar las cosas. Así que les dije que tengo un pinzamiento en la columna y, si puedo mantener el engaño, esto es lo que pensarán que me aqueja. La segunda razón de haberlo robado tiene que ver con usted. Había decidido pedirle que se casase conmigo y sabía que necesitaría de mi sinceridad. No consta ningún nombre aparte del doctor, lo sé, pero, si lo mira con detenimiento, también verá que no se ha borrado ningún nombre del papel.
Él cogió el papel, lo desdobló, lo leyó rápidamente y se volvió para mirarla.
– Aparte de estar en los huesos, me parece bastante sana -le dijo vacilando.
Missy pensó aprisa y rezó por que no fuera un experto en medicina.
– ¡Claro, entre ataque y ataque estoy muy bien! La mía no es una enfermedad del corazón que vaya consumiéndola a una; es más como… como… como tener pequeños ataques. Las válvulas… se obturan y… y entonces la sangre deja de circular. Creo que esto es lo que me matará. No sé más que eso…, los doctores nunca quieren decir nada. Supongo que ya les cuesta bastante decirte que te vas a morir. -Dejó escapar un suspiro y empezó a elevarse a alturas histriónicas con el aplomo de una artista-. ¡Un día, simplemente me apagaré como una vela! -Sus ojos se alzaron anhelantes-. ¡No quiero morirme en Missalonghi! -imploró de un modo desgarrador-. ¡Quiero morirme en brazos del hombre que amo!
John Smith era un luchador nato, así que intentó una táctica diferente.
– ¿Por qué no busca una segunda opinión? Los doctores pueden equivocarse.
– ¿Para qué? -replicó Missy-.!Si sólo me queda un año de vida, no quiero pasarlo yendo de un médico a otro! -Por su mejilla resbaló una enorme lágrima mientras las otras, a punto de desbordarse, amenazaban con seguir el mismo camino, consiguiendo un efecto extraordinario-. ¡Oh, señor Smith, quiero pasar feliz el último año de mi vida!
John Smith emitió el gruñido de un hombre condenado.
– ¡Por el amor de Dios, mujer, no llore!
– ¿Por qué no? -sollozó Missy, escarbando en su manga en busca del pañuelo-. ¡Creo que tengo todo el derecho de llorar!
– ¡Entonces, llore, maldita sea! -dijo, sintiéndose agobiado por encima de los límites soportables, y salió dando grandes zancadas.
Missy se quedó de pie, enjugándose las lágrimas y mirándolo a través de ellas, mientras él caminaba hasta el otro lado del claro y desaparecía de la vista. Cabizbaja, volvió a su silla y terminó de llorar sin otra audiencia que una enorme mosca. Tras lo cual, no supo qué hacer. ¿Iba a volver? ¿Se habría escondido en algún sitio desde donde la viera, esperando a que ella se marchara para regresar?
De repente, se sitió muy cansada, desanimada por completo. Todo aquello, para nada. Tan poco después del aliento recibido de Una. Después de robar informes. Después de su brillante visión de emancipación. Suspiró, y nunca había sentido tanto un suspiro, o había suspirado tanto. Era inútil quedarse allí. No la querían.
Salió despacio de la cabaña, y cerró bien la puerta. Eran más de las dos y tenía por delante catorce kilómetros, todos cuesta arriba y por terreno difícil; sería tarde cuando llegase a Missalonghi.
– Aun así, no me arrepiento de haberlo intentado -dijo en voz alta-. Valía la pena intentarlo, sé que valía la pena.
– ¡Señorita Wright!
Se volvió, con la esperanza en vilo.
– Espere, la llevaré a casa.
– Gracias, puedo ir andando -dijo, ni altiva ni con despecho; simplemente en su estilo aséptico y educado.
En aquel momento él había llegado a su lado y le había puesto la mano bajo el codo.
– No, es demasiado tarde y un trayecto demasiado duro, en especial para usted. Siéntese aquí mientras engancho los caballos al carro.
Y la depositó en el mismo tronco de árbol cortado en el que ella había estado esperándolo.
Lo cierto era que estaba demasiado cansada para discutir, y tal vez demasiado cansada para aguantar la larga caminata, así que no puso más reparos. Cuando todo estuvo listo, John Smith la colocó en el carro con la misma facilidad que si hubiera levantado a una niña.
– Esto viene a probar lo que me he estado diciendo en estos días -dijo mientras sacaba a los caballos del claro y los encaminaba al sendero-. Necesito un vehículo más pequeño, una calesa o un cabriolé. Es una lata tener que utilizar ambos caballos y un carro grande cuando no se lleva una gran carga.
– Sí, estoy segura de que tiene razón -dijo ella como con indiferencia.
– ¿Enfadada?
Ella se volvió a mirarlo, con una expresión genuinamente sorprendida.
– ¡No! ¿Por qué iba a estarlo?
– Bueno, no ha tenido mucha suerte, ¿no?
Ella se rió, sin muchas ganas, pero con sinceridad.
– Pobre señor Smith, no entiende nada.
– Es evidente que no. ¿Dónde está la gracia?
– No tenía nada que perder. ¡Nada!
– ¿Pensaba de veras que ganaría?
– Estaba segura de ganar.
– ¿Por qué?
– Porque usted es usted.