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– ¿Y eso qué significa?

– Oh…, sólo que usted es muy amable. Una persona decente.

– Gracias.

Después de esto, se dijeron pocas cosas más; los caballos avanzaban fatigosamente y a desgana por el sendero que atravesaba la espesura. Era evidente que no entendían por que se iban de casa. Pero, incluso cuando llegaron a la zigzagueante carretera en lo alto del barranco, siguieron adelante sin protesta aparente, lo que le indicaba a Missy -experta en cosas del campo- que conocían demasiado bien a su dueño para rehusarse. Sin embargo, era dulce con ellos, y no empleaba la fusta; los dominaba con la fuerza de su voluntad.

– Tengo que decir que se nota que no es una Hurlingford -dijo de pronto cuando el viaje llegaba a su fin.

– ¿Qué no soy una Hurlingford? ¿Qué es lo que le hace suponer eso?

– Muchas cosas. Su nombre, para empezar. Su aspecto. La situación abandonada de su casa y la falta de dinero en ella. Su naturaleza agradable.

Pareció como si esta última concesión la dijese a regañadientes.

– No todos los Hurlingfords son ricos, señor Smith. De hecho, yo soy una Hurlingford, por lo menos por línea femenina. Mi tía y mi madre son hermanas de Maxwell y Herbert Hurlingford y primas hermanas de sir William.

Él se dio la vuelta y se quedó mirándola mientras explicaba todo esto. Luego dio un silbido.

– ¡Bueno, esto sí que es una bofetada! Un nido de auténticas Hurlingford en el extremo más apartado de Gordon Road y viéndoselas negras para salir del paso. ¿Qué ocurrió?

Y, durante el resto del trayecto a casa, Missy deleitó a John con el relato de la perfidia del primer sir William, y la perfidia agravada de sus sucesores.

– Gracias -le dijo él al final-. Ha despejado un montón de interrogantes que tenía y me han dado mucho en qué pensar. -Dirigió los caballos hasta la verja de Missalonghi-. Aquí está de nuevo en casa y antes de que su madre su pudiese preocupar.

Ella saltó a tierra sin ayuda.

– Gracias, querido señor Smith. Y lo sigo manteniendo…, es usted un hombre muy bueno.

Como respuesta, él se bajó ligeramente el ala del sombrero y le dedicó una sonrisa. Luego, empezó a hacer girar a los caballos.

Octavia encontró la nota cuando fue a ver dónde se había metido Missy. Allá estaba, muy blanca en contraste con la colcha marrón, con una sola palabra, “madre”, escrita en la cara externa. Se le cayó el alma a los pies; las notas en las que ponía “madre” nunca contenían buenas noticias.

Cuando oyó que Drusilla entraba por la puerta principal, fue corriendo al vestíbulo con la nota en la mano y con sus saltones ojos azul pálido dispuestos a verter tantas lágrimas como dictase el contenido de la nota.

– ¡Missy se ha ido y ha dejado esta nota para ti!

Drusilla frunció el entrecejo sin alarmarse.

– ¿Se ha ido?

– ¡Se ha ido! Se ha llevado toda su ropa y la maleta de tela.

La piel de las mejillas de Drusilla empezó a hormiguearle y a dilatarse desagradablemente; arrancó la nota de manos de Octavia y la leyó en alta voz para que ésta no malinterpretase su contenido:

“Querida madre:

Te ruego me perdones por marcharme sin decir nada, pero creo realmente que es mejor que no sepas lo que planeo hasta que yo sepa si va a funcionar o no. Lo más probable es que vaya a casa mañana o pasado, al menos para haceros una visita. Por favor, no te preocupes. Estoy a salvo. Tu hija que te quiere, Missy”.

Octavia era un valle de lágrimas, pero Drusilla no lloró. Volvió a doblar la carta y la llevó a la cocina, donde la colocó con mucho cuidado en la estantería de la chimenea.

– Tenemos que avisar a la policía -dijo Octavia llorosa.

– No haremos tal cosa -la contradijo Drusilla, mientras ponía el agua en el fuego-. ¡Oh, Dios mío, cómo necesito una taza de té!

– ¡Pero Missy podría estar en peligro!

– Lo dudo muchísimo. No hay nada en su nota que indique ninguna insensatez. -Se sentó suspirando-. Octavia, ¡Haz el favor de secarte las lágrimas! Los acontecimientos de los últimos días me han demostrado que Missy es una persona con la que se puede contar. No tengo ninguna duda de que está a salvo, y de que volveremos a verla con toda seguridad, quizá mañana mismo. Mientras tanto, no comentaremos absolutamente a nadie que Missy se ha ido de casa.

– ¡Pero está fuera, sabe Dios dónde, sin nadie que la proteja de los Hombres!

– Podría ser muy bien que Missy hubiese decidido que nadie la proteja de os Hombres -dijo Drusilla con sequedad-. Ahora, haz lo que te digo, Octavia; deja de llorar y haz un poco de té para las dos. Tengo un montón de cosas que contarte, que no tienen nada que ver con la desaparición de Missy.

La curiosidad pudo más que la aflicción; Octavia vertió un poco de agua caliente en la tetera y la dejó junto al fuego.

– Oh, ¿qué? -preguntó con interés.

– Bien, he entregado a Cornelia y a Julia su dinero y me he comprado una máquina de coser Singer.

– ¡Drusilla!

Y así, las dos mujeres que quedaban en Missalonghi se tomaron su té y discutieron en profundidad los acontecimientos del día, tras lo cual volvieron a sus tareas cotidianas y más tarde se retiraron a sus respectivas habitaciones.

– Dios mío -dijo Drusilla de rodillas-, te ruego que ayudes y protejas a Missy; líbrala de todo mal y dale fuerzas en la adversidad. Amén.

Dicho lo cual, subió a su cama, la única doble, como correspondía a la única mujer casada. Pero pasó un buen rato hasta que logró conciliar el sueño.

El órgano había librado a Missy de que la descubrieran, cuando John Smith la devolvió a Missalonghi; nadie oyó su carro al llegar o al partir, y nadie oyó a Missy cuando avanzó a escondidas por un costado de la casa y atravesó el patio trasero en dirección al establo. En él no había ningún sitio donde pudiera esconderse, pero consiguió ocultar la maleta dentro de un saco de forraje, y luego cambió el establo por el huerto hasta después de que su madre hubiera ordeñado la vaca. Desde luego, la vaca había reconocido sus pasos y se había preparado con toda docilidad a que la ordeñase, pero, antes de que Buttercup se agitara demasiado, llegó Drusilla con el cubo.

Missy se agazapó detrás del manzano de tronco más grueso, cerró los ojos y deseó tener una enfermedad mortal en el corazón, preferiblemente lo bastante grave para garantizarle que no vería la luz del día siguiente.

No se movió hasta que cayó la noche; el aire primaveral frío y penetrante de las Montañas Azules la sacó por fin del huerto en búsqueda del relativo calor del establo. Buttercup estaba tumbada con las patas recogidas debajo, rumiando con placidez, a gusto después de haber sido vaciada. Missy colocó un saco limpio en el suelo cerca de la vaca y se acurrucó en él apoyando la cabeza y los hombros en la panza cálida y ronroneante de Buttercup.

Comprendía que tendría que haberse armado de valor y haber entrado en la casa cuando John Smith se hubo marchado, pero cuando intentó subir los escalones del porche de la entrada, sus pies se negaron. ¿Cómo le iba a decir a su madre que le había propuesto matrimonio a un desconocido y que la había rechazado a pesar de todos sus esfuerzos? Y a falta de ésta, ¿qué otra historia convincente podría haber tramado? Missy no era una inventora de historias; era tan sólo una lectora. Tal vez por la mañana fuera capaz de confesarlo, se dijo a sí misma, con un nudo en la garganta, de dolor y de pena; pero habría sido mucho peor pasar la noche en cualquier otro lugar que poder contar con el techo de Missalonghi. ¿quién iba a creer que había pasado la noche durmiendo con una vaca? Entra de inmediato, le decía la mejor parte de su ser; pero la peor lo encontró el valor suficiente.

Las lágrimas empezaron a acumularse y a rodar, pues Missy estaba agotada, no tanto por el esfuerzo físico como por el extraordinario alarde de voluntad que la había enviado a ver a John Smith.

– Oh, Buttercup, ¿qué voy a hacer? -dijo llorando.