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Se había pensado incluso en las personas demasiado pobres como para llegar a la localidad de Byron. El segundo sir William había inventado la Botella Byron (como se la conocía en toda Australia y Pacífico Sur): una botella de lago más de medio litro, artística y esbelta, de un cristal muy transparente, llena de la mejor agua de manantial de Byron; un agua apenas efervescente, con un efecto ligeramente laxante pero nunca drástico, y con un sabor peculiar. «¡Pero si es agua de Vichy!», decían las personas lo bastante afortunadas como para haber estado en Francia. La vieja botella de Byron no sólo era mejor, sino además mucho más barata. Una oportuna compra de acciones de la industria del vidrio había acabado de redondear aquel negocio local que acarreaba tan pocos gastos y resultaba tan lucrativo; continuaba creciendo y aportando enormes cantidades de dinero a los descendientes varones del segundo sir William. El tercer sir William, nieto del primero e hijo del segundo, ejercía la actual presidencia del imperio de la Compañía Embotelladora Byron con la misma rudeza y rapacidad que habían caracterizado a sus anteriores tocayos.

Maxwell Hurlingford, descendiente director del primer sir William y, por lo tanto, hombre inmensamente rico por herencia, no tenía necesidad alguna de estar al frente de una tienda de ultramarinos y productos agrícolas. Sin embargo, el instinto comercial y la perspicacia de los Hurlingford no desaparecían así como así, y los preceptos calvinistas por los que se regía el clan prescribían que un hombre debía trabajar para hallar gracia a los ojos del Señor. Una rígida observancia de esta norma podría haber hecho de Maxwell Hurlingford un santo en la Tierra, pero sólo había conseguido crear un ángel en la calle y un demonio en casa.

Cuando Missy entró en la tienda, sonó una estentórea campana, lo cual es una descripción perfecta del sonido que había ideado Maxwell Hurlingford para gratificar tanto su ascetismo como su moderación. Nada más sonar la campana, emergió de la trastienda donde se apilaban el salvado, la paja, el trigo y la cebada, el forraje y la avena en ordenados montones de sacos de cáñamo; Maxwell Hurlingford satisfacía no sólo las necesidades gastronómicas de la población de Byron, sino que avituallaba asimismo a sus caballos, vacas, ovejas y gallinas. Como dijo un aldeano ingenioso cuando se quedó sin heno, Maxwell Hurlingford siempre lo tenía a uno yendo y viniendo.

En el rostro se le leía una amarga expresión normal y en la mano derecha esgrimía una gran pala con una maraña de hebras de forraje.

– ¡Mira esto! -gruñó, agitando la pala delante de Missy en una sorprendente imitación de su hermana Octavia cuando había sacado la bolsa de avena comida por los ratones-. Hay gusanos por todas partes.

– ¡Oh, no! ¿La avena también?

– Todo.

– Entonces será mejor que me des una caja de avena de desayuno, por favor, tío Maxwell.

– Menos mal que los caballos no tiene manías -refunfuñó, depositando la pala y escurriéndose por detrás del mostrador.

La campana volvió a sonar con energía cuando un hombre abrió la puerta con una deslumbrante y vivaz determinación.

– ¡Demonios, ahí fuera hace más frío que en las tetas de una madrastra! -dijo jadeando el recién llegado mientras se restregaba las manos.

– ¡Caballero! ¡Hay damas presentes!

– ¡Uhau! -dijo el recién llegado, olvidando apostillar aquella interjección con una adecuada disculpa. En lugar de ello, se inclinó frente al mostrador haciendo una mueca maliciosa a la boquiabierta Missy-. ¿Damas en plural? ¡Yo sólo veo media!

Ni Missy ni tío Maxwell pudieron adivinar si aquello era una alusión ofensiva a su falta de altura en una ciudad de gigantes o si intentaba insultarla descaradamente sugiriendo que no era una verdadera dama. Pero, en el momento en que el tío Maxwell había conseguido hacer acopio del corrosivo ingenio que lo caracterizaba, el forastero se había embarcado ya en su lista de compras.

– Quiero seis bolsas de salvado y forraje, una de harina, una de azúcar, una caja de cartuchos de calibre doce, una lonja de tocino, seis latas de levadura, cinco kilos de mantequilla en lata, cinco de pasas, una docena de latas de jarabe de azúcar, seis latas de mermelada de ciruelas y una lata de cinco kilos de galletas variadas Arnott.

– Son las cinco menos cinco y cierro a las cinco en punto -dijo tío Maxwell secamente.

– En ese caso, será mejor que ponga manos a la obra, ¿no le parece? -le dijo el forastero con indiferencia.

El paquete de avena se hallaba encima del mostrador; Missy extrajo del guante la moneda de seis peniques y la tendió esperando en vano que tío Maxwell le devolviera el cambio, sin valor para preguntarle si una pequeña cantidad de alimento básico podía costar tanto, aun envuelta en un paquete tan bonito. Al final, cogió la avena y se marchó, no sin antes lanzar otra mirada furtiva al forastero.

Éste poseía un carro tirado por dos caballos, pues había un carro amarrado frente a la tienda que no estaba allí cuando Missy había entrado. El carro tenía buen aspecto; los caballos estaban limpios y lustrosos, su porte era airoso, y el carruaje parecía nuevo, con los radios de las ruedas destacados en color amarillo sobre un exquisito fondo marrón.

Las cinco menos cuatro minutos. Si invertía el orden de llegada a la tienda de tío Maxwell, podía argumentar la grosería del forastero y su extenso pedido como excusa para llegar tarde y con ello podría incluir una escapada a la biblioteca.

La ciudad de Byron no poseía biblioteca pública; en aquella época, pocas ciudades de Australia la tenían. Pero, para llenar aquel vacío había una privada con servicio de préstamo. Livilla Hurlingford era viuda y con un hijo muy costoso de mantener; la necesidad económica junto con su aspiración de respetabilidad la habían llevado a abrir una sala de lectura bien equipada. La popularidad y rentabilidad obtenidas la habían inducido a ignorar las leyes comerciales que obligaban a cerrar las tiendas de Byron a las cinco de la tarde los días laborables, pues la mayoría de sus clientes preferían cambiar los libros a última hora de la tarde.

Los libros eran el único solaz de Missy y su solo lujo. Se le permitía quedarse con el dinero que ganaba con la venta de los excedentes de huevos y mantequilla de Missalonghi, y gastaba aquella mísera cantidad en pagar el préstamo de los libros de la biblioteca de su tía Livilla. Ni su madre ni su tía estaban conformes con esta práctica, pero habiendo anunciado hacía algunos años que Missy tendría la oportunidad de ahorrar algo más que las cincuenta libras que le había asignado su padre al nacer, Drusilla y Octavia eran demasiado justas como para rescindir su propio decreto sólo porque Missy hubiese resultado una despilfarradora.

Siempre que cumpliera con las obligaciones que tenía asignadas -cosa que hacía con minuciosidad sin escatimar un ápice-, nadie le ponía trabas a que leyese libros, pero sí a caminar por el bosque. Caminar a través de la maleza era someter su discutiblemente deseable persona al riesgo de un asesinato o una violación, y no se lo iban a permitir de ninguna manera. Por ello Drusilla ordenó a su prima Livilla que sólo prestara a Missy libros buenos; ni novelas cualesquiera, ni biografías procaces o escandalosas, ni ningún material de lectura que estuviera escrito para el género masculino. Tía Livilla respetaba rigurosamente esta sentencia, pues tenía las mismas ideas que Drusilla acerca de lo que podía leer una dama no casada.

Pero aquel último mes Missy venía guardando un secreto culpable: alguien le estaba facilitando novelas en abundancia. Tía Livilla se había buscado una asistenta que le permitía estar al frente de la biblioteca sólo los lunes, martes y sábados, con lo cual gozaba de cuatro días para descansar de las impertinencias y quejas de aquellos residentes que ya habían leído todo lo que contenían sus estanterías y de los visitantes cuyos gustos no lograba satisfacer. Naturalmente, la nueva asistente era una Hurlingford, pero no una Hurlingford de Byron; procedía de los antros de Sidney.