Buttercup se limitó a resoplar.
Y poco después Missy se durmió.
El gallo de Missalonghi la despertó como una hora antes de amanecer, gritando con estridencia desde la viga que estaba encima de ella. Se sobresaltó, confundida, y luego volvió a tumbarse en su almohada viviente en una nueva agonía de dolor y aturdimiento. No tenía hambre, no tenía sed. ¿Qué hacer? Oh, ¿qué hacer?
Pero, al despuntar el alba, ya lo había decidido y se puso en pie moviéndose con resolución. Sacó el peine y el cepillo de la maleta y se acicaló lo mejor que pudo, pero al término de sus esfuerzos se percató con tristeza de que olía mucho a vaca.
Al pasar furtivamente junto a Missalonghi no detectó ninguna señal de movimiento en su interior, y por la ventana de su madre pudo oír unos leves ronquidos. A salvo.
Una vez más pendiente abajo rumbo al valle de John Smith, no con el ensueño mágico, ni con la irrefrenable felicidad del día anterior, cuando nada parecía imposible y todo apuntaba a un final feliz. Esta vez Missy caminaba con pocas esperanzas, pero con una férrea determinación; no volvería a decirle que no, aunque ello le supusiera pasar todas las noches de aquel año durmiendo en el establo de su madre con Buttercup como compañero de cama, y caminar cada día hasta el fondo del valle de John Smith para pedírselo otra vez. Porque se lo volvería a pedir, y al día siguiente otra vez si le decía que no, y el otro, y el otro…
Serían las diez cuando llegó por fin al claro del bosque y a la cabaña; de la chimenea salía el mismo tenue remolino de humo, pero, al igual que el día anterior, no había ni rastro de John Smith. Volvió a sentarse en el tronco de árbol cortado a esperar.
Quizá a él se le había pasado la hora de comer; cuando el mediodía llegó y pasó sin que diera señales de vida, Missy se resignó a esperar también toda la tarde. En efecto, cuando él llegó a la casa, hacía rato que el sol se había escondido tras las grandes paredes escarpadas y la luz iba apagándose poco a poco. Estaba más serio que ayer, pero igualmente ajeno a la presencia de Missy que seguía en su tronco.
– ¡Señor Smith!
– ¡Qué demonios!
Se le acercó de inmediato y se quedó mirándola desde su altura, no con enojo, pero tampoco con agrado.
– ¿Qué está haciendo aquí otra vez?
– ¿Se quiere casar conmigo, señor Smith?
Esta vez no la cogió del codo, ni la acompañó a la cabaña; la miró cara a cara cuando ella se puso de pie, clavándole los ojos.
– ¿La está obligando alguien a hacer esto? -preguntó él.
– No.
– ¿En verdad significa tanto para usted?
– Significa literalmente mi vida. ¡No me voy a ir a casa! Vendré todos los días y se lo volveré a pedir.
– Está jugando con fuego, señorita Wright -dijo. Los labios se le habían puesto finos y tensos-. ¿No se le ha ocurrido pensar que un hombre puede recurrir a la violencia si una mujer se niega a dejarlo en paz?
Ella le sonrió serena, sublime, angelical.
– Algunos hombres, tal vez. Pero no usted, señor Smith.
– ¿Qué pretende ganar? ¿Qué pasaría si me casara con usted? ¿Es ésta la clase de marido que desea, un hombre al que usted ha hartado tanto que no tiene otro remedio para encontrar la paz que rendirse… o estrangularla?
– Bajó el tono de voz, que se hizo muy dura-. En este grande y extenso mundo, señorita Wright, habita una cosa maligna que se llama odio. Se lo ruego, ¡no lo saque de la jaula!
– ¿Se quiere casar conmigo? -repitió ella.
Él retorció la boca, resopló por la nariz y alzó la mirada por encima de su cabeza fijándola en algo que ella no podía ver. Y no dijo nada durante un tiempo que pareció una eternidad. Luego se encogió de hombros y volvió a mirarla.
– Debo confesarle que he pensado mucho en usted desde ayer y ni siquiera los trabajos más duros que he intentado emprender han logrado que dejara de hacerlo. Y empecé a pensar también si ésta no sería una forma de expiación que se me está ofreciendo, y si no estaría arriesgándome a que mi suerte desapareciera por ignorar la oferta.
– ¿Una forma de expiación? ¿Expiar qué?
– Es sólo una forma de hablar. Todo el mundo tiene algo que expiar, nadie está libre de culpa. Al imponerse a mí, usted está constituyendo un motivo de expiación, ¿no lo entiende?
– Sí.
– ¿Y le da igual?
– Aceptaré de buena gana lo que venga, señor Smith, si viene acompañado de usted.
– Muy bien, entonces. Me casaré con usted.
– ¡Oh, gracias, señor Smith! ¡No se arrepentirá, se lo prometo!
Él refunfuñó.
– Es usted una niña, señorita Wright, no una mujer adulta, y tal vez sea ésta la razón por la que he cedido en vez de estrangularla. Con sinceridad, no creo que haya malicia femenina en sus actos. Sólo le pido que no me dé motivos para cambiar de opinión.
Y esta vez, deslizó la mano bajo el brazo de ella: la señal para caminar.
– Hay una cosa que debo pedirle, señor Smith -dijo ella.
– ¿Qué?
– Que nunca mencionemos el hecho de que voy a morir, ni dejemos que afecte a nuestras conductas. ¡Quiero ser libre! Y no podré serlo si en todo momento me hacen recordar, de palabra o de obra, que voy a morir.
– De acuerdo -dijo John Smith.
No queriendo tentar a la suerte, pues sentía que había ido todo lo lejos que se podía dentro de os límites de la prudencia, Missy entró en la cabaña y fue a sentarse tranquilamente en una de las sillas de la cocina, mientras John Smith giraba en redondo nada más entrar y se quedaba mirando al exterior, a una neblina nocturna fina y azul que se iba formando a ras de suelo.
Missy contemplaba su espalda en silencio. Era fuerte y ancha y, en aquel momento, estaba vuelta hacia ella de un modo muy elocuente Al cabo de unos cinco minutos se aventuró a decir, en un tono tímido y como de disculpa:
– ¿Y ahora qué pasa, señor Smith?
Él se sobresaltó, como si hubiera olvidado que estaba allí, y fue a sentarse frente a ella en la mesa. En la penumbra, su rostro se llenaba de sombras: duro, apagado, un poco amenazador. Pero cuando habló, lo hizo de forma animada, como si hubiese decidido que no había por qué sentirse más desgraciado de lo que la situación exigía.
– Mi nombre es John -dijo, mientras se levantaba para encender las dos lámparas y las ponía sobre la mesa para poder verle la cara-. En cuanto al asunto principal, nos dan un permiso y nos casamos.
– ¿Cuánto tiempo tarda?
Él se encogió de hombros.
– No lo sé. Si no hay impedimentos, supongo que en un par de días: tal vez menos, con un permiso especial. Entretanto, será mejor que te lleve a casa.
– ¡Oh, no! Me quedo aquí -dijo Missy.
– Si te quedas aquí, es probable que empieces tu luna de miel antes de hora -dijo, con un vestigio de esperanza.
¡Qué buena idea! ¡Podía no gustarle! Después de todo, es lo que le ocurre a la mayoría de las mujeres. Y podía ser duro con ella; no violarla, exactamente: sólo forzarla un poquito. Era muy probable que una virgen de su edad se asustara con facilidad. En aquel momento cometió el error de mirarla para ver cómo reaccionaba. Y allá estaba ella, la pobrecilla, con los días contados, limitándose a contemplarlo con un cariño ciego y disparatado, como un cachorro inundado de amor. El corazón dormido de John Smith se conmovió, sintió un dolor amargo y olvidado. Pues lo cierto era que había estado pensando en ella todo el día, por mucho que trabajase para liberarse de su imagen y sustituirla por un vacío hecho de esfuerzo físico. Él tenía sus secretos, algunos de ellos enterrados tan profundamente que podría decir sin pecar de falta de sinceridad que jamás los había sufrido, que había vuelto a nacer con toda la lozanía y la desnudez de una vida vuelta a empezar. Pero durante todo el día aquellas cosas lo habían roído y torturado por dentro, le habían susurrado, y el profundo placer que antes le proporcionaba el valle se había esfumado. Tal vez tuviese que expiar; tal vez fuese ésa la razón por la cual ella había aparecido. Pero, para ser honestos, no tenía que expiar nada tan deprimente. No. ¡Oh, no, no lo tenía!