Él pareció sorprendido.
– ¿No te gusta el marrón? Nunca te he visto vestida de otro color.
– Me visto de color marrón porque soy pobre, pero respetable. En el marrón no se ve la suciedad, nunca está de moda ni pasado de moda, nunca pierde el color y no se ve barato, vulgar o chabacano.
Aquello lo hizo reír, pero volvió al tema que los ocupaba.
– ¿Tienes un certificado de nacimiento?
– Sí, en el bolso.
– ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Su reacción fue extraordinaria; se sonrojó, se removió en la silla y apretó los dientes.
– ¿No puedes llamarme Missy simplemente? La verdad es que siempre me han llamado así.
– Tarde o temprano tu verdadero nombre tendrá que salir. -Le sonrió-. ¡Vamos, confiésalo con franqueza! Seguro que no es tan feo.
– Missalonghi.
Él soltó una carcajada.
– ¡Me estás tomando el pelo!
– Ojalá.
– ¿Igual que tu casa?
– Exactamente igual. Mi padre pensaba que era el nombre más bonito del mundo y detestaba la costumbre de los Hurlingford de poner nombres latinos. Mi madre me quería llamar Camila, pero él se empeñó en Missalonghi.
– ¡Pobrecilla!
Esta vez, los pies de Missy no experimentaron ninguna dificultad al subir los escalones del porche de la entrada de Missalonghi; llamó a la puerta como su fuera una extraña.
Drusilla fue a abrir y miró a su hija como si en verdad lo fuera. ¡Estaba claro que no le ocurría nada malo!
– Sé lo que has estado haciendo, hija, y hubiera preferido que te hubieras limitado a leer sobre ello -dijo mientras atravesaba el vestíbulo en dirección a la cocina-. Pero me atrevería a decir que a lo hecho pecho, ¿no? ¿Vuelves para quedarte?
– No.
Octavia llegó renqueando y recibió de la radiante Missy un beso en cada mejilla.
– ¿Estás bien? -dijo temblorosa y apretando convulsivamente las manos de Missy entre las suyas.
– ¡Claro que está bien! -dijo Drusilla con coraje-. ¡Por el amor de Dios, mírala!
Missy sonrió a su madre con mucho afecto; qué extraño que sólo ahora que había cortado la cuerda que la ataba a Missalonghi comprendiera la profundidad de su amor por Drusilla. Pero, tal vez en adelante tendría la oportunidad de ver las preocupaciones, congojas y problemas de Drusilla con objetividad.
– Te agradezco mucho, madre -dijo-, que he hayas concedido la dignidad de suponer que sé lo que hago.
– De camino a los treinta y cuatro, Missy, si no sabes lo que haces, no hay esperanza para ti. Lo has intentado hacer a nuestro modo durante bastante tiempo y ¿quién dice que el tuyo no será mejor?
– Muy cierto. Pero esto que ahora dices se aleja bastante de tu hábito de dictar el tipo de lecturas que podía leer y el color de mis vestidos.
– Fuiste muy dócil.
– Sí, supongo que sí.
– Siempre nos dan el trato que nos merecemos, Missy.
– Si eres capaz de reconocer esto, madre, ¿no crees que ya es hora de que tú y las tías y todas las demás mujeres Hurlingford sin hombres os unáis para hacer algo frente a las injusticias y las desigualdades de esta familia que claman al cielo?
– Desde que nos dijiste cómo nos habían engañado Billy, Missy, he estado pensando en eso mismo, te lo aseguro. Y también he estado hablando con Julia y con Cornelia. Pero no existe ley alguna que obligue a un hombre (o a una mujer) a dejar sus bienes divididos por igual entre hijos e hijas. A mi modo de ver, las peores en este caso han sido las mujeres Hurlingford con dinero, que no han dejado nada a sus hijas, ¡ni siquiera una casa con cinco acres de tierra! Por ello he pensado siempre que nunca tendríamos una oportunidad, si las propias mujeres apoyan con tal firmeza a los hombres Hurlingford. Es triste, pero es verdad.
– Estás hablando de las mujeres Hurlingford que tienen mucho que perder si ganaras tú. Yo estoy hablando de las que sufren lo mismo que nosotras, y sé que puedes despabilarlas si te lo propones. Sí que tienes argumentos legales para resarcirte de los dividendos que no te han pagado, y creo que deberías demandar a tío Herbert para obligarlo a esclarecer con todo detalle sus diversos planes de inversión. -Missy lanzó una tímida mirada y luego bajó la vista-. Al fin y al cabo, has sido tú la que has dicho que a cada uno lo tratan como se merece.
Desde Missalonghi fue a Byron caminando. ¡Qué día más espléndido! ¡Espléndido! Por primera vez en su vida se sentía realmente bien, con esa sensación de explosión en la propia piel de la que había leído, pero que nunca había experimentado; y por primera vez en su vida deseaba vivir muchos años. Es decir, hasta que recordó que la medida de su felicidad dependía de un tal John Smith, y John Smith sólo contaba soportarla durante un año como mucho. Había mentido, engañado y robado para sentirse feliz, y no se arrepentía de nada. A las Alicias de este mundo les basta chasquear los dedos para tener a sus pies a los hombres que eligen, pero habría sido inútil pretender que un hombre como John Smith hubiera desviado la mirada por una Missy Wright, por mucho que hubiera chasqueado los dedos. Y sin embargo, sabía que podía hacer a John Smith el hombre más feliz, si no del mundo, por lo menos del pueblo de Byron. ¡Más le valía! Porque cuando expirase el año, él tendría que desear con tal fuerza que ella siguiera viva que estuviese dispuesto a perdonarle el robo, el engaño y la mentira.
El tiempo pasaba y ella no podía perder el tren de las once a Katoomba, en cuya estación John Smith le había prometido que estaría esperándola. La compra podía esperar hasta el día siguiente, pero algo le hacía sentir que a Una no podía posponerla. Rumbo a la biblioteca, pues.
Un magnífico automóvil avanzaba serenamente por el centro de Byron Street, en el momento en que Missy, vestida con su traje de lino marrón, la recorría tan inadvertida como siempre. No se podía decir lo mismo del vehículo, también marrón, que había congregado a ambos lados de la calle a un corrillo de admiradores, tanto locales como visitantes. Echándole un vistazo, divertida, Missy decidió que el chofer aventajaba a los ocupantes del asiento trasero en cuanto a arrogante indiferencia. Lo conocía de oídas; un individuo de buen ver con más tendencia a causar sensación que a trabajar duro, y con fama de maltratar a sus muchas mujeres. A los ocupantes del asiento posterior, los conocía por amarga experiencia: Alicia y tío Billy.
La mirada de Alicia tropezó con la suya. A continuación, el suntuoso coche se acercó al borde de la acera y Alicia y tío Billy salieron como flechas, mucho antes de que el sorprendido conductor tuviera tiempo de abrirles la puerta.
– ¿Qué pretendes, Missy Wright, cogiendo las acciones de tía Cornelia y vendiéndolas en nuestras narices? -exigió Alicia sin más preámbulos, con dos manchas coloradas ardiendo en sus mejillas de alabastro.
– ¿Por qué no iba a hacerlo? -preguntó Missy con frialdad.
– ¡Porque no es asunto tuyo, maldita sea! -ladró sir William, rígido de cólera.
– Es tan asunto mío como vuestro, tío Billy. Sabía cómo conseguir diez libras por cada acción de tía Cornelia y, ¿para qué iban a servirle cuando le hubieras hecho creer que carecían de valor? Tía Cornelia necesita desesperadamente que la operen de los pies, pero no puede hacerlo, supongo, porque tú, Alicia, te niegas a concederle el tiempo o el aumento que necesitaría. Así que vendí sus acciones por cien libras y ahora podrá operarse. Si deseas dejarla sin empleo, al menos tendrá una cantidad en el banco para mantenerse a flote hasta que pueda encontrar otro trabajo. Estoy segura de que hay tiendas en Katoomba deseando contratar a alguien de su categoría. Tal vez os interese saber que he vendido también las acciones de tía Julia, de tía Octavia y de mi madre.
– ¿Qué? -soltó sir William con voz ronca.
– ¿Todas? ¿Las has vendido todas? -tartamudeó Alicia al tiempo que los rosetones de sus mejillas desaparecían de golpe.