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– No te quepa la menor duda. -Missy fijó la mirada en Alicia con una malicia que ignoraba poseer-. ¡Vamos, Alicia, no me irás a decir que cuarenta acciones de la gran Compañía Embotelladora de Byron son suficientes para desequilibrar la balanza!

En un segundo de aturdimiento, Alicia creyó ver que a Missy le habían salido cuernos y rabo.

– ¿Qué te pasa? -le gritó-. ¡Debes de estar mal de la cabeza! ¡Me manchas el vestido, me insultas delante de mi familia y luego llevas a nuestra familia a la ruina! ¡Deberían encerrarte!

– Sólo deseo que lo que he hecho sirva para que os encierren a vosotros. Ahora, si me disculpáis, tengo que irme volando. Me esperan para casarme. -Y se marchó caminando con la cabeza erguida.

– Creo que me voy a desmayar -anunció Alicia.

Dicho y hecho. Se cayó contra el escaparate de tío Herbert, que estaba lleno de ropas de trabajo.

Sir William aprovechó la oportunidad para rodearla con sus brazos, mientras se volvía para pedir ayuda a su chofer; cuando la cogieron entre los dos para llevarla al coche, fueron las manos sin guantes de este último las que comprobaron el delicioso tamaño y forma de los pezones de Alicia. En aquel momento, el grupo de mirones había aumentado bastante y ya incluía a todos los hijos y nietos de tío Herbert, por lo que sir William descargó a Alicia sin ceremonias en el asiento y ordenó al chofer que los sacara de allí de inmediato.

Cuando su futuro suegro intentó aflojarle el corsé levantándole el vestido y tanteando sus delicados calzones, Alicia se reanimó de golpe.

– ¡Las manos quietas, viejo libidinoso! -dijo con brusquedad, olvidándose de la necesidad de ser diplomática, y se inclinó hacia delante presionándose las mejillas con las palmas de las manos-. ¡Dios mío, qué mal me siento!

– ¿Quieres que volvamos a casa ahora que no tenemos que ir a Missalonghi? -le preguntó sir William congestionado.

– Sí.

Alicia se apoyó hacia atrás y dejó que el aire fresco ventilara su piel, hasta que por fin se relajó un poco y suspiró. ¡Gracias a Dios! Ahora empezaba a sentirse mejor.

Justo delante de sus ojos, pero al otro lado del vidrio que separaba el asiento trasero del compartimiento descubierto del conductor, podía ver la orgullosa cabeza del chofer sobre un cuello fuerte y suave; qué orejas más bonitas que tenía, bien pegadas al cráneo. Era guapo, moreno como Missy e igualmente extraño. Había hecho falta un hombre robusto para levantarla con la facilidad con que lo había hecho él y sus manos sobre sus pechos…, sintió cómo se le endurecían los pezones al recordarlo, y se revolvió incómoda en el asiento. ¿Cómo se llamaba? ¿Frank? Sí, Frank. Frank Pellagrino. Había trabajado en la planta embotelladora hasta que le dieron el puesto de chofer de tío Billy.

Mirando de reojo a sir William, vio que estaba sentado muy erguido y con cara de preocupación.

– ¿Nos cambian mucho las cosas sin estas cuarenta acciones?

– Completamente, ahora que sabemos que Richard Hurlingford vendió las suyas hace un mes. -Sir William suspiró. -Lo que explica por qué el misterioso comprador piensa que tiene suficiente poder para convocar mañana una asamblea extraordinaria.

– ¡La muy estúpida! -refunfuñó Alicia-. ¿Cómo ha podido Missy ser tan estúpida?

– Creo que los estúpidos somos nosotros, Alicia. Yo, por ejemplo, jamás me había fijado en Missy Wright; ahora veo que debería haberlo hecho. Y haber prestado más atención a todas las mujeres de Missalonghi. ¿Te has dado cuenta de qué aspecto tenía esta mañana? Como si hubiera llegado a la crema de la leche antes que cualquier otro gato del barrio. Y ¿dijo que la esperaban para casarse o han sido figuraciones mías?

Alicia se rió con desdén.

– Oh, lo ha dicho, pero sospecho que son imaginaciones suyas. -Se acordó de una preocupación más grave-. ¡La boba de tía Cornie! -masculló con ferocidad-. ¡Oh, cómo me hubiera gustado darme la satisfacción de despedirla esta mañana cuando llegó cotorreando acerca de sus acciones y del tiempo que iba a necesitar para la operación!

– Y bien, ¿por qué no la has despedido?

– ¡Porque no puedo, por eso! Puede que mi tienda de sombreros acabe siendo mi única fuente de ingresos si las cosas en la planta van de mal en peor. Y nunca encontraré a nadie la mitad de bueno que ella para llevar la sombrerería, aunque le pagara diez veces más de lo que le pago a tía Cornie. Es…indispensable.

– Será mejor que reces para que nunca se dé cuenta de ello, o te pedirá diez veces más de lo que le pagas ahora. -Un cariz de satisfacción impregnó su voz al añadir-: Y entonces, querida mía, si no puedes pagarlo, tendrás que ir tú a trabajar a la tienda. Tal vez lo harías mejor que tía Cornie.

– ¡No puedo hacer eso! -exclamó-. ¡Arruinaría mi posición social! Una cosa es ser el genio creativo que está detrás del negocio de esta naturaleza y otra muy distinta tener que vender yo misma mis artículos. -Dio un tirón a las solapas de su abrigo rosa pálido, y su bonito rostro adoptó rasgos de malhumorado descontento-. ¡Oh, tío Billy, de pronto me siento como si estuviese caminando sobre un hielo a punto de resquebrajarse y yo me fuese a hundir de un momento a otro!

– Estamos en un aprieto, es cierto. Pero no te rindas. No nos han vencido todavía. Ya verás como el comprador misterioso en la asamblea extraordinaria de mañana, resultará ser un patán autodidacta fácilmente manipulable por sus superiores. Y para esta clase de tarea, tú nos vendrás de perlas.

Alicia no le respondió, limitándose a lanzarse una mirada de duda y desagrado; sus ojos volvieron a la nuca del chofer, que era algo mucho más agradable que el rostro colérico de sir William.

Cuando Missy entró en la biblioteca, estaba convencida de que encontraría a Una, aunque no era su día de trabajo. Y, tal como esperaba, allí estaba.

– ¡Oh, Missy, estoy tan contenta de verte! -gritó, levantándose de un brinco-. Tengo una sorpresa para ti.

– Yo también tengo algunas sorpresas para ti -dijo Missy.

– Espérate aquí; vuelvo en un santiamén. -Una desapareció en el cubículo donde preparaba el té y regresó cargada con una caja grande y una pequeña caja de sombreros, atadas con una cinta blanca-. Feliz lo que sea, queridísima Missy.

Se sonrieron en completo entendimiento y con profundo cariño.

– Es un vestido de encaje color escarlata y un sombrero -dijo Missy.

– Me lo pondré en mi boda.

– ¡John Smith! Has elegido exactamente el hombre adecuado.

– Tuve que recurrir a trucos y engaños para conseguirlo.

– Si no podías conseguirlo de otra manera, ¿por qué no?

– Le dije que me iba a morir del corazón.

– Igual que todo el mundo, ¿no?

– Estamos perdiendo el tiempo en comentarios bizantinos -dijo Missy-. ¿Puedes venir a mi boda?

– Me encantaría, pero no.

– ¿Por qué?

– No estaría bien.

– ¿Por tu divorcio? Pero si no nos casamos en una iglesia, ¿quién va a poner reparos?

– No tiene nada que ver con mi divorcio, querida. No creo que a John Smith le guste ver un rostro del pasado el día de su boda.

Era lógico, por lo que Missy no insistió. Y no quedaba más que decir: su gratitud no se podía expresar con palabras y su necesidad de apresurarse era ineludible. Una se quedó de pie, mirándola con dolor, como si con ella se fuese algo tan precioso que su propia calidad de vida fuera a verse afectada para siempre… y aquel algo no era tangible como un vestido de encaje escarlata y un sombrero. Obedeciendo a un impulso que no comprendió, Missy volvió al mostrador, se inclinó para rodear a Una con el brazo y depositó un beso en su mejilla. ¡Tan frágil, tan fría, tan ingrávida!

– Adiós, Una.

– Adiós, mi mejor y más querida amiga. ¡Sé feliz!