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Missy llegó a la estación un minuto antes que el tren y, antes de que éste se parase por completo, vio a John Smith en el andén de Katoomba. Gracias a Dios. Entonces no había cambiado de opinión durante su lento viaje por la carretera. Y de hecho, cuando ella se apeó del vagón, ¡incluso pareció alegrarse de verla!

– Nos darán la licencia y nos casarán hoy mismo -dijo, cogiendo las cajas de Missy.

– Y no me tengo que casar de marrón -dijo Missy, recuperando sus cajas-. Con tu permiso, voy un segundo a los lavabos del andén y me pongo mi traje de novia.

– ¿Traje de novia? -dijo él, mirando su camisa de trabajo de franela gris y sus viejos pantalones de piel con una cómica expresión de consternación.

Ella se rió.

– No te preocupes, no es un traje tradicional. De hecho, te garantizo que vas a ir mucho más adecuado tú que yo.

El vestido le quedaba estupendamente. ¡Qué ojo había tenido Una para acertar la talla! ¡Y qué color tan precioso! Le lloraban los ojos de tanto mirarlo. ¿De dónde demonios había sacado Una aquella prenda de estilo tan elegante y de color tan extravagante?

El espejo de la pared parecía poseer propiedades mágicas, pues daba una pátina de belleza a todo lo que reflejaba; después de colocarse aquel disparatado sombrero rojo, Missy decidió que le sentaba muy bien. De pronto su tez morena era interesante y su cuerpo delgado, esbelto como un árbol joven. ¡Sí, muy bien! Y, desde luego, nada mojigato.

Una vez repuesto del impacto que le causó aquel color rojo, John Smith decidió también que le sentaba la mar de bien.

– ¡Éste sí que es mi tipo de boda! Yo parezco un paleto y tú una dama. -La cogió de la mano con aire jovial-. Vamos, mujer, firmemos antes de que cambie de opinión.

Fueron deambulando hasta Katoomba Street, constituyendo el blanco de todas las miradas, y, de hecho, muy divertidos con la sensación que creaban a su alrededor.

– Qué fácil ha sido -dijo Missy después de firmar el acta, cuando se hallaban ya sentados en el carro de John Smith. Extendió su mano para ver el anillo-. Ahora soy la señora Smith.!Qué bien suena!

– Debo decir que esta vez ha sido mucho mejor que la anterior.

– ¿Así que tu primera boda fue un gran montaje?

– Podría haberse confundido con un circo. Doscientos cincuenta invitados, la novia con una cola de nueve metros que necesitaba un regimiento de mocosos para llevarla, doce o catorce damas de honor, todos los hombres de pingüino, el arzobispo de no sé dónde, un coro inmenso… ¡Dios mío, aquel día fue una pesadilla! Pero comparado con lo que siguió después, fue un idilio en el paraíso. -La miró de reojo con una ceja levantada-. ¿Quieres que te lo cuente?

– Creo que será mejor. Dicen que la segunda mujer tiene que luchar con el fantasma de la primera y que es mucho más difícil luchar contra un fantasma que contra alguien de carne y hueso. Se detuvo para armarse de valor-. ¿La… la apreciabas?

– Tal vez sí cuando nos casamos, la verdad es que no me acuerdo. No la conocía, ¿sabes? Sólo de oídas. Se debió proponer conseguirme porque estoy seguro de no haberle hecho proposiciones. ¡Debo de ser la clase de individuo que inspira a las mujeres!. Sólo que tu forma de hacerlo no me molestó. Al menos fue sincera y franca. Pero ella, un día se abalanzaba sobre mí como un sarpullido y al siguiente se comportaba como si yo tuviese la peste. Estar entre el sí y el no, le dicen a eso. Creo que las mujeres piensan que eso es lo que se espera de ellas y que, si no se comportan así, van a hacerle la vida demasiado fácil al tipo. Eso es lo que me gusta tanto de ti, señorita Smith. Decididamente, tú no estás entre el sí y el no.

– Me siento demasiado agradecida -dijo Missy con humildad-. ¡Continúa! ¿Qué sucedió después?

Él se encogió de hombros.

– Oh, decidió que tenía derecho a tomar todas las decisiones, que lo que importaba era lo que ella quería. Una vez capturado su pez, éste ya no le importaba lo más mínimo. Yo sólo estaba allí como prueba de que sabía pescar, para darle respetabilidad, para procurarle una escolta aquí y allá. No tenía amantes, para ser precisos; tenía lo que ella llamaba “chichisbeos”, tipos afeminados con gardenias en la solapa y más brillo en el pelo que en los zapatos de piel. Si había alguien marcado por las compañías que frecuentaban, ésa era mi primera mujer. Sus amigas eran duras como clavos y rudas como un par de botas viejas, y sus amigos eran más blandos que la mantequilla y más lánguidos que una lechuga pasada. Le gustaba burlarse de mí. Delante de cualquier persona, de todos. Yo era aburrido, torpe. Y nunca discutía nuestras diferencias en privado: se enzarzaba en una pelea aunque estuviera en un lugar público. En pocas palabras, me despreciaba profundamente.

– ¿Y tú? ¿En qué concepto la tenías?

– La odiaba.

Era evidente que la odiaba todavía, porque el sentimiento contenido en su voz no pertenecía a una experiencia enterrado en el pasado.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

– Unos cuatro o cinco años.

– ¿Tuvisteis hijos?

– ¡No, qué horror! ¡Podrían haber estropeado su figura! Y, por supuesto, era una joya para todo lo que fueran bromas, besos y caricias, pero para ponerle la pierna encima… Sólo sucedía cuando se emborrachaba, y después gritaba y chillaba y no dejaba de echármelo en cara por si podía tener consecuencias, y se iba a ver al doctor que todas frecuentaban.

– ¿Y murió? -preguntó Missy, sin poder creer que una mujer como aquélla hubiera podido tener tanta consideración.

– Una noche tuvimos una pelea terrible por… oh, no me acuerdo; algo tan pequeño y absurdo que no tenía ninguna importancia. Vivíamos en una casa que daba al puerto, y parece ser que, después de haberme marchado, decidió ir a bañarse para calmarse un poco. Encontraron su cuerpo dos semanas más tarde, arrojado a la playa de Balmoral.

– ¡Oh, pobrecilla!

Él dio un bufido.

– ¡Nada de pobrecilla! La policía intentó por todos los medios atribuirme su muerte, pero por fortuna, en el mismo momento en que dejó de chillarme, salí y me encontré con una amigo en la calle a menos de veinte metros. A él también lo habían echado de la cama, así que nos dirigimos a donde iba él, al piso de un amigo común… soltero, el muy hijo de puta. Allí nos quedamos hasta pasado el mediodía siguiente, bebiendo una copa detrás de otra. Y como los criados la habían visto viva más de media hora después de que mi amigo y yo llegásemos al apartamento de nuestro amigo, la policía no pudo ponerme la mano encima. De todas formas, cuando apareció el cuerpo, la autopsia reveló que había muerto simplemente ahogada, sin indicios de agresión. Ello no evitó que un montón de gente de Sidney siguiera creyendo que yo la había matado… Me hicieron fama de ser demasiado listo para que me echasen el guante, y a mis amigos, de dejarse comprar para encubrirme.

– ¿Cuándo pasó todo eso?

– Hace veinte años.

– ¡Cuánto tiempo! ¿qué has hecho desde entonces para que te haya costado tanto hacer lo que siempre habías deseado?

– Bueno, me marché de Australia tan pronto como la policía me dejó. Y rodé por el mundo: África, Alaska, China, Brasil, Texas. Tuve que vivir casi veinte años de exilio voluntario. Como había nacido en Londres, cambié mi nombre legalmente y, cuando regresé a Australia, lo hice como un buen ciudadano del mundo llamado John Smith, con todo mi dinero en oro y sin pasado.

– ¿Por qué Byron?

– Por el valle. Sabía que iba a salir a la venta, y siempre había deseado poseer un valle entero.

Sintiendo que ya había indagado bastante, Missy cambió de tema, pasando a contar a su marido las trifulcas de la Compañía Embotelladora de Byron y la situación en que se hallaban su madre y sus tías a consecuencia de todo ello. John Smith la escuchaba con toda atención, con una sonrisa rondándole las comisuras de los labios, y, cuando ella terminó su relato, la rodeó con el brazo, la atrajo hacia él y la retuvo así.