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– ¡Adivinad la noticia! -dijo casi sin aliento, dejándose caer en una silla y olvidando que se suponía que era la elegantísima y respetabilísima jefa de salón de una elegantísima y respetabilísima sombrerería de damas.

– ¿Qué? -preguntaron todas, conocedoras de todos estos hechos y por tanto preparadas para un anuncio de tremenda importancia.

– ¡Alicia se ha fugado con el chofer de Billy esta mañana!

– ¿Qué?

– ¡Se ha fugado! ¡Se ha fugado! ¡A su edad! ¡Oh, qué circo se ha montado en casa de Aurelia! ¡Histerias y berrinches por todos lados! ¡El Pequeño Willie casi destrozó la casa buscando a Alicia porque se negaba a creer lo que le decía en la nota que le dejó, y los improperios de Billy resonaban como truenos, porque tenía que ir a una importante reunión en la planta, cuando lo que en realidad deseaba era mandar a la policía detrás de su chofer! Tuvieron que llevar a Aurelia a la cama, más tiesa que una escoba, y llamar a tío Neville, porque había contenido la respiración hasta caer desvanecida; y luego, tío Neville le echó una buena bronca porque le fastidiaba que lo llamasen sin motivo y la llamó niña mimada, con lo que ella se puso a chillar, ¡y todavía sigue chillando! ¡Oh, y Edmund está sentado en una silla con ataque de tics nerviosos, y Ted y Randolph están intentando que se reponga para que pueda ir a la reunión de la planta! Pero lo peor de todo es que Alicia y el chofer se han largado en el coche nuevo de Billy ¡como si fuera suyo!

Cornelia puso fin a su ininterrumpido recital con una estridente carcajada. Missy se unió a ella, y luego una tras otras armaron un espléndido alboroto a costa de los acontecimientos de Mon Repos. Después de aquella catarsis, todas se sentían en un estado de ánimo inmejorable y se dispusieron a saborear con mayor tranquilidad, pero no por ello con menos alegría, la boda de Missy y la fuga de Alicia, así como el almuerzo.

John Smith llegó a Missalonghi poco antes de las cinco, muy satisfecho de sí mismo. Estrechó con mucha afabilidad la mano de su suegra, pero se abstuvo de besarla, un detalle de sentido común que ella aprobó vivamente. Octavia se sintió decepcionada de que también le estrechase la mano, pero tuvo que admitir, después de observarlo con atención por primera vez, que tenía muy buena planta. Desde luego, el traje contribuía a dar aquella sensación, así como el cabello recién cortado y la barba aseada con sumo cuidado. Sí, Missy no tenía de qué avergonzarse en la elección de su compañero, y, para la mentalidad de Octavia, los quince años que le llevaba le daban la edad perfecta para un marido.

También parecía ser un hombre bueno en su interior, pues enseguida se sintió cómodo en la cocina y apreció el buen olor del cordero asado.

– Espero que Missy y usted se queden a cenar -comentó Drusilla.

– Nos encantará -respondió.

– ¿Y el camino de vuelta a casa? ¿No será muy peligroso a oscuras?

– En absoluto. Los caballos lo conocen con los ojos cerrados.

Se apoyó en el respaldo de la silla y levantó una ceja mirando a su mujer, que estaba sentada enfrente de él contemplándolo radiante de orgullo, algo que su primera mujer jamás había sentido por él. ¡Qué idiotas eran los hombres! Siempre iban tras las mujeres guapas, cuando, en realidad, su inteligencia debería decirles que apostar por las mujeres sencillas era mucho mejor. Sin embargo, le sentaba bien aquel atuendo rojo; no la había bella, ni guapa, pero sí interesante. De hecho, le daba el aspecto del tipo de mujer que la mayoría de los hombres desearía conocer para descubrir cómo es en su interior. Atractiva, incluso con su nariz algo irregular. Y al verla sentada allí, rebosante de vida, se le hacía difícil creer que podía morirse en cualquier momento. Su corazón le dio un vuelco, provocándole una extraña sensación. ¡Mañana, mañana! ¡No pienses en ello hasta que suceda! ¡Estás empezando a obsesionarte con eso, y no debes hacerlo! ¡No pienses en su sentencia de muerte como una venganza cósmica hacia ti!

Tal vez si pudiera hacerla muy feliz, no sucedería. Existían los milagros; había visto uno o dos en sus viajes. Haberse librado de su mujer, sin lugar a dudas, caía dentro de la categoría de milagro.

– Señoras, quiero hablar con ustedes -dijo John Smith, apartando su mirada y sus pensamientos de su mujer.

Tres rostros se dirigieron a él con interés. Drusilla y Octavia dejaron de trastear en la cocina y se sentaron.

– Ha habido una asamblea extraordinaria de accionistas en la Compañía Embotelladora de Byron -dijo-. La dirección ha cambiado de manos. De hecho, ha pasado a las mías.

– ¡Tú! -exclamó Missy-. Entonces, ¿eras tú el comprador misterioso?

– Sí.

– Pero ¿por qué? ¡Tío Billy dijo que el comprador misterioso había invertido tanto dinero en comprar las acciones que jamás podría recuperarlo! ¿Por qué lo hiciste, entonces?

Él sonrió, pero no de manera atractiva; por primera vez desde que lo había conocido, Missy vio un John Smith que podía ignorar el significado de la palabra piedad. Ni la asustó, ni la cogió desprevenida; más bien le gustó. Aquél no era un derrotado que se refugia de las incesantes presiones de la vida, no era un enclenque. Su aspecto exterior era tan encantadoramente flexible y tenía tan buen carácter que había gente que podía confundir aquello con debilidad, aun después de conocerlo muy bien, incluso en la intimidad. ¿Eso había sucedido con su primera mujer? Sí, podía comprender que una esposa pudiera llegar a subestimarlo, si era bastante estúpida y egocéntrica.

Pero estaba respondiendo a su pregunta, así que le prestó atención.

– Tenía una cuenta que saldar con los Hurlingford. Excluidas las presentes, por supuesto. Pero, en conjunto, he comprobado que los Hurlingford están henchidos de una maldita vanidad y convencidos de que sus orígenes casi nobiliarios, que se remontan a los primeros colonizadores ingleses, los colocan en una posición muy superior a la de gente como yo, que aún conservo el chirrido de los grilletes por parte de mi madre y soy completamente judío por parte de padre. Reconozco que me propuse ir tras los Hurlingford, sin importarme cuánto podía costarme. Por fortuna, tengo suficiente dinero para comprar una docena de Compañías Embotelladoras sin notar la diferencia.

– Pero tú no eres de Byron -dijo Missy atónita.

– Cierto. Sin embargo, mi primera mujer era una Hurlingford.

– ¿De veras? ¿Cuál era su nombre? -preguntó Drusilla, que era una de las expertas del clan en genealogía de los Hurlingford.

– Una.

Por suerte, Drusilla y Octavia estaban demasiado absortas en lo que decía John Smith, y éste demasiado interesado en decirlo, para que prestaran atención a Missy, que se había quedado paralizada, como una piedra, incapaz de mover la más mínima parte de su cuerpo. Una. ¡Una!

¿Cómo podían su madre y su tía quedarse indiferentes oyendo aquel nombre, si la habían conocido y habían estado charlando con ella en aquella misma casa? ¿No se acordaban de las galletas, los documentos?

– ¿Una? -se repetía Drusilla-. Veamos…Sí, tiene que haber sido una de las hijas de Marcus Hurlingford, de Sidney, con lo cual, Livilla Hurlingford sería prima carnal suya y su pariente más cercana aquí en Byron. ¡Caramba! No la conocí, pero claro, murió hace mucho. Se ahogó por accidente, ¿no?

– Sí -dijo John Smith.