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Así que era eso. Por eso relucía. Por eso, cada vez que Missy la había necesitado, había estado presente. Por eso habían sucedido tantos pequeños incidentes fortuitos en la biblioteca. La serie de novelas hasta llegar a la de la muchacha que muere del corazón. Las acciones encima del mostrador. Los formularios de poderes. Una, la oportuna y correcta juez de paz. Su atrevimiento y su alegre despreocupación, tan enormemente atractivos para una persona reprimida como había sido Missy. El vestido y el sombrero escarlatas idénticos a como se los había imaginado Missy y la talla exacta. El peculiar significado que solía dar a todas sus palabras, de manera que había caído sobre Missy, como gotas de agua sobre un terreno reseco, y habían germinado en abundancia. Una. ¡Oh, Una! Querida, radiante Una.

– Pero desde luego, su nombre de casada no era Smith -decía Drusilla en aquel momento-. Era mucho menos corriente. Como Cardmon o Terebinth, o Gooseflesh. Era un hombre muy rico, ahora lo recuerdo, y ése fue el único motivo por el que el segundo sir William aprobó el matrimonio. Sí, me figuro con qué desprecio lo habrán tratado, si hubiera sido usted.

– Era yo y, en efecto, me despreciaron.

– Nosotras -dijo Drusilla, extendiendo la mano para coger la suya- estamos encantadas de darle la bienvenida a esta rama de la familia, mi querido John.

El John Smith duro había desaparecido, pues la mirada posada sobre su suegra era tierna y a la vez divertida y gentil.

– Gracias. Como es natural, me he cambiado el nombre, y preferiría que no comentaran esta vieja historia.

– No saldrá de Missalonghi -dijo Drusilla, y suspiró, suponiendo que se habría cambiado el nombre para romper con los recuerdos dolorosos.

Era evidente que las ramificaciones sórdidas que Missy sabía por boca del propio John no formaban parte de la historia de los Hurlingford de Byron.

– Pobrecilla, ahogarse así -dijo Octavia, sacudiendo la cabeza-. Debió de ser un golpe duro para usted, John. Sin embargo, estoy muy contenta de que los acontecimientos hayan tomado este rumbo, incluida la planta embotelladora. ¿Y no es curioso que se vuelva a casar con una Hurlingford?

– Hoy me ha servido de gran ayuda -dijo John Smith con serenidad.

– Haya Hurlingfords y Hurlingfords, como sucede en todas las familias -dijo Drusilla con razón-. Tal vez Una no resultó la esposa adecuada para usted, por lo que quizá fuese mejor que muriese joven. En cuanto a Missy…, yo creo que lo hará feliz.

Él sonrió y alargó su brazo por encima de la mesa para coger la mano fría y húmeda de Missy.

– Sí, yo también lo creo.

Consiguió besar aquellos dedos temblorosos a pesar de la distancia que los separaba, y luego soltó la mano y concentró toda su atención en Drusilla y en Octavia.

– De todas formas, ahora que controlo la Compañía Embotelladora Byron y sus industrias subsidiarias, deseo realizar algunos cambios que se necesitan hace tiempo. Como es lógico, yo desempeñaré el cargo de presidente del consejo de administración y Missy será mi vicepresidente, pero necesito ocho consejeros más. Lo que busco es un grupo de individuos dinámicos y dedicados a los que les preocupen tanto el pueblo y la gente de Byron como la propia planta embotelladora. Hoy he recibido los votos necesarios para poder reestructurar el consejo de la forma que desee, y quiero hacer algo tan novedoso que, cuando he anunciado mis intenciones, ¡he adquirido algunas acciones más! Sir William, Edmund Marshall, los hermanos Maxwell y Herbert Hurlingford y una docena más me vendieron las suyas al término de la reunión. Su rabia ha podido más que su buen juicio, lo que viene a corroborar lo que he sospechado hace tiempo: son estúpidos. ¡La Compañía Embotelladora de Byron va a ser más grande y mejor! Va a estar más orientada a la comunidad y diversificará sus intereses. -Se rió y se encogió de hombros-. ¡Bueno, ya no hay por qué seguir la política de sir William Hurlingford ¡Quiero mujeres en mi consejo, y quiero empezar por ustedes dos y las señoritas Julia y Cornelia Hurlingford. Todas ustedes han sabido hacer frente a las dificultades de forma ejemplar y no cabe duda de que no les falta valor. Empezar con un consejo de administración integrado por mujeres puede parecer un punto de partida muy radical, pero, en mi opinión, la mayoría de los consejos ya están compuestos por mujeres, mujeres de edad. -Levantó aquella ceja mágica mirando a Drusilla y a Octavia, que lo escuchaban enmudecidas-. ¿Y bien? ¿Les interesa mi oferta? Por supuesto, se les remuneraría cómo consejeros. El consejo precedente pagaba cinco mil libras anuales a cada consejero, aunque les advierto que yo rebajaré esta cifra a dos mil libras.

– ¡Pero no sabemos qué tenemos que hacer! -exclamó Octavia.

– La mayoría de consejeros no lo saben, o sea que no es una desventaja. El presidente es John Smith, recuérdenlo, y John Smith les enseñará todos los trucos. Cada una de ustedes se ocupará de un área determinada y estoy convencido de que enfocarán los problemas antiguos con ojos nuevos y los nuevos problemas con una falta de ortodoxia que un consejo ordinario no podría igualar. -Miró a Drusilla con aire severo-. Estoy esperando su respuesta, madre. ¿Va a integrarse en mi consejo de administración o no?

Drusilla cerró con un chasquido la boca, que aún conservaba abierta por la sorpresa.

– ¡Oh, desde luego que sí! Y las otras también, yo me ocuparé de ello.

– Bien. En ese caso, el primer punto que tenemos que resolver será a quién nombramos para cubrir los cuatro puestos restantes. ¡Recuerden: quiero mujeres!

– Debo de estar soñando -dijo Octavia.

– En absoluto -dijo Drusilla en un tono de lo más majestuoso. Esto es real, hermana. Por fin las mujeres de Missalonghi han sido reconocidas.

– ¡Qué gran día! -suspiró Octavia.

Y, desde luego, lo fue. Lo que quedaba de él transcurrió afuera, en la parte trasera de la casa, que miraba hacia el oeste, igual que la silla donde estaba sentada Missy. Veía en lo alto los grandes listones de nubes empujadas por el viento teñirse de escarlata como su vestido, y, al fondo, el firmamento de un color verde manzana y los árboles frutales del huerto cubiertos de flores; una lluvia de blanco y rosado, todavía más rosado bajo aquel hermoso sol menguante. Pero su mente y sus ojos, por lo común tan receptivos a la belleza natural del mundo, no estaban inmensos en aquel esplendor. Porque Una estaba de pie en el umbral de la puerta, sonriéndole. Una. ¡Oh, Una!

– No se lo digas nunca, Missy. Déjale creer que su amor y sus cuidados te curaron. -Se le escapó una risa traviesa-. Es un hombre encantador, querida, ¡pero tiene un genio terrible! No es propio de ti provocárselo, pero no tientes al destino diciéndole la verdad sobre tus problemas de corazón. A ningún hombre le gusta ser el muñeco de una mujer, y él ya ha tenido una amarga experiencia en este sentido. Así que recuerda lo que te digo: no se lo digas nunca.

– Te vas -dijo Missy desolada.

– ¡Ahora mismo, querida! Ya he cumplido la misión que me encomendaron y ahora me voy a tomar un bien merecido descanso en la nube más blanda, más grande, más rosa, más achanpañada que encuentre.

– ¡Sin ti no podré, Una!

– ¡Tonterías, querida, por supuesto que puedes! Sólo se buena, sobre todo en la cama, y no te podrá ir mal. Es decir, siempre que hagas caso de mi advertencia: nunca le digas la verdad.

El halo exquisito que surgía del interior de Una se fundió con los últimos rayos de sol; se quedó un momento de pie en el umbral atravesada por la luz, y luego desapareció.

– ¡Missy! ¡Missy! ¡Missy! ¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¡Missy, por el amor de Dios, contéstame!

John Smith estaba de pie inclinado sobre ella, frotándole las manos con una mirada de horror clavada en sus ojos. Ella consiguió sonreírle.

– ¡Estoy muy bien, John, de veras! Ha sido el día. ¡Demasiada felicidad!