– ¿Lo amabas?
Pero Una se echó a reír.
– No, querida; si de una cosa puedes estar por competo segura, es de que nunca lo amé.
– ¿Viene de Sidney?
– Entre otros lugares.
– ¿Era amigo tuyo?
– No. Era amigo de mi marido.
Esto constituía una auténtica novedad para Missy.
– ¡Oh, lo siento, Una! No tenía idea de que fueras viuda.
Una se volvió a reír.
– ¡Querida, no soy viuda! ¡Los santos me preservan de los vestidos de luto! Wallace, mi marido, está todavía muy vivo. La mejor manera de describir mi fallida unión es decir que mi marido se divorció del matrimonio… y de mí.
Missy no había conocido a una divorciada en toda su vida; los Hurlingford no deshacían matrimonios, ya se contrajeran en el cielo, el infierno o el limbo.
– Debe de haberte resultado muy difícil -dijo en voz baja, esforzándose por no parecer escrupulosa o impresionada.
– Querida, sólo yo sé lo difícil que fue. -La luz de Una desapareció-. En realidad, fue un matrimonio de conveniencia. A él, o, más bien, a su padre, le pareció adecuada mi posición social y a mí me pareció conveniente su gran cantidad de dinero.
– ¿No lo amabas?
– Mi gran problema, querida, que me ha acarreado mucho más, es que nunca he amado a nadie tanto como a mí misma. -Hizo una mueca, y su luz, que acababa de recuperar su intensidad normal, volvió a desaparecer-. No te creas, Wallace era muy correcto en todos los aspectos y tenía un físico muy agradable. Pero su padre… ¡Aj!, su padre era un hombrecillo odioso que olía a pomada barata y a tabaco todavía más barato y no tenía la más mínima idea de lo que eran los buenos modales. No obstante, tenía la ardiente ambición de ver a su hijo sentado en la cima de la sociedad australiana, por lo cual dedicó gran parte de su tiempo y dinero a producir la clase de hijo al que un Hurlingford no se resistiría. Cuando, en realidad, lo que le gustaba a su hijo era la vida sencilla; no deseaba sentarse entre la flor y la nata de la sociedad y sólo lo intentó porque amaba con desesperación a aquel espantoso anciano.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Missy.
– El padre de Wallace falleció poco después de que el matrimonio fracasase. Mucha gente, incluido Wallace, creyó que la causa había sido el corazón destrozado. En cuanto a él…, hice que me odiase como ningún hombre debería odiar a una mujer.
– No puedo creerlo -dijo Missy lealmente.
– Me atrevería a decir que en verdad no puedes. Pero no por ello deja de ser cierto. Con el tiempo, me he visto obligada a admitir que fui una perra con un egoísmo feroz a la que tendrían que haber ahogado nada más nacer.
– ¡Oh, Una, no digas eso!
– Querida, no me compadezcas: no me lo merezco-dijo Una, otra vez dura y brillante-. La verdad es la verdad, y ya está. Así que aquí me tienes, arrojada a la orilla por la última vez en un rincón recóndito como Byron, haciendo penitencia por mis pecados.
– ¿Y tu marido?
– Él se ha recuperado. Por fin ha hallado la oportunidad de hacer todo lo que había deseado siempre.
Missy se moría de ganas de preguntarle cientos de cosas más: sobre el cambio evidente experimentado por Una, sobre la posibilidad de que pudieran arreglarse las cosas entre ella y su perdido Wallace, sobre John Smith, el misteriosos John Smith; pero la breve pausa que siguió al final de la exposición de Una le devolvió la conciencia del tiempo con un sobresalto. Un apresurado adiós y salió volando antes de que Una la retuviese un minuto más.
Hizo corriendo los ocho kilómetros hasta su casa, con punzada o sin ella, y debía de tener alas en los pies, pues, cuando llegó sin aliento a la puerta de la cocina, encontró a su madre y a su tía perfectamente dispuestas a aceptar la historia de la voluminosa compra de John Smith como excusa suficiente para justificar su retraso. Drusilla había ordeñado a la vaca, pues los huesos de Octavia no estaban en condiciones de realizar esos menesteres; había cogido las judías que ahora se cocían en la sartén. Las mujeres de Missalonghi se sentaron con toda puntualidad a dar buena cuenta de su cena. Tras lo cual llegó la última tarea del día: remendar las medias, la ropa interior y la lencería, tantas veces usadas y otras tantas lavadas.
Con la mente dividida entre la dolorosa historia de Una y la persona de John Smith, Missy escuchaba soñolienta a Drusilla y Octavia, que se deleitaban en la disección nocturna de cualquier noticia que pudiera haber llegado a sus hambrientos oídos. Aquella noche, después de un período inicial dedicado a hablar del misterioso forastero de la tienda de Maxwell Hurlingford (Missy no había soltado prenda de lo que se había enterado por Una), abordaron el acontecimiento inminente más importante del calendario social de Byron: la boda de Alicia.
– Tendré que ponerme el de seda marrón, Drusilla -dijo Octavia, soltando una lágrima de auténtico disgusto.
– Y yo el de gorgorán marrón y Missy el de lino marrón. ¡Dios mío, estoy tan cansada de marrón, marrón, marrón! -gritó Drusilla.
– Pero en nuestra precaria situación, hermana, el marrón es el color más sensato -la consoló Octavia sin conseguirlo.
– ¡Por una sola vez -dijo Drusilla con ferocidad, mientras clavaba la aguja en el carrete de hilo y doblaba la funda de almohada remendada con gran perfección, poniendo en ello más pasión de la que se le había conocido en toda su vida-, preferiría ser alocada antes que sensata! Y como mañana es sábado, tendré que escuchar a Aurelia vacilando interminablemente entre un satén color de rubí y un terciopelo color de zafiro para su traje de boda, preguntándome mi opinión al menos una docena de veces, y a mí…, a mí me entrarán ganas de matarla.
Missy tenía su propia habitación, revestida de madera y tan marrón como el resto de la casa. El suelo estaba cubierto de un linóleo marrón jaspeado; sobre la cama había una colcha marrón tostado, y en la ventana, un postigo holandés también de color marrón. Había además un escritorio viejo y feo y un armario más viejo y más feo: ni espejo, ni silla, ni alfombra. Pero en las paredes había tres cuadros. Uno era un daguerrotipo descolorido y manchado del primer sir William, muy envejecido y arrugado, hecho durante la guerra de Secesión; otro era una muestra de bordado (la primera tentativa de Missy, y muy conseguida) en la que se leía que «El diablo hace el trabajo de las manos ociosas»; y el último era un retrato enmarcado de la reina Alejandra, rígida y seria, pero aun así muy bella a los poco exigentes ojos de Missy.
En verano, la habitación era un horno, porque estaba orientada al sudoeste, y en invierno era un congelador, pues sufría de lleno el impacto de los vientos predominantes. El hecho de que Missy ocupase aquella habitación en particular no había sido fruto de una deliberada crueldad; sencillamente, era la más joven y le había tocado la pajita más corta. De todas formas, ninguna de las habitaciones de Missalonghi era en verdad confortable. Amoratada de frío, se sacó el vestido marrón, la enagua de franela, las medias de lana, el corpiño y los calzones, y dobló todo con sumo cuidado antes de colocar la ropa interior en un cajón y el vestido en un gancho que colgaba del techo del armario. Lo único que estaba bien colgado era su vestido de lino marrón de los domingos, pues las perchas eran un artículo muy precioso. El depósito de agua de Missalonghi tenía sólo una capacidad de unos dos mil litros, lo que hacía de ella el elemento más preciado de todos; el cuerpo se lavaba a diario, para lo cual las tres mujeres de Missalonghi compartían la misma escasa agua, pero la ropa interior tenía que durar dos días.
Su camisón era de áspera franela gris, cerrado hasta el cuello y con mangas largas; lo arrastraba por el suelo porque lo había heredado de Drusilla. Pero la cama estaba caliente. En el trigésimo aniversario de Missy, su madre le anunció que podía utilizar un ladrillo caliente durante la época de frío, pues ya no estaba en la flor de la juventud. Y cuando esto sucedió, por más que fue bien recibido, Missy abandonó para siempre toda esperanza de poder organizar algún día su vida fuera de los confines de Missalonghi.