Conciliaba el sueño con facilidad, pues llevaba una vida físicamente activa, por estéril que fuese a nivel emocional. Pero los breves momentos que se sucedían entre el tumbarse en aquel bendito calor y el inicio de la inconsciencia representaban su único rato de libertad absoluta, de modo que Missy siempre luchaba con todas sus fuerzas para que no la venciese el sueño.
Empezaba preguntándose qué aspecto tendría. En la casa sólo había un espejo en el cuarto de baño y estaba prohibido colocarse delante y contemplar la propia imagen. Por ello, las impresiones que Missy tenía de sí misma venían acompañadas de un sentimiento de culpa por haber estado mirando tal vez demasiado rato. Oh, sabía que era bastante alta, que era demasiado delgada, que tenía el cabello lacio y oscuro, los ojos negros y la nariz tristemente deformada debido a un golpe sufrido cuando era niña. Sabía que la comisura izquierda de su boca estaba caída y que la derecha se torcía hacia arriba, pero ignoraba que aquello hacía que sus escasas sonrisas fueran fascinantes, y su habitual expresión solemne, una tragicomedia de arlequín. La vida le había enseñado a considerarse una persona muy vulgar, pero algo en ella se negaba a creerlo del todo hasta que una cantidad suficiente de pruebas la convencieran. Así que cada noche se imaginaba qué aspecto tendría.
Soñaba en tener un gatito. Tío Percival, propietario de la tienda de dulces y de tabaco y, con mucho, el más agradable de todos los Hurlingford, le había regalado un travieso gatito negro al cumplir once años. Pero su madre se lo había quitado de inmediato y se lo había dado a un hombre para que lo ahogase, explicándole a Missy con irrefutable razón que no podía permitirse el lujo de otra boca que alimentar, por pequeña que fuese. No lo hizo sin compasión hacia los sentimientos de su hija, ni sin sentirlo, pero de todos modos lo hizo. Missy no había protestado. Tampoco había llorado, ni siquiera en la cama. De alguna manera, el gatito no había llegado a ser lo suficientemente real para desencadenar un dolor desesperado. Pero, después de todos aquellos largos y vacíos años, sus manos todavía podían recordar el tato de su piel sedosa y su vibrante ronroneo de placer cuando lo acariciaban. Sólo sus manos recordaban; todas las demás partes de ella habían conseguido olvidar.
Soñaba que la dejaban ir a caminar por el bosque, en el valle situado enfrente de Missalonghi, y de este ensueño consciente pasaba tranquilamente a los sueños inconscientes que nunca conseguía recordar. Si iba vestida, la ropa no le estorbaba, ni se mojaba al vadear arroyos con cascadas, ni se ensuciaba cuando rozaba las rocas cubiertas de musgo; y su ropa nunca, nunca era de color marrón. Los tordos cantaban revoloteando por encima de su cabeza, las mariposas de vistosos colores desaparecían por entre las cúpulas de los helechos gigantes que hacían que el cielo pareciese de encaje sobre un fondo de satén; había paz por todas partes, sin un solo ser humano que la turbase.
Últimamente había empezado a pensar en la muerte, que se le aparecía como una consumación deseada cada vez con más fervor. La muerte estaba en todas partes y visitaba a jóvenes, personas de mediana edad y a ancianos. Tuberculosis, epilepsia, garrotillo, difteria, tumores, neumonías, envenenamiento, apoplejía, problemas de corazón, ataques. ¿Por qué, entonces, no iba ella a estar al alcance de su mano? La muerte no se le presentaba en absoluto como una perspectiva indeseada; nunca lo es para aquellos que, más que vivir, existen.
Pero aquella noche seguía desvelada -una vez agotada la gama de temas que se iniciaba con el aspecto personal, el gatito y los paseos por el bosque, y terminaba con la muerte- a pesar de un profundo cansancio, resultado de aquella carrera hasta casa y de la dolorosa punzada en su costado izquierdo que parecía ir de mal en peor. Porque Missy se había reservado un poco de tiempo para dedicarlo al robusto e impetuosos forastero llamado John Smith, que había comprado su valle según le había dicho Una. Vientos de cambio, una nueva fuerza en Byron. Creía que Una estaba en lo cierto, que él tenía la intención de instalarse a vivir en el valle. Ya no era su valle; ahora era de él. Con los párpados casi cerrados, intentó evocar su imagen: alto, fornido y fuerte, con aquel abundante y precioso cabello cobrizo oscuro y esos dos sorprendentes mechones blancos en la barba. Imposible adivinar su edad, porque tenía el rostro curtido pro la intemperie, aunque parecía de unos cuarenta largos. Tenía los ojos del color del agua que ha pasado por un lecho de hojas marchitas: transparentes como el cristal, pero de un color marrón ámbar. ¡Oh, qué hombre más encantador!
Y cuando fue una vez más a pasear por el bosque, para redondear su peregrinaje nocturno, él caminó a su lado durante todo el trayecto hasta que se quedó dormida.
La pobreza que reinaba en Missalonghi con inflexible crueldad era culpa del primer sir William, que había engendrado siete hijos y nueve hijas, la mayoría de los cuales había sobrevivido para seguir procreando. La política de sir William había sido distribuir sus bienes terrenales sólo entre sus hijos, y dejar a sus hijas una dote consistente en una casa con cinco acres de buena tierra. A primera vista, parecía una buena política, que disuadía a los cazafortunas al mismo tiempo que garantizaba a las chicas el estatus de terratenientes así como una cierta independencia. Sin ningún remordimiento (pues significaba más dinero para ellos) sus hijos habían perpetuado aquella política, y también los hijos de éstos. Sólo que a medida que pasaban las décadas, las casas fueron siendo menos cómodas, menos sólidamente construidas, y los cinco acres de buena tierra acabaron siendo cinco acres de no tan buena.
El resultado, transcurridas dos generaciones, era que el clan de los Hurlingford se hallaba dividido en varias categorías muy diferenciadas entre sí: los varones, todos ellos ricos, las mujeres ricas debido a matrimonios provechosos y un grupo de mujeres a las que, o bien les habían arrebatado sus tierras con engaños, o las habían obligado a venderlas por un precio inferior a su valor real, o bien seguían luchado por vivir en ellas, que era el caso de Drusilla Hurlingford Wright.
Había contraído matrimonio con un tal Eustace Wright, heredero tísico de una gran empresa contable de Sidney que además poseía muchos intereses en algunas manufacturas; naturalmente, en el momento del matrimonio ni ella ni él sospechaban la enfermedad. Pero después de su muerte, acaecida dos años más tarde, el padre de Eustace, todavía vivo, había decidido dejar la totalidad de sus bienes a su segundo hijo sin destinar parte de ellos a una viuda cuya única heredera era una niña de aspecto enfermizo. Así que lo que se había iniciado como una prometedora perspectiva matrimonial, concluyó de manera funesta en todos los aspectos. El viejo Wright había considerado que Drusilla tenía casa y cinco acres y procedía de un clan muy adinerado que se sentiría obligado a hacerse cargo de ella, aunque sólo fuera por guardar las apariencias. Lo que no tuvo en cuenta el viejo Wright fue la indiferencia que sentía el clan Hurlingford hacia sus miembros de sexo femenino, solos y carentes de poder.
Drusilla subsistía a duras penas. Había acogido en su casa a Octavia, una hermana solterona, que vendió la suya junto con los cinco acres de terreno a su hermano Herbert para aportar líquido a la economía de Drusilla. Aquél era el problema: era inconcebible vender a alguien que no fuese de la familia, pero los varones se aprovechaban todo lo que podían de esa tradición. La miserable cantidad que Herbert ofreció a Octavia a cambio de su tierra fue de inmediato invertida por él a nombre de su hermana y, como solía ocurrir con las magistrales inversiones gestionadas por Herbert, ésta no produjo absolutamente ningún dividendo. Las pocas y tímidas preguntas que le había dirigido Octavia habían sido esquivadas por su hermano con accesos de violenta cólera e indignación.