Por supuesto, de la misma manera que era inconcebible que cualquier Hurlingford de sexo femenino transfiriese su propiedad a un extraño, también era impensable que estas mujeres deshonrasen al clan trabajando fuera de casa, salvo que encontraran trabajo en el seno de la familia directa. De ahí que Drusilla, Octavia y Missy se quedasen en casa, ya que su absoluta falta de capital les negaba la posibilidad de un trabajo salvador como propietarias de un negocio, y su total falta de talentos de alguna utilidad las volvía ineptas para el trabajo a los ojos de la familia directa.
Cualquier ilusión que pudiera haber abrigado Drusilla de que cuando Missy creciese las arrancaría de la penuria mediante un espectacular matrimonio, se disipó antes de que Missy cumpliese los diez años. Era de facciones ordinarias y poco atractiva. Cuando cumplió los veinte, su madre y su tía se habían resignado ya a soportar aquella situación de estrechez hasta la muerte. A su debido tiempo, Missy heredaría la casa y los cinco acres de su madre, pero no tendría nada propio que añadir, pues era una Hurlingford de la rama femenina y, por lo tanto, no contaba.
Desde luego, conseguían vivir. Tenían una vaca de Jersey que daba una leche maravillosamente rica y cremosa, terneras espléndidas -una de ellas todavía sin cruzar porque era superlativa-, media docena de corderos, tres docenas de gallinas rojas de Rhode Island, una docena de patos y ocas de distintas clases y dos rechonchas cerdas blancas que parían los mejores cochinillos de toda la comarca, porque les permitían pastar en el campo, en lugar de encerrarlas en la pocilga, y comían los desperdicios del salón de té de tía Julia, además de los de la mesa y del huerto de Missalonghi. El huerto, que era el terreno de Missy, todo el año producía algo; Missy se daba maña con las plantas. Había también un modesto plantel de árboles: diez manzanos de varias clases, un melocotonero, un cerezo, un ciruelo, un albaricoquero y cuatro perales. No tenían ningún cítrico porque el invierno en Byron era demasiado frío. Vendían su fruta, mantequilla y huevos a Maxwell Hurlingford a un precio muy inferior del que les hubieran ofrecido en cualquier otro lado, pero era inconcebible que vendiesen sus productos a alguien que no fuera un Hurlingford.
Comida no les faltaba, era la falta de dinero lo que las tenía en la miseria. Sin la posibilidad de ganar un salario y engañadas por aquellos que por derecho natural deberían haber sido su mayor apoyo, dependían del dinero para pagar la ropa, utensilios, medicinas y otros gastos -como el tejado nuevo-, dinero que obtenían de la venta de un cordero o una ternera o de una camada de cochinillos, y que no permitía relajación alguna en su eterna vigilancia económica. De una sola manera se hacía patente el tierno amor que sentían por Missy: le dejaban gastar en el préstamo de libros el dinero que ganaba con los excedentes de mantequilla y huevos.
Para llenar sus días vacíos, las mujeres de Missalonghi hacían media, encaje y ganchillo y cosían interminablemente. Agradecían los regalos de lanas, hilos y telas que llegaban cada Navidad y cumpleaños, devolviendo, a su vez, como regalos, algunos resultados finales, y amontonaban muchos más en una habitación.
El hecho de que se doblegaran con tanta docilidad a un régimen y a un código impuestos por personas que no tenían ni idea de la soledad y el amargo sufrimiento que su respetable pobreza les acarreaba, era una prueba de falta de carácter o de valor por su parte. Simplemente, habían nacido y vivido antes de que las grandes guerras concluyeran la revolución industrial, es decir, en una época en la que el trabajo remunerado y su secuela de comodidades significaba una traición a sus conceptos de vida, de familia y de femineidad.
A Drusilla Wright, su respetable pobreza nunca se le hacía tan mortificante como los sábados por la mañana, día en que iba a pie hasta Byron y lo atravesaba hasta llegar a donde se alzaban las mansiones más elegantes de los Hurlingford, en las laderas de las magníficas colinas que se elevaban entre el pueblo y un brazo del Valle Jamison. Iba a tomar el té matinal con su hermana Aurelia y, mientras caminaba fatigosamente, no dejaba de recordar que, cuando de jóvenes se habían prometido en matrimonio, había sido ella, Drusilla, quien había conseguido el que entonces parecía el mejor candidato del mercado matrimonial. Realizaba aquella peregrinación a solas, pues Octavia estaba demasiado achacosa para caminar los once kilómetros y el contraste entre Missy y Alicia, la hija de Aurelia, era demasiado doloroso. Mantener un caballo estaba fuera de sus posibilidades, ya que habría acabado con los pastos, y, en Missalonghi, los cinco acres debían ser protegidos día y noche contra la sequía. Si no podían ir andando, las mujeres de Missalonghi se tenían que quedar en casa.
Aurelia también se había casado con una persona ajena a la familia, pero con mucho más tino, según quedó demostrado después. Edmun Marshall era el gerente de la planta embotelladora, y tenía el talento práctico necesario para la administración del que carecían todos los Hurlingford. Aurelia vivía, pues, en una mansión de veinte habitaciones, construida imitando el estilo Tudor y situada en medio de cuatro acres de jardín en el que crecían ciruelos y rododendros, azaleas y cerezos japoneses que transformaban el lugar en un país de hadas cuando llegaba la primavera. Aurelia poseía criados, caballos, carruajes e incluso un coche. Sus hijos, Randolph y Ted, aprendían de su padre cómo dirigir la planta embotelladora y parecían ser grandes promesas, Ted en el ámbito de la contabilidad y Randolph como supervisor.
Aurelia tenía también una hija, una hija que era todo lo que no era la de Drusilla. Ambas poseían tan sólo una cosa en común: eran solteronas de treinta y tres años. Pero mientras que Missy era lo que era porque a nadie se le había ocurrido proponerle que cambiase su estado civil, Alicia seguía soltera por el más romántico y conmovedor de los motivos. El prometido que había aceptado a sus diecinueve años había recibido un colmillazo mortal de un elefante de trabajo enloquecido, pocas semanas antes de la boda, y Alicia se había tomado su tiempo para recuperarse del golpe. Montgomery Massey había sido el hijo único de una conocida familia de plantadores de té de Ceilán, y muy, muy rica. Alicia lo había llorado tal como su importancia social merecía.
Se vistió de negro durante todo un año, y luego de gris y lila pálidos durante dos años más, pues eran los colores considerados «de medio luto»; a los veintidós años anunció que su período de retiro había terminado y abrió una sombrerería de damas. Su padre compró la antigua camisería que el tiempo y la tienda de ropa de Herbert Hurlingford habían dejado obsoleta, y Alicia dedicó su único talento genuino a hacer fructificar el negocio. La tienda de sombreros, denominada Chez Chapeau Alicia, fue un éxito rotundo desde el día en que abrió sus puertas, y atraía clientes de lugares tan lejanos como Sidney, hasta tal punto eran deliciosamente atractivas, favorecedoras y modernas las confecciones de Alicia en paja, tul y seda. Tenía empleadas en el taller a dos mujeres sin tierras ni dote, y a su tía solterona Cornelia como su aristocrática dependienta, mientas que su participación en la empresa se limitaba a diseñar los modelos y embolsarse las ganancias.
Y, cuando todo el mundo daba por sentado que Alicia iba a llevar luto por Montgomery Massey hasta su propia muerte, anunció su compromiso con William Hurlingford, hijo y heredero del tercer sir William. Ella tenía treinta y dos años, y su futuro marido apenas diecinueve. La boda se fijó para el primer día del próximo mes de octubre, cuando las flores primaverales harían obligatoria la recepción en el jardín; la larga espera habría llegado a su fin. Su demora había que achacarla a lady Billy, la esposa de sir William, quien, al enterarse de la noticia, había intentado azotar a Alicia con una fusta de caballo. El tercer sir William se había visto forzado a prohibir el matrimonio de la pareja hasta que el novio cumpliese los veintiuno.