Así las cosas, ni un asomo de alegría en el ánimo de Drusilla mientras recorría el sendero de gravilla bien rastrillada de Mon Repos y llamaba a la puerta de la casa de su hermana con un vigor que era una mezcla de frustración y envidia. El mayordomo abrió, informó a Drusilla con toda distinción que la señora Marshall estaba en la sala pequeña y la condujo allá con expresión imperturbable.
El interior de Mon Repos era tan encantadoramente acertado como la fachada y los jardines; paredes revestidas de maderas pálidas importadas y de papeles de seda y terciopelo, cortinas de encaje, alfombras de Axminster, mobiliario estilo Regencia, todo ello dispuesto a la perfección para destacar al máximo las gratas dimensiones de las habitaciones. Allí, donde era tan patente que no reinaban ni el ahorro ni la moderación, no había necesidad de emplear pintura marrón.
Las hermanas se besaron en las mejillas. En conjunto, eran más parecidas entre sí que cualquiera de ellas a Octavia, a Julia, a Cornelia, a Augusta o a Antonia, pues ambas poseían un cierto sello de arrogante frialdad e idénticas sonrisas. A pesar del contraste entre sus respectivas situaciones sociales, también se tenían más cariño que el que profesaban a cualquiera de las demás; y sólo el implacable orgullo de Drusilla impedía que Aurelia la ayudase económicamente.
Finalizados los saludos, se instalaron en sillas tapizadas en terciopelo, alrededor de una mesita de marquetería, y esperaron a que la doncella les sirviera el té chino con docenas de pasteles glaseados, antes de ir al grano.
– Escucha, Drusilla: ser orgullosa no sirve para nada. Sé con qué urgencia necesitas el dinero, y ¿podrías darme una sola razón por la que todas esas cosas preciosas tengan que ir amontonándose en una habitación de tu casa en lugar de pasar al ajuar de Alicia? No me digas que las estás guardando para el ajuar de Missy, pues ambas sabemos que Missy rezó sus últimas oraciones hace años. Alicia quiere comprarte la lencería y yo estoy completamente de acuerdo -dijo Aurelia con firmeza.
– Desde luego, me siento halagada -dijo Drusilla muy rígida-, pero no puedo vendértelas, Aurelia. Alicia puede llevarse todo lo que desee, pero como regalo nuestro.
– ¡Tonterías! -replicó la señora de la casa-. Cien libras y la dejas escoger lo que quiera.
– Será un placer que elija lo que quiera, pero como regalo nuestro.
– Cien libras o tendrá que gastarse cien veces más comprando su ajuar en Mark Foy’s, porque no permitiré que se lleve la cantidad de cosas que necesita en concepto de regalo.
La discusión se prolongó un buen rato, pero por fin la pobre Drusilla se vio obligada a ceder, con lo que su orgullo herido se enfrentó a un secreto alivio, tan grande que al final derrotó al orgullo. Y, después de beber tres tazas de té Lapsang Souchong y de haber engullido casi toda la bandeja de pasteles, perfectamente glaseados de rosa y blanco, como si jamás hubiese comido, ella y su hermana pasaron de la incomodidad de su desigualdad social a la intimidad de su consanguinidad.
– Billy dice que ese hombre es un presidiario -dijo Aurelia.
– ¿En Byron? Dios mío, ¿cómo ha permitido Billy que esto suceda?
– No pudo hacer nada para impedirlo, hermana. Saber tan bien como yo que es un mito que los Hurlingford sean propietarios de cada acre de terreno entre Leura y Lawson. Si el hombre podía comprar el valle, lo cual parece que ha hecho, y si ha pagado su deuda a la sociedad, lo cual también parece ser cierto, no hay nada que Billy o cualquier otra persona puedan hacer para echarlo.
– ¿Cuándo ha ocurrido todo esto?
– Según Billy, la semana pasada. El valle nunca ha sido tierra de los Hurlingford, por supuesto. Billy suponía que era terreno de la Corona, una creencia errónea que se remonta, según parece, al primer sir William y que lamentablemente a nadie de la familia se le ocurrió verificar. Si lo hubiésemos sabido, un Hurlingford lo habría comprado hace mucho tiempo. De hecho, el terreno ha sido objeto de un largo proceso judicial durante muchísimos años y ahora este tipo lo ha comprado en una subasta celebrada en Sidney la semana pasada, sin que nos enteráramos siquiera de que estuviese en venta. ¡Todo el valle, por favor, y por una miseria! ¿Te das cuenta? A Billy se le ensombreció la cara cuando lo supo.
– ¿Cómo os enterasteis? -preguntó Drusilla.
– El tipo llegó a la tienda de Maxwell a la hora de cerrar. Parece ser que Missy también estaba allí.
El rostro de Drusilla se iluminó.
– ¡Así que es aquél!
– Sí.
– Seguro que Maxwell lo averiguó todo, ¿no? Podría obtener información de un sordomudo.
– Sí. Oh, el tipo no era nada reticente; habló de ello con toda franqueza…, con demasiada franqueza, a juicio de Maxwell. Pero ya conoces a Maxwell, piensa que todo el que anuncia su negocio está loco.
– ¡Lo que no alcanzo a comprender es cómo alguien que no es un Hurlingford puede desear comprar el valle! Me refiero a que poseer el valle tendría significado para un Hurlingford porque está en Byron. Pero no puede cultivarlo. Tardaría diez años en limpiarlo lo suficiente para poder emplear el arado, y hay tanta humedad allá abajo que no podría mantenerlo limpio nunca. No puede talar la madera porque el transporte por la carretera es demasiado peligroso. ¿Por qué entonces?
– Según Maxwell, dijo que únicamente quería vivir solo en el bosque y escuchar el silencio. Bueno, si después de todo no es un presidiario, tendrá que admitir que es un poco excéntrico.
– ¿Qué le hace pensar a Billy que sea un presidiario?
– Maxwell telefoneó a Billy tan pronto como el tipo hubo cargado su carro y se hubo marchado. Y Billy se puso a hacer pesquisas de inmediato. El tipo se hace llamar John Smith, ¡no te digo! -dijo Aurelia con expresión burlesca y suspicaz-. Ahora yo te pregunto, Drusilla, ¿crees que alguien se haría llamar John Smith si no tuviera algo que ocultar?
– Podría ser su auténtico nombre -dijo Drusilla con justicia.
– ¡Bah! Uno siempre está leyendo cosas que suceden a Johns Smith, pero ¿has llegado a conocer a alguno? Billy piensa que este John Smith es un… un… ¿cómo lo llaman los americanos?
– No tengo ni la menor idea.
– Bueno, qué más da, esto no es América. De cualquier forma, un nombre falso. Las investigaciones de Billy han revelado que el hombre no está inscrito en ningún organismo oficial. Pagó el valle en oro, y esto es todo lo que se ha podido averiguar.
– Tal vez sea un minero afortunado de Sofala o Bendigo.
– No. Según Billy, todas las minas de oro de Australia están en manos de compañías desde hace años y no se han producido grandes hallazgos por parte de individuos.
– ¡Qué extraordinario! -dijo Drusilla, y alargó el brazo con aire distraído para coger el penúltimo pastel!-. ¿Añadieron algo más Billy o Maxwell?
– Bueno, John Smith compró una gran cantidad de comida y pagó en oro que guardaba en un monedero dentro de la camisa. ¡Y no llevaba nada debajo! Por fortuna en aquel momento Missy se había marchado ya, pues Maxwell jura que el tipo de todas maneras se habría levantado la camisa. ¡Blasfemó delante de Missy y dijo algo que insinuaba que Missy no era una dama! ¡Y sin existir provocación, te lo aseguro!
– Lo creo -dijo Drusilla con aspereza, cogiendo el último pastel de la bandeja.
En aquel momento, Alicia Marshall entró en la habitación. Su madre la miró con orgullo y su tía sonrió un poco forzada.
¿Por qué, oh, por qué Missy no podría haber sido como Alicia?
Una criatura verdaderamente exquisita, Alicia Marshall. Muy alta y de líneas voluptuosas aunque disciplinadas, tenía un cutis claro y angelical, al igual que sus ojos y su cabello, unas manos y pies preciosos y un cuello de cisne. Como siempre, iba vestida con mucho gusto, con un traje de seda azul pálido (escote bordado, la sobrefalda más corta en punta, a la última moda) que llevaba con estilo y una clase incomparables. Uno de sus propios sombreros, con un ramo desordenado de rosas de tul azul pálido y seda de color verde, adornaba su abundante cabello dorado. ¡Era milagrosos que sus cejas y pestañas fueran de un precioso tono marrón! Porque, naturalmente, Alicia no revelaba que se las teñía como hacía Una.