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– ¿Has oído?

– He oído. Mantengo las manos sobre el volante y no hago nada sin permiso.

– Muy bien… ¿Cuántos estáis a bordo?

– Tres. Nosotros…

– Contesta sólo a las preguntas que te haga. Y nada de gestos bruscos; ningún tipo de gestos, ¿entendido?… ¿De dónde venís y adónde os dirigís, y por qué?

– Venimos de Kafr Karam y vamos al dispensario. Tenemos a un enfermo que se ha cortado los dedos. Se trata de un retrasado mental.

El soldado iraquí paseó su fusil de asalto sobre mí, el dedo en el gatillo y la culata pegada a la cara; luego, apuntó al ferretero y a su hijo. Dos soldados norteamericanos se acercaron a su vez, vigilantes, con sus armas prestas para convertirnos en un coladero al menor sobresalto. Yo mantenía la calma, con las manos bien a la vista sobre el volante. Detrás de mí, la respiración del ferretero rateaba.

– Controla a tu hijo -le mascullé-. Tiene que quedarse tranquilo.

– ¡Cierra el pico! -me aulló un soldado norteamericano recién aparecido de alguna parte por mi izquierda, apuntándome en la sien con el cañón de su fusil. ¿Qué le has dicho a tu compinche?

– Le he dicho que se quedara…

– Shut your gab! Calla la boca y no rechistes…

Era un negro hercúleo, parapetado tras un subfusil, con los ojos blancos de rabia y las comisuras de la boca efervescentes de baba. Era tan enorme que me tenía impresionado. Sus advertencias crepitaban como ráfagas, me paralizaban.

– ¿Por qué berrea así? -se azoró el ferretero-. Va a asustar a Suleimán.

– ¡Callaos de una vez! -ladró el soldado iraquí, que hacía probablemente las veces de intérprete-. En el control no se habla, no se discuten las órdenes, no se protesta -recitó como quien lee una enmienda-; nos callamos y obedecemos al pie de la letra. ¿Entendido? Mafhum?… Tú, el conductor, vas a poner la mano derecha en la ventanilla y a abrir lentamente la portezuela con la mano izquierda. Luego, pon las manos detrás de la cabeza y baja despacio.

Otros dos militares norteamericanos aparecieron por detrás del Ford, enjaezados como caballos de tiro, con gruesas gafas de arena sobre el casco y el chaleco antibalas sobresaliendo. Se acercaban paso a paso sin dejar de apuntarnos. El soldado negro gritaba hasta quedarse sin campanilla. Apenas toqué tierra con un pie, me arrancó del coche y me obligó a arrodillarme. Me dejaba maltratar sin resistirme. Retrocedió y, dirigiendo el fusil al asiento trasero, ordenó al ferretero que bajara.

– No gritéis, os lo ruego. Mi hijo es un enfermo mental y lo estáis asustando…

El soldado negro no entendía gran cosa de lo que intentaba explicarle el ferretero; parecía estar harto de que le hablaran en un idioma que no entendía en absoluto, y eso lo cabreaba por doble partida. Sus berridos se me clavaban en la cabeza, y desencadenaban una multitud de picoteos dolorosos en mis articulaciones. Shut your gab! Cierras el pico o te reviento… Las manos sobre la cabeza… A nuestro alrededor, los militares no perdían de vista nuestros más leves estremecimientos, impenetrables y silenciosos, unos parapetados tras unas gafas de sol que les confería un aspecto extremadamente temible, los demás intercambiando unas ojeadas codificadas para mantener la presión. Yo estaba estupefacto ante el cañón de los fusiles que nos rodeaban; eran como tragaluces que daban directamente al infierno; sus bocas me parecían mayores que las de un volcán, prestas a cubrirnos con un aluvión de lava y de sangre. Yo estaba pasmado, clavado en el suelo, con la nuez bloqueada en medio de la garganta. El ferretero bajó a su vez, con las manos sobre la cabeza. Temblaba como una hoja. Intentó dirigirse al soldado iraquí; una bota se apoyó en la parte alta de su pantorrilla y lo obligó a poner una rodilla en tierra. En el momento en que el soldado negro se dispuso a ocuparse del tercer pasajero, observó la sangre en la mano y la camisa de Suleimán… ¡Joder, está meando sangre!, exclamó dando un salto hacia atrás. Ese canalla está herido… Suleimán estaba aterrado. Buscaba a su padre… Las manos sobre la cabeza, las manos sobre la cabeza, vituperaba el soldado salivando. Es un enfermo mental, gritó el ferretero al soldado iraquí. Suleimán se deslizó sobre el asiento y salió del vehículo, desorientado. Sus ojos lechosos giraban en su rostro exangüe. El militar americano daba órdenes como si estuviera dirigiendo un asalto. Cada berrido suyo me hundía un poco más. Sólo se le oía a él, y él representaba por sí solo todo el follón de la tierra. De repente, Suleimán soltó su grito, agudo, inconmensurable, reconocible entre mil rumores apocalípticos. Era un grito tan extraño que petrificó al militar. El ferretero no tuvo tiempo de lanzarse sobre su hijo, de retenerlo, de impedir que se fuera. Suleimán salió escopetado hacia delante, tan rápidamente que los norteamericanos se quedaron patidifusos. Dejen que se aleje, gritó un sargento. Puede que esté cargado de explosivos… todos los fusiles apuntaban ahora al fugitivo. No disparéis, suplicaba el ferretero, es un enfermo mental. Don't shoot. He is crazy… Suleimán corría, corría, con el espinazo recto, los brazos caídos, el cuerpo ridículamente ladeado hacia la izquierda. Sólo por su manera de correr, se veía que no era normal. Pero, en tiempos de guerra, el beneficio de la duda privilegia la metedura de pata en detrimento de la sangre fría; a eso se le llama legítima defensa… El primer disparo me sacudió de pies a cabeza, como la descarga de un electrochoque. Siguió el diluvio. Alelado, completamente en las nubes, yo veía nubéculas de polvo brotar de la espalda de Suleimán, ubicando los puntos de impacto. Cada bala que alcanzaba al fugitivo me atravesaba por completo. Un hormigueo intenso me devoró las pantorrillas antes de instalarse en mi vientre. Suleimán corría, corría, apenas sacudido por las balas que le acribillaban la espalda. A mi lado, el ferretero se desgañitaba como un poseso, con el rostro arrasado por las lágrimas… Mikel, ladró el sargento, ese canalla lleva un chaleco antibalas. Apunta a la cabeza… Desde la garita, Mike acercó el ojo al prismático de su fusil, ajustó el punto de mira, contuvo la respiración y apretó suavemente el gatillo. Dio en la diana al primer disparo. La cabeza de Suleimán estalló como un melón, deteniendo en seco su desbocada carrera. El ferretero se agarró las sienes con las manos, alucinado, con su boca abierta dejando un grito en suspenso; miró cómo el cuerpo de su hijo se descolgaba a lo lejos, como una cortina, se desmoronaba verticalmente, los muslos sobre las pantorrillas, luego el busto sobre los muslos, luego la cabeza hecha jirones sobre las rodillas. Un silencio sepulcral inundó la llanura. Mi vientre experimentó un movimiento de resaca; una lava incandescente me abrió el gaznate y fue expulsada al aire libre por mi boca. El día se veló… Luego, la nada.

Volví en mí, trozo a trozo, con las orejas silbándome. Tenía la cara aplastada contra el suelo, en medio de un charco de vómitos. Mi cuerpo ya no reaccionaba. Estaba encogido al lado de la rueda delantera del Ford, con las manos atadas a la espalda. Tuve justo el tiempo de ver al ferretero agitar la cartilla médica de su hijo ante las narices del soldado iraquí, que parecía turbado. Los demás militares lo miraban en silencio, con el fusil en reposo, y, nuevamente, volví a perder el sentido.

Cuando recuperé parte de mis facultades, el sol había alcanzado su cénit. Un calor canicular hacía zumbar la rocalla. Me habían retirado la cinta de plástico con la que me habían esposado y me habían instalado a la sombra de la garita. En el lugar donde lo dejé, el Ford recordaba un ave de corral desgreñada, con las cuatro puertas abiertas al viento, la tapa del maletero levantada; una rueda de recambio y distintas herramientas se amontonaban a un lado. El registro no había dado resultado; ningún arma de fuego, ni siquiera un cuchillo, ni siquiera un botiquín.