Una ambulancia esperaba a la altura de la garita, con una cruz roja pintada a un lado, las puertas abiertas y, dentro, una camilla con los restos de Suleimán. Estaba cubierto con una sábana de la que emergían dos pies lastimeros; el derecho había perdido su calzado y enarbolaba unos dedos con cortaduras, cubiertos de sangre y de polvo.
Un suboficial de la policía iraquí conversaba con el ferretero, un poco apartado, mientras que un oficial norteamericano, llegado en un jeep, escuchaba el informe del sargento. Aparentemente, todo el mundo se daba cuenta del error, sin por ello tomárselo a la tremenda. Incidentes como éste eran el pan nuestro de cada día en Irak. En la confusión general, cada cual arrimaba el ascua a su sardina. El error es humano, y la fatalidad tiene anchas las espaldas.
El soldado negro me tendió su cantimplora; ignoraba si era para beber o asearme; rechacé su ofrecimiento con un gesto enfebrecido de la mano. Por mucho que se empeñara en parecer afligido, su repentino cambio resultaba incompatible con su temperamento. Una bestia no deja de ser una bestia, aunque sonría; en la mirada es donde el alma denota su auténtica naturaleza.
Dos enfermeros árabes vinieron a confortarme; se acuclillaron a mi lado y me dieron palmadas en la espalda. Sus manos resonaban en mi ser como mazazos. Tenía ganas de que me dejaran en paz; cada manifestación de simpatía me devolvía al origen de mi trauma. De cuando en cuando, brotaba de mí un sollozo; hacía lo imposible para contenerlo. Me desvivía entre la necesidad de conjurar mis demonios y la de alimentarlos. Un increíble cansancio se apoderó de mí; sólo oía cómo mi aliento me vaciaba a la vez que, en mis sienes, el latido de mi sangre acompasaba el eco de las detonaciones.
El ferretero quiso recuperar a su difunto; el jefe de la policía le explicó que había que cumplir el trámite administrativo. Como se trataba de un lamentable accidente, el asunto requería un montón de formalidades. Había que llevar el cuerpo de Suleimán al depósito de cadáveres; sólo lo devolverían a los suyos cuando la investigación sobre la metedura de pata hubiese quedado cerrada.
Un coche de la policía nos llevó de vuelta al pueblo. No acababa de enterarme de lo que estaba ocurriendo. Me encontraba dentro de una especie de burbuja evanescente, ya suspenso en el vacío, ya deshilachándome como una voluta de humo. Sólo recordaba el espantoso grito de la madre cuando el ferretero regresó a su casa. El gentío se aglutinó por allí de inmediato, despavorido, incrédulo. Los viejos se palmoteaban las manos, abatidos; los jóvenes estaban indignados. Llegué a mi casa en un estado lamentable. Apenas crucé el umbral del patio, mi padre, que dormitaba al pie de su indefinible árbol, se sobresaltó. Se había dado cuenta de que había ocurrido una desgracia. Mi madre no tuvo valor para preguntarme de qué iba el asunto. Se limitó a llevarse las manos a las mejillas. Mis hermanas acudieron, con la chiquillería agarrada de sus faldones. Fuera, se empezaron a oír aquí y allá los primeros lamentos, funestos, henchidos de ira y de drama. Mi gemela Bahia me agarró por el brazo y me ayudó a alcanzar mi habitación, arriba del todo. Me tumbó en mi camastro, trajo una palangana con agua, me quitó la camisa manchada de vómitos y se puso a lavarme por encima de la cintura. Mientras tanto, la noticia corrió por el pueblo, y toda mi familia se apresuró a ir a consolar a la del ferretero.
Bahia esperó a haberme metido en la cama para eclipsarse a su vez.
Me quedé dormido…
A la mañana siguiente, Bahia regresó para abrir mis ventanas y entregarme ropa limpia. Me contó que un coronel norteamericano había venido la víspera, junto con autoridades militares iraquíes, a presentar su pésame a los enlutados padres. El decano lo había recibido en su casa, pero en el patio, para manifestarle con claridad que no era bienvenido. No creía en la versión del accidente y tampoco admitía que se pudiese disparar sobre un retrasado mental, esto es, sobre un ser puro e inocente, más cercano al Señor que los santos. Algunos equipos de televisión querían cubrir el suceso y propusieron dedicar un reportaje al ferretero para que pudiera expresarse sobre el asunto. Ahí también el decano se mantuvo firme y prohibió categóricamente que unos extranjeros turbaran el duelo de su pueblo.
4
Tres días después, una furgoneta del pueblo, enviada por el propio decano, trajo de vuelta el cuerpo de Suleimán del depósito de cadáveres. Fue un momento terrible. Nunca la gente de Kafr Karam había vivido una atmósfera como ésa. El decano exigió que el entierro se llevara a cabo dentro de la dignidad y en la estricta intimidad. Sólo se aceptó en el cementerio una delegación de Ancianos procedente de una tribu aliada. Una vez acabado el funeral, cada cual regresó a su domicilio a meditar sobre el sortilegio que había arrebatado a Kafr Karam a su ser más puro, que fue su mascota y su pentáculo. Por la noche, viejos y jóvenes se reunieron en casa del ferretero y salmodiaron unos versículos hasta bien entrada la noche. Pero Yacín y su pandilla, que mostraban abiertamente su indignación, no aceptaron la decisión y prefirieron reunirse en casa de Sayed, el hijo de Bashir el Halcón, un joven de pocas palabras y misterioso que, al parecer, simpatizaba con el movimiento integrista y que, según se sospechaba, había frecuentado la escuela de Peshawar en tiempos de los talibanes. Era un chico alto de unos treinta años, de rostro ascético e imberbe salvo por una minúscula mata de vello bajo el labio inferior que, junto con el lunar en la mejilla, lo hermoseaba. Vivía en Bagdad, y sólo regresaba a Kafr Karam en función de los acontecimientos. Había llegado la víspera para asistir al entierro de Suleimán… Hacia medianoche, otros chicos insomnes se unieron a él. Sayed los acogió con gran deferencia y los instaló en una gran sala tapizada con esterillas de mimbre y cojines. Mientras todo el mundo picoteaba en las cestillas llenas de cacahuetes y bebía té a sorbos, Yacín no podía estarse quieto. Parecía un poseso. Su mirada exacerbada no dejaba de acosar las nucas gachas y buscar camorra. Como nadie le hacía caso, se volvió decididamente hacia su más fiel compañero, Salah, yerno del ferretero.
– Te he visto llorar en el cementerio.
– Es verdad -reconoció Salah, que ignoraba dónde quería el otro ir a parar.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué que?
– ¿Por qué has llorado?
Salah enarcó las cejas:
– En tu opinión, ¿por qué se llora?… Sentía pena, hombre. Lloré porque la muerte de Suleimán me produjo pena. ¿Qué hay de extraño en que se llore a alguien que se ha querido?
– De eso ya me he enterado -insistió Yacín-. ¿Pero por qué los llantos?
Salah notaba que algo se le escapaba.
– No entiendo tu pregunta.
– La muerte de Suleimán me ha partido el corazón -dijo Yacín-. Pero no he derramado una sola lágrima. No concibo que puedas dar la nota de esa manera. Lloraste como una mujer, y eso es inadmisible.
La palabra «mujer» estremeció a Salah. Sus mandíbulas rodaron por su cara como poleas.
– Los hombres también lloran -observó a su jefe de banda-. Hasta el Profeta tenía esa debilidad.
– A mí me la suda -explotó Yacín-. No tenías por qué comportarte como una mujer -añadió, haciendo hincapié en el último vocablo.
Salah se levantó de sopetón, escandalizado. Miró fijamente a Yacín, dolido, antes de recoger sus sandalias y perderse en la noche.
En la gran sala donde se amontonaban una veintena de individuos, las miradas corrían en todas direcciones. Nadie entendía qué mosca había picado a Yacín, por qué se había comportado de manera tan abyecta con el yerno del ferretero. El malestar se instaló en la habitación. Tras un largo silencio, Sayed, el amo de la casa, tosiqueó en su puño. Como anfitrión, a él le correspondía decidir.