Echó una mirada acerada a Yacín:
– Mi padre me contó una historia que, de niño, no llegué a comprender bien. A esa edad ignoraba que las historias tuvieran moraleja. Era la historia de un cachas egipcio que tenía su satrapía en los bajos fondos de El Cairo. Un hércules directamente salido de una fundición de la Antigüedad, tan duro con los demás como consigo mismo y cuyo enorme bigote recordaba los cuernos de un morueco. Ya no recuerdo su nombre, pero he conservado intacta la imagen que me hice de él. Una especie de Robin de barrio, tan presto a remangarse la camisa como a contonear los hombros en la plaza infestada de cargadores y de burreros. Cuando había pleito entre vecinos, acudían a someterse a su arbitrio. Sus decisiones eran inapelables. Pero el cachas no sabía estarse calladito. Era vanidoso y tan irascible como exigente; como nadie discutía su autoridad, se autoproclamó rey de los desamparados e iba pregonando por ahí que nadie en el mundo estaba en condiciones de mirarlo directamente a los ojos. Sus palabras no cayeron en saco roto. Una noche, el jefe de la policía lo mandó llamar. Nadie sabe lo que ocurrió aquella noche. Al día siguiente, el cachas que regresó a su casa estaba irreconocible, cabizbajo y con la mirada huidiza. No mostraba heridas ni marcas de golpes, pero sí una evidente señal de infamia en sus hombros repentinamente abatidos. Se encerró en su choza hasta que los vecinos empezaron a quejarse de un fuerte olor a descomposición. Cuando echaron la puerta abajo, se encontraron con el cachas tumbado en su jergón, muerto desde hacía varios días. Más adelante, un poli dio a entender que cuando se vio frente al jefe de la policía, se tiró a sus pies implorándole perdón antes de que éste le reprochara nada. No se repuso de ello.
– ¿Y qué? -dijo Yacín acechando alguna indirecta.
Sayed amagó una sonrisa burlona:
– Ahí detuvo mi padre su historia.
– Menuda tontería -refunfuñó Yacín, consciente de sus limitaciones cuando se trataba de descifrar indirectas.
– Eso es lo que en un principio pensé. Con el tiempo, intenté encontrar alguna moraleja a esa historia.
– ¿Puedo conocerla?
– No. Mi moraleja es sólo mía. Búscate tú la que te convenga.
Dicho esto, Sayed se levantó y se retiró a su dormitorio, que estaba en el piso superior.
Los convidados comprendieron que la velada había acabado. Recogieron sus sandalias y abandonaron aquella morada. Sólo quedaron en la habitación Yacín y su «guardia pretoriana».
Yacín estaba fuera de sí; se sentía engañado, menospreciado ante sus hombres. De ningún modo podía regresar a su casa sin dejar aclarada esa historia.
Despidió con un gesto de la cabeza a sus compañeros y subió a llamar a la puerta de Sayed.
– No me he enterado -dijo a éste.
– Tampoco Salah comprendió a donde querías ir a parar -le dijo Sayed en el rellano.
– Me dejaste cortado con tu estúpido cuento. Apuesto a que te lo has inventado y que no hay por dónde sacarle moraleja.
– Eres tú el que acumula estupideces, Yacín. Y te comportas exactamente como aquel cachas cairota…
– Entonces ponme al loro si no quieres que prenda fuego a tu choza. Odio que me miren por encima del hombro, y no permitiré a nadie, digo bien, a nadie, que me tome el pelo. Puede que no tenga demasiada instrucción, pero me sobra orgullo para dar y regalar.
Sayed no estaba intimidado. Muy al contrario, su sonrisa se iba acentuando a medida que Yacín se iba mosqueando.
Le dijo en tono monocorde:
– Quien se alimenta de la cobardía ajena fecunda la suya; antes o después, acabará comiéndole las tripas y luego el alma. Llevas algún tiempo comportándote como un tirano, Yacín. Estás atropellando el ordenamiento natural, has dejado de respetar la jerarquía tribal; te sublevas contra tus mayores, vejas a tus allegados, disfrutas humillándolos en público; alzas el tono por cualquier cosa, de modo que en el pueblo ya no se oye más que a ti.
– ¿Por qué quieres que me ande con contemplaciones con esos inútiles?
– Te comportas exactamente igual que ellos. Si ellos se miran el ombligo, tú miras tus bíceps. Acaba siendo lo mismo. En Kafr Karam, nadie tiene por qué envidiar ni reprochar nada a nadie.
– Te prohíbo que me compares con esos cretinos. Yo no soy un cobarde.
– Demuéstralo… Adelante, ¿qué te impide pasar a la acción? Hace lustros que los iraquíes cruzan el hierro con el enemigo. Nuestras ciudades se van desmoronando día tras día a golpe de coches-bomba, de emboscadas y de bombardeos. Las cárceles están repletas de hermanos nuestros, y nuestros cementerios, saturados. Y tú te dedicas a gallear en tu pueblo perdido; vas voceando a diestro y siniestro tu odio y tu indignación, y, una vez que te has vaciado de tu hiel, vuelves a tu casa y desconectas. Demasiado fácil… Si piensas lo que dices, une el gesto a la palabra y dales leña a esos canallas de norteamericanos. Si no, apéate de la burra y pon la lengua en remojo.
Según mi gemela Bahia -supo la historia por boca de la hermana de Sayed, que siguió la confrontación oculta tras su puerta-, Yacín se amilanó y se retiró sin decir esta boca es mía.
Kafr Karam, con su cadáver entre los brazos, se enredaba en sus evasivas. La muerte de Suleimán la tenía desorientada. No sabía qué hacer con ella. Su última hazaña bélica se remontaba a la guerra contra Irán, una generación atrás; ocho hijos suyos regresaron del frente en ataúdes sellados que ni siquiera les permitieron abrir. ¿Qué habíamos enterrado entonces? ¿Maderos, patriotas o una parte de su dignidad? El asunto Suleimán era harina de otro costal. Se trataba de un horrible y vulgar accidente, y la gente no conseguía ponerse de acuerdo: ¿era Suleimán un mártir o un pobre diablo que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado?… Los Ancianos apelaban a la calma. Nadie es infalible, decían. El coronel norteamericano estaba sinceramente afligido. Su único desliz: no debió hablar de dinero al ferretero. En Kafr Karam nunca se habla de dinero a alguien que está de luto. No hay compensación que pueda minimizar la pena de un padre derrumbado sobre la tumba de su hijo; de no haber sido por la intervención de Doc Jabir, el asunto de la indemnización podía haberse convertido en enfrentamiento.
Pasaron las semanas y, poco a poco, el pueblo recobró su alma gregaria y sus rutinas. A lo hecho pecho. Sin duda, la muerte violenta de un retrasado mental suscita más cólera que pena. Desgraciadamente, no se puede cambiar el curso de las cosas. Por prurito de igualdad, Dios no ayuda a sus santos; sólo el diablo cuida de sus secuaces.
Como buen creyente, el ferretero se inclinó ante la fatalidad. Una mañana se le vio quitar la cadena de su taller y encender su soplete.
Se reanudaron los debates en la barbería, y los jóvenes regresaron al Safir para lapidar el tiempo a golpe de partidas de dominó cuando las de cartas se hacían tediosas. Sayed, el hijo de Bashir el Halcón, no se quedó mucho tiempo con nosotros. Sus asuntos lo reclamaron con urgencia en la capital. ¿Qué asuntos? Nadie lo sabía. No obstante, su estancia relámpago en Kafr Karam había calado hondo en el alma de todos; su franqueza había seducido a los jóvenes y su carisma había infundido respeto tanto en mayores como en menores. En un futuro, nuestros caminos se cruzarán. Será él quien potenciará mi autoestima; me iniciará en las normas elementales de la guerrilla y me abrirá de par en par las puertas del sacrificio supremo.
Una vez se hubo marchado Sayed, Yacín y su pandilla volvieron a hacerse con el mando, ceñudos y agresivos, motivo por el cual Omar el Cabo ya no deambulaba por las calles. Convertido en la sombra de sí mismo desde el incidente en el café, el desertor se pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su cuchitril. Cuando no tenía más remedio que poner un pie fuera, cruzaba el pueblo al galope para aplacar su vergüenza lejos de las provocaciones y sólo regresaba al anochecer, generalmente a gatas. Algunos chavales solían pillarlo emborrachándose en el fondo del cementerio, o ya en coma etílico, con los brazos en cruz, la camisa abierta sobre su vientre de cachalote… Hasta el día en que, sin previo aviso, desapareció de la circulación.