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Tras el entierro de Suleimán, al que no asistí, me quedé en mi casa. Los recuerdos de este despropósito no dejaban de atormentarme. Apenas me dormía, me asaltaban los gritos del soldado negro. Veía en sueños a Suleimán corriendo, muy tieso, con los brazos caídos, y su cuerpo bamboleándose de un lado a otro. Una multitud de minúsculos géiseres salpicaba su espalda. En el momento en que su cabeza explotaba, me despertaba gritando. Bahia se quedaba a mi cabecera, con una cacerola llena de compresas empapadas de agua. «No es nada -me decía-. Estoy aquí. Sólo es una pesadilla…»

Mi primo Kadem me hizo una visita una tarde. Por fin se había decidido a separarse de su tapia. Me trajo cintas de casete. La primera vez se le notaba turbado. Tenía la sensación de estar abusando de la situación. Para relajar el ambiente, me preguntó si el par de zapatos que me había regalado me iba bien. Le contesté que seguía en su caja.

– Están nuevos, ¿sabes?

– Lo sé -le dije-. Sé, sobre todo, lo que representan para ti. Tu gesto me ha conmovido profundamente, gracias.

Me recomendó que no me eternizara en la soledad de mi habitación, si es que pretendía salir del atolladero. Bahia estaba de acuerdo con él. Debía superar el trauma y retomar una vida normal. Yo no tenía ninguna gana de salir a la calle; temía que me pidieran que contara con detalle lo ocurrido en el puesto de control, y esa idea de remover el cuchillo en la herida me espantaba. Kadem no estaba de acuerdo.

– No tienes más que mandarlos a paseo -me dijo.

Siguió visitándome, y pasábamos horas hablando de esto y aquello. Gracias a él, una noche agarré el toro por los cuernos y salí de mi madriguera. Kadem me propuso que desentumeciéramos las piernas lejos del pueblo. A medio camino entre Kafr Karam y los huertos de los Haitem, la meseta se hundía repentinamente, y una ancha hendidura de varios kilómetros dividía el valle, con su lecho jalonado por pequeños montículos de gres y por arbustos espinosos. En aquel lugar el viento hacía gala de un talento de barítono.

Hacía bueno y, a pesar de un velo de polvo suspenso en el horizonte, asistimos a una soberbia puesta de sol.

Entonces, Kadem me pasó los auriculares de su walkman. Reconocí a Fairuz, la diva libanesa.

– ¿Sabes que he vuelto a coger mi laúd? -me confió.

– Ésa es una excelente noticia.

– Ahora estoy componiendo algo. Dejaré que lo escuches cuando lo acabe.

– ¿Una canción de amor?

– Todas las canciones árabes lo son -me dijo-. Si Occidente pudiese comprender nuestra música, si sólo pudiese escucharnos cantar, percibir nuestro pulso por medio del de nuestras cítaras, nuestra alma por medio de la de nuestros violines; si pudiese, aunque sólo fuese el instante que dura un preludio, tener acceso a la voz de Sabah Fajri, o de Wadii Es-Safi, al eterno aliento de Abdelwaheb, a la lánguida llamada de Ismahán, a la octava superior de Um Kalsum; si pudiese comulgar con nuestro universo, creo que renunciaría a su tecnología punta, a sus satélites y a sus ejércitos para seguirnos hasta el fin de nuestro arte…

Me encontraba a gusto con Kadem. Sabía sosegar con las palabras, y su voz inspirada me ayudaba a levantar cabeza. Sentía alivio al verlo renacer. Era un chico magnífico; no se merecía echar a perder su vida al pie de una tapia.

– Estaba a punto de hundirme -me confesó-. Desde hacía meses y meses mi cabeza parecía una urna funeraria; su ceniza oscurecía mi visión de las cosas, me salía por la nariz y por las orejas. No veía el final del túnel. Pero la muerte de Suleimán me resucitó. Así -añadió chasqueando los dedos-. Me abrió los ojos. No quiero morir sin haber vivido. Hasta la fecha, no he hecho más que padecer. Como Suleimán, no entendía gran cosa de lo que me estaba ocurriendo. Pero de ningún modo quería acabar como él. La primera pregunta que se me ocurrió al enterarme de su muerte fue: ¿Qué? ¿Suleimán está muerto? ¿Por qué? ¿Realmente ha existido?… Y es cierto, primo. Ese pobre diablo tenía tu edad. Lo veíamos a diario en la calle, deambulando en su universo propio. A veces corriendo tras sus visiones. Y, sin embargo, ahora que ya no está, me pregunto si realmente ha existido… Al regresar del cementerio, mientras me dirigía maquinalmente hacia mi tapia, me sorprendí regresando a mi casa. Subí a mi habitación, abrí el cofre forrado de cuero que yacía como sarcófago en el fondo del trastero, saqué mi laúd de su estuche y… te aseguro, sin siquiera afinarlo, que me puse a improvisar de inmediato. Me sentía arrebatado, embrujado.

– Me muero de ganas de oírte.

– Sólo me quedan unos cuantos retoques para acabar.

– ¿Y cómo se titula tu canción?

Me miró a los ojos.

– Soy supersticioso, primo. No me gusta hablar de las cosas que tengo sin acabar. Pero haré una excepción contigo, siempre que te lo guardes para ti.

– Prometido.

Sus ojos relucieron en la oscuridad al confiarme:

– La he titulado Las sirenas de Bagdad.

– ¿Las que cantan o las de las ambulancias?

– Cada uno que elija.

5

En Kafr Karam la vida reanudaba su curso, hueca como el ayuno.

Cada cual se las compone con lo que tiene, aunque sea nada. Es una cuestión de mentalidad.

Los hombres no son sino furtivas proezas, longánimos suplicios, Sísifos innatos, patéticos y obtusos; su vocación es padecer hasta que la muerte los alcance.

Los días seguían su curso, cual fantasmal caravana. Surgían de ninguna parte, de madrugada, sin gracia ni lustre, y se largaban subrepticiamente por la noche, arrebatados por las tinieblas. Sin embargo, los niños seguían naciendo, y la muerte velando por el equilibrio de las cosas. Con setenta y tres años, nuestro vecino fue padre por decimoséptima vez, y mi tío abuelo murió de viejo en su cama, rodeado de los suyos. Ésa era la sunna de la existencia. La memoria restituye lo que el viento del desierto se lleva; volvemos a trazar con nuestras manos lo que las tormentas de arena borran.

Jalid Taxi había concedido la mano de su hija a los Haitem, cuyas huertas se hallaban a escasos kilómetros del pueblo. Fue una primicia. Algunos llegaron a pensar que se trataba de una broma. Habitualmente, los Haitem, gente adinerada y taciturna, elegían a sus nueras en la ciudad, entre las familias emancipadas, que supieran comportarse en la mesa y alternar con la gente bien. Que de repente se conformaran con nosotros era como para desconcertar a más de uno… Ese regreso a las raíces resultaba un buen augurio. Con el tiempo que llevaban mirándonos por encima del hombro, no íbamos a ponernos delicados ahora que uno de sus retoños se había prendado de una virgen del pueblo. De todos modos, no era cosa de hacer ascos a una boda, fuera o no pobre. ¡Por fin un acontecimiento feliz que prometía resarcirnos de una cotidianidad insípida, recurrente, mortalmente nula!…

Había novedad en el Safir. El bareto se dotó de un televisor y de una antena parabólica, un regalo de Sayed, el hijo de Bashir el Halcón, «para que los jóvenes de Kafr Karam no se pierdan la trágica realidad del país». De la noche a la mañana, el mísero cafetín se convirtió en un auténtico refectorio para reclutas bisoños y volubles. Majed el cafetero se tiraba de los pelos. Si no bastaba con que su negocio renqueara y ahora, para colmo, los clientes se plantaban allí con sus pantagruélicos bocatas y su impedimenta, esto era definitivamente el acabose. Los clientes no se cortaban. Desde el amanecer, sin siquiera molestarse en lavarse la cara, llamaban a su puerta para que les abriera el café. Cualquiera diría que acampaban en la calle. Una vez encendida la tele, zapeaban por todas las cadenas para tomarle el pulso a la humanidad, luego conectaban Al-Jazira y no se movían de ahí. A mediodía, el cafetín pululaba de jóvenes sobreexcitados. Los comentarios e invectivas alcanzaban su apogeo. Cada vez que la cámara descubría algún aspecto del drama nacional, las protestas y los llamamientos al asesinato estremecían el barrio. Abucheaban a los partidarios de la guerra preventiva, aplaudían a los antiyanquis, abroncaban a los diputados asalariados, a quienes juzgaban oportunistas y lacayos de Bush… En primera fila, Yacín y su pandilla oficiaban de invitados de lujo. Se encontraban con sus asientos esperándoles aunque llegasen tarde. Detrás de ellos, dos o tres filas de simpatizantes. La morralla se instalaba en el fondo. El cafetero no daba pie con bola. Con las mejillas en el hueco de sus manos y su termo muerto de risa en un extremo del mostrador, miraba con aflicción y fijeza a aquella tropa ociosa que estaba cargándose sus muebles en medio de un jaleo de espanto.