– Hace un rato estabas hablando solo -dice.
– A veces me ocurre.
– ¿Y de qué?
– … Ya no recuerdo.
Menea la cabeza y vuelve a contemplar la ciudad. Estamos en la terraza del hotel, en el último piso, dentro de una especie de recámara de cristal que da a la arteria principal del barrio. Hay varias sillas de mimbre, dos mesas bajas y un canapé en una esquina custodiados por estanterías repletas de libros y folletos.
– No te hagas demasiadas preguntas -me dice.
– Ya no me hago preguntas.
– Uno se hace a menudo preguntas cuando se aísla.
– Yo no.
El doctor Jalal dio clases durante un tiempo en universidades europeas. Se le veía con regularidad por los estudios de televisión arremetiendo contra el «desviacionismo criminal» de sus correligionarios. Ni las fatuas decretadas contra él ni los intentos de secuestro consiguieron contener su virulencia. Estaba a punto de convertirse en la bestia negra de la Yihad armada. Luego, sin previo aviso, acabó ocupando asiento en el palco del imanato integrista. Profundamente decepcionado por sus colegas occidentales, tras haber constatado que su estatuto de negro de turno desbancaba ofensivamente a su erudición, escribió un tremendo requisitorio contra el racismo intelectual que hacía estragos en las camarillas bienpensantes de Occidente e inició una serie de asombrosas piruetas para acercarse a los ambientes islamistas. Aunque al principio sospecharan que fuera un agente doble, el imanato lo rehabilitó y acreditó. Hoy recorre los países árabes y musulmanes poniendo sus dotes para la oratoria y su temible inteligencia al servicio de los yihadistas.
– Hay un burdel cerca de aquí -me propone-. ¿Te apetece ir a echar un polvo?
Me quedo pasmado.
– No es realmente un burdel, al menos no como los demás. Los parroquianos son cuatro gatos, gente con clase… A casa de madame Rachak sólo acude un público distinguido. La gente bebe y cae algún que otro porro, sin líos, a ver si me entiendes. Y luego, cada mochuelo a su olivo, y si te he visto no me acuerdo. En cuanto a las chicas, son bonitas y tienen inventiva, unas profesionales. Si te sientes atascado por una u otra razón, te ponen como nuevo en un abrir y cerrar de ojos.
– No es lo mío.
– ¿Por qué dices eso? A tu edad, yo no dejaba que un culo se enfriase.
Su tosquedad me desconcierta.
Me cuesta creer que un erudito de su envergadura pueda dar muestras de una vulgaridad tan crasa.
El doctor Jalal me lleva unos treinta años. En mi pueblo, desde la noche de los tiempos, no se concibe ese tipo de conversación delante de alguien mayor que uno. Sólo una vez en Bagdad, mientras paseaba con un joven tío mío, alguien soltó un taco delante de nosotros. Si la tierra se hubiese abierto en aquel momento, no habría dudado un segundo en refugiarme dentro de ella.
– ¿Te gustaría?…
– No.
El doctor Jalal lo lamenta por mí. Se inclina sobre la barandilla de hierro forjado y, de un papirotazo, manda volar al vacío su colilla. Ambos miramos el punto rojo revolotear piso tras piso hasta dispersarse en el suelo en una multitud de pavesas.
– ¿Crees que alguna vez se unirán a nosotros? -le pregunto para cambiar de tema.
– ¿Quiénes?
– Nuestros intelectuales.
El doctor Jalal me mira de soslayo:
– Eres virgen, ¿no es así?… Te estoy hablando de un burdel cerca de aquí…
– Y yo te estoy hablando de nuestros intelectuales, doctor -replico con la firmeza suficiente para ponerlo en su sitio.
Se da cuenta de que su indecente proposición me molesta.
– ¿Van a unirse a nosotros? -insisto.
– ¿Es tan importante?
– Para mí, sí… Los intelectuales dan sentido a todo. Escribirán sobre nosotros. Nuestra lucha quedará inscrita en la memoria.
– ¿No te basta con lo que has padecido?
– No necesito mirar hacia atrás para avanzar. Son los horrores de ayer los que me impulsan hacia delante. Pero la guerra no se limita a eso.
Intento leer en sus ojos si me está siguiendo. El doctor mira fijamente una tienda abajo y se limita a asentir con la punta de la barbilla.
– En Bagdad he oído un montón de discursos y de prédicas. Me cabreaba más que un camello rabioso. Sólo tenía un deseo: cargarme el planeta entero, del polo norte al polo sur… Y cuando eres tú el que expresa mi odio por Occidente, tú, el erudito, mi ira se vuelve orgullo. Dejo de hacerme preguntas. Me proporcionas todas las respuestas.
– ¿Qué tipo de preguntas? -intenta averiguar alzando la cabeza.
– Hay un montón de preguntas que se te cruzan por la mente cuando disparas al tuntún. No siempre son traidores los que caen. A veces, las cosas se tuercen y nuestras balas se equivocan de diana.
– Así es la guerra, chico.
– Lo sé. Pero la guerra no lo explica todo.
– No hay nada que explicar. Matas, y luego mueres. Así ocurre desde la Edad de Piedra.
Nos callamos. Cada cual mira la ciudad por su cuenta.
– No estaría mal que nuestros intelectuales se unieran a nuestra lucha. ¿Lo crees posible?
– Me temo que no habría muchos -dijo tras suspirar-, pero unos cuantos, sin duda alguna. Ya no nos queda nada que esperar de Occidente. Nuestros intelectuales acabarán percatándose de ello. Occidente sólo se ama a sí mismo. Sólo piensa en sí mismo. Cuando nos echa un cable es para que le sirvamos de anzuelo. Nos manipula, nos enfrenta entre nosotros y, cuando ha acabado de tomarnos el pelo, nos guarda en sus cajones secretos y nos olvida.
Al doctor se le dispara la respiración. Enciende otro cigarrillo. Le tiembla la mano y, por un momento, su rostro se arruga como un trapo a la luz del mechero.
– Sin embargo, tú estabas en todos los estudios de televisión…
– Sí, ¿pero en cuántos podios? -refunfuña-. Occidente nunca reconocerá nuestros méritos. Para él, los árabes sólo sirven para dar patadas a un balón o para berrear ante un micro. Cuanto más le demostramos lo contrario, menos lo admite. Y si por casualidad, en alguna ocasión, a esas capillas arias no les queda más remedio que tener un detalle para con sus negros de criadero, eligen encumbrar a los menos buenos para que rabien los mejores. Eso lo he conocido muy de cerca. Sé de qué se trata.
La brasa de su colilla alumbra el balcón. Da la impresión de querer consumir todo el cigarrillo de una sola chupada.
Me aferro a sus labios. Sus diatribas se parecen a mis obsesiones, consolidan mis ideas fijas, me infunden una extraordinaria energía mental.
– Ya otros antes que nosotros lo habían aprendido por experiencia propia -prosigue con despecho-. Al marchar a Europa, pensaban encontrar una patria para su saber y una tierra fértil para sus ambiciones. Sin embargo, no dejaban de constatar que no eran bienvenidos, pero, movidos por vaya uno a saber qué bobería, aguantaron como pudieron. Al adherirse a los valores occidentales daban por bueno todo lo que les susurraban al oído: libertad de expresión, derechos humanos, igualdad, justicia… palabras grandilocuentes, y huecas como los horizontes perdidos. Pero no es oro todo lo que reluce. ¿Cuántos genios nuestros han triunfado?, la mayoría han muerto corroídos por la rabia. Estoy seguro de que siguen reprochándoselo en su tumba. Y eso que saltaba a la vista que luchaban en vano. Jamás sus colegas occidentales iban a permitir que fueran reconocidos. El auténtico racismo ha sido siempre intelectual. La segregación empieza nada más abrirse uno de nuestros libros. Nuestras grandes figuras del pasado tardaron una eternidad en darse cuenta de ello; apenas les daba tiempo a rectificar el tiro y ya no estaban en el orden del día. Eso no nos ocurrirá a nosotros. Ya estamos vacunados. No da quien no tiene, dice un proverbio nuestro. Occidente sólo es una mentira acidulada, una perversidad sabiamente dosificada, un canto de sirenas para náufragos de su identidad. Dice ser tierra de acogida; en realidad, sólo es un punto de caída del que uno jamás acaba de levantarse del todo…