– ;Cómo anda el chico?
– Como una estampa -dijo-. Lleva semanas aguantando el tipo. Cualquiera diría que está completamente curado… ¿Y tu padre?
– Siempre al pie de su árbol… Tengo que comprarme un nuevo par de zapatos. ¿Alguien baja hoy a la ciudad?
El ferretero se rascó la cúspide del cráneo.
– Me ha parecido ver una furgoneta en la pista, hace una hora, pero no podría decirte si iba a la ciudad. Habrá que esperar a que acabe la oración. Además, cada vez se hace más difícil desplazarse con esos puestos de control y las molestias que conllevan… ¿Has consultado al zapatero?
– Mis zapatos son irrecuperables. Necesito otros nuevos.
– El zapatero tiene algo más que suelas y cola.
– Su mercancía está pasada de moda. Necesito algo nuevo, flexible y elegante.
– ¿Crees que se adaptarían bien al estado de nuestro suelo?
– Eso no importa… Estaría bien que alguien me pudiera llevar a la ciudad. También me apetece una bonita camisa.
– Pues me parece que ya puedes sentarte a esperar. El taxi de Jalid está estropeado y el autocar ha dejado de pasar por aquí desde que un helicóptero estuvo a punto de cargárselo en la carretera el mes pasado.
Los chavales habían recuperado su balón; regresaban con paso marcial.
– El aguafiestas no ha ido muy lejos -observó el ferretero.
– Es demasiado gordo para dejarlos atrás.
Ambos equipos volvieron a desplegarse por el terreno, cada uno en su campo, y el partido se reanudó ahí donde había quedado interrumpido. Al punto volvió a oírse el griterío, obligando a un perro viejo a batirse en retirada.
Como no tenía nada especial que hacer, me acomodé sobre un bloque de cemento y seguí el partido con interés.
Al final del partido, me percaté de que el ferretero y su aprendiz habían desaparecido y que el taller estaba cerrado. Ahora el sol calentaba con ganas. Me levanté y subí la calle en dirección a la mezquita.
Había gente en la barbería. Habitualmente, los viernes, tras la Gran Oración, los ancianos de Kafr Karam se citaban allá. Acudían a mirar cómo uno de los suyos se entregaba a la maquinilla del peluquero, un personaje elefantiásico envuelto en un mandil de matarife. Antes, los debates nunca iban al grano. Los esbirros de Sadam estaban al acecho. Por una palabra fuera de lugar deportaban a toda la familia; las fosas comunes y los cadalsos proliferaban como hongos. Pero desde que habían pillado al tirano en su ratonera y lo habían encerrado en otra, las lenguas andaban sueltas y los ociosos de Kafr Karam resultaron ser pasmosamente volubles… Esa mañana, se hallaban reunidos en la barbería los sabios del pueblo -si algunos jóvenes se mantenían cerca era porque los debates prometían-. Reconocí a Jadir, llamado Doc, un septuagenario cascarrabias que había enseñado dos décadas atrás filosofía en un centro escolar de Basora antes de pudrirse durante tres años en las mazmorras baasistas por una oscura historia de etimología. Al dejar el calabozo, el Partido le dejó claro que tenía prohibido impartir clases en todo el territorio iraquí y que estaba en el punto de mira del Muhabarat. Doc comprendió entonces que su vida pendía de un hilo y regresó a la carrera a su pueblo natal, donde se hizo el muerto hasta que quitaron las tuercas a las estatuas del rais en los espacios públicos. Era alto, casi señorial con su inmaculada chilaba azul, lo que le confería una actitud hierática. A su lado, encogido sobre un banco, peroraba Bashir el Halcón, un antiguo salteador de caminos que había operado por toda la región a la cabeza de una horda muy escurridiza antes de refugiarse en Kafr Karam, con su botín como señuelo. No era miembro de la tribu, pero los Ancianos optaron por brindarle su hospitalidad antes que padecer sus correrías. Enfrente, en medio de su silencioso clan, los hermanos Isam, dos viejos achacosos pero temibles, intentaban hacer añicos los argumentos de unos y otros; llevaban la práctica de la contradicción en la sangre, y eran capaces de renunciar a su propia idea elaborada la víspera si a algún aliado indeseado se le ocurría suscribirla. E, inmutable en su rincón, apartado para que se le pudiera ver bien, el decano reinaba desde su silla de mimbre, que sus partidarios transportaban allá donde fuera, con su imponente rosario en una mano y en la otra la pipa de su narguile. Él jamás intervenía durante el debate y se reservaba la última palabra; no soportaba que nadie se la pisara.
– Al menos nos han librado de Sadam -protestó Isam 2, tomando por testigo a su entorno inmediato.
– No les hemos pedido nada -refunfuñó el Halcón.
– ¿Quién podía hacerlo? -dijo Isam 1.
– Es cierto -añadió su hermano-. ¿Quién podía siquiera escupir al suelo sin exponerse a que lo alcanzara un rayo, sin ser detenido de inmediato por ultrajar al rais y ahorcado en una grúa?
– Si Sadam era tan duro, era por culpa de nuestras pequeñas y grandes cobardías -insistió el Halcón con desprecio-. Los pueblos sólo tienen los reyes que se merecen.
– No estoy de acuerdo contigo -dijo un vejete trémulo a su derecha.
– Tú ni siquiera puedes estar de acuerdo contigo mismo.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque es la verdad. Hoy estás con unos y mañana con otros. Jamás te he oído defender la misma opinión dos días seguidos. La verdad es que no tienes opinión. Tomas el tren en marcha y, cuando aparece otro, saltas a él sin siquiera intentar conocer su destino.
El vejete trémulo se amparó tras una mueca de indignación, el rostro sombrío.
– No te lo digo para ofenderte, amigo -le dijo el Halcón en tono conciliador-. No tengo ninguna intención de faltarte al respeto. Pero no permitiré que achaques nuestras culpas a Sadam. Era un monstruo, eso sí, pero un monstruo nuestro, de nuestra sangre, y todos hemos contribuido a consolidar su megalomanía. De ahí a preferir a unos impíos venidos de la otra punta del planeta para pisotearnos, hay un gran trecho. Los militares norteamericanos no son más que unos brutos, unas bestias salvajes que se contonean delante de nuestras viudas y de nuestros huérfanos y que no dudan en soltar sus bombas sobre nuestros dispensarios. Mira en qué han convertido nuestro país: en un infierno.
– Sadam ya lo había convertido en un matadero -le recuerda Isam 2.
– No fue Sadam, sino nuestro miedo. Si hubiésemos demostrado un mínimo de valor y de solidaridad, ese perro jamás se habría permitido llegar tan lejos en el ejercicio de la tiranía.
– Tienes razón -dice el hombre bajo la maquinilla del barbero mirando al Halcón por el espejo-. Se lo hemos consentido, y ha abusado. Pero no me harás cambiar de opinión: los americanos nos han librado de un ogro que amenazaba con devorarnos crudos, a todos, uno tras otro.
– ¿Y por qué crees que están aquí los americanos? -se empecinó el Halcón-. ¿Por caridad cristiana? Son hombres de negocios, comercian con nosotros como si fuéramos un mercado. Ayer era comida a cambio de petróleo. Hoy es petróleo a cambio de Sadam. ¿Y qué pintamos nosotros en todo esto? Promesas vanas. Si los americanos tuviesen un gramo de bondad, no tratarían a sus negros y a sus latinos como si fueran trogloditas. En vez de cruzar los tiempos y los océanos para echar una mano a unos pobres moros debilitados, harían mejor barriendo su puerta y ocupándose de sus indios, que se pudren en sus reservas, fuera del alcance de los curiosos, como si fueran enfermedades vergonzantes.